Nunca había estado (lógicamente) en una clase de preparación al parto. Había visto en algunas películas, por lo general en comedias románticas o en comedias salvajes sin romanticismo, esa típica escena en la que una docena de embarazadas hacen sus respiraciones controladas y los maridos y los novios a veces las ayudan o supervisan. Ahora ya conozco el tema de cerca. He asistido, de momento, a dos de esas clases. Encierran algo extraño. El primer día me pareció que acababa de regresar a la escuela, teniendo que sentarme en una sala en la que atendíamos a las explicaciones de una mujer que dibujaba, de vez en cuando, esquemas en la pizarra. O que soltaba a menudo eso que tanto decían mis profesores: “A ver… preguntas. ¿Alguna pregunta? ¿Nadie pregunta?”. La gente tiene que levantar la mano y plantear su duda. El primer día llevaron a una mujer que había dado a luz un par de semanas atrás. Le tocó sentarse delante de “la clase” y contar su experiencia y someterse a los interrogatorios.
Tras una hora de charla, comentarios y preguntas, los pocos hombres que habíamos asistido tuvimos que sacar las colchonetas del trastero y colocarlas en el suelo. Las mujeres se tumbaron en esos tatamis de color verde para hacer ejercicios y estiramientos. La matrona iba dando órdenes. Fue, ya digo, extraño, aunque también interesante y enriquecedor. Todo estaba envuelto en una atmósfera rara, a medio camino entre el silencio de las aulas de colegio, la intimidad propia de las clases particulares, el calor de los ejercicios de la asignatura de gimnasia (o Educación Física, si lo prefieren) y cierto aroma a rigidez castrense cuando la matrona profería algunas órdenes o se expresaba en un tono entre conminatorio y humorístico. También me llamó la atención la jerga utilizada durante la clase: palabros y expresiones que provocan escalofríos y que seguro que entusiasmarían a Chuck Palahniuk: “útero verde”, “a nadie le gusta coser un culo”, “estrecho como la cabeza de un globo”, “episiotomía”, “administrar oxitocina”, “dilatación”, “líquido amniótico”, “inyección epidural”… A juzgar por algún comentario de la comadrona tengo la impresión de que las mujeres cada vez saben menos del tema y tienen más miedo (y los hombres ya no digamos). En una ocasión les dijo: “Hijas mías, vaya cosas que preguntáis… No sabéis nada. Esto no es nuevo. Todo el mundo nace por el mismo sitio y no pasa nada. No sois únicas”. Aunque no lo parezca, la matrona que nos ha tocado es eficaz, posee un agradable sentido del humor y a sus palabras no les falta cierto toque de sarcasmo. Parece como si, cuantos más medios tengamos a nuestro alcance, y más avances en medicina, y más soluciones y, por supuesto, más facilidades, peor nos fuera. Cada vez que voy a estas clases o cada vez que alguien se me queja de los padecimientos de la paternidad, suelo pensar en nuestras abuelas. Antaño las mujeres parían en casa, echaban ocho o diez hijos al mundo y, entre medias, siempre se les moría alguno por complicaciones en el parto o por malnutrición o por exceso de peso del feto o por otras causas, y jamás les oías una queja. O, al menos, yo nunca les escuché proferir un lamento. Lo asumían. No digo que ahora no lo asumamos, pero el hombre se vuelve más blando y más inconformista a medida que alcanza un nivel de vida superior, con más lujos y posibilidades. Es como lo de la calefacción: te acostumbras al calor de los radiadores de casa y te vuelves blando y friolero. Formamos parte de una generación muy distinta a la de nuestros abuelos. Pero eso no significa que lo hagamos mal.
El Adelanto de Zamora / El Norte de Castilla