Revista Coaching

La mejor defensa no es un buen ataque

Por Juan Carlos Valda @grandespymes

La mejor defensa no es un buen ataque

Creo que todos conocemos a esas personas que en cualquier conversación cotidiana les gusta imponer su criterio aunque el resto opine lo contrario. Nos los encontramos en numerosas ocasiones en posiciones de mando en las organizaciones. Aún existe la creencia organizacional en esta sociedad que el mando siempre tiene la razón, y ellos la asumen "a pies juntillas".En otras ocasiones son creencias individuales que han tenido desde la infancia "Sé fuerte y no dejes que los demás pasen por encima tuyo" e intentan aplicarla en todas las facetas de su vida. Suelen ser intransigentes y entienden como "modus vivendi" que el escuchar a los demás y poder construir una solución consensuada es absurda. ¿Para qué vamos a perder tiempo si yo tengo la razón?. ¡Si! Son esas personas que creen tener la verdad absoluta y seguramente guardan para ellos mismos misterios internos que no quieren sacar a relucir, no sea que se descubran sus debilidades. Comparto un artículo de Borja Vilaseca publicado hace unas semanas en El país y titulado Vivir tras una coraza en el que habla del tema.

"Muy pocas personas miran fijamente a los ojos cuando hablan con sus interlocutores. Debido a la falta de seguridad, o de costumbre, suelen desviar la mirada a la nariz o la boca. Sin embargo, hay quienes no saben mirar de otro modo, clavando sus ojos de forma directa, franca y honesta. Y cuando uno se encuentra con alguien que mira así, muchos se pueden sentir algo incómodos e incluso intimidados.

No es casualidad que a estas personas se le cuelgue el sambenito de desafiadores. Quienes van de cara por la vida suelen irradiar un aura de poder y fuerza. De hecho, suelen ser individuos que enseguida están al mando de la situación. Nadie pone en duda que son líderes natos. Y que desprenden un magnetismo de lo más seductor. Sin embargo, su liderazgo a menudo deviene en autoritarismo, en especial cuando se sienten amenazados. Es entonces cuando aflora su enorme visceralidad, arremetiendo con ­dureza y agresividad a quienes se atreven a confrontarlos.

"La mejor defensa no es un buen ataque. La mejor defensa es no sentirse atacado" Gerardo Schmedling

Están tan acostumbrados a imponer su voluntad sobre los demás que no soportan que nadie les diga lo que tienen que hacer. Poseen madera de jefes y algún que otro rasgo de tiranos. Más que respeto, los demás les tienen miedo. No es muy recomendable cuestionar su autoritarismo. Ni mucho menos discutir o pelearse con ellos. Cuando piensan que alguien ha actuado de manera injusta, se sienten legitimados a contraatacar de forma violenta. El fuego que anida en sus entrañas tan solo necesita de una pequeña chispa para estallar en llamas, quemando todo aquello que obstaculiza su paso.

El justiciero que llevan dentro quienes viven a la defensiva les dota de una fuerza sobrenatural, ayudándoles a desarrollar un instinto protector al servicio de los suyos, o de aquellos que consideran más vulnerables y débiles. Y para no perder el dominio de sí mismos, tratan desesperadamente de controlar cualquier situación. Los individuos que poseen este tipo de personalidad no resultan fáciles de conocer. Viven detrás de una coraza. Cuanto más en conflicto entran con los demás, más se protegen y se encierran en sí mismos. En casos extremos terminan por aislarse de su entorno social, pudiendo llegar a vivir como ermitaños.

Una historia refleja la clave para deshacerse de esa protección excesiva. Un viejo pescador vivía completamente solo en una playa alejada del pueblo. Harto de discusiones, conflictos y peleas, llevaba años sin relacionarse con nadie. Se había convertido en un hombre frío y distante, que pasaba los días leyendo y pescando. Un día salió a navegar con su pequeña barca en alta mar. De pronto apareció un bote que chocó frontalmente contra el del pescador. Este se pegó tal susto que dio un salto y cayó directamente al agua.

Mientras nadaba para volver a subir a su barca, empezó a maldecir al tripulante del otro bote. "¡Pero ¿cómo has podido chocar contra mí?! ¡Con lo grande que es el mar! ¡Maldito seas! ¡Ya verás como te coja!". Al conseguir sentarse y recuperar la compostura se dio cuenta de que allí no había nadie más. Era un bote a la deriva. El viejo pescador estaba empapado, rabioso y sin nadie a quien culpar. De pronto, por primera vez en mucho tiempo, emitió una enorme carcajada. Algo en su interior hizo clic. Y esa misma tarde se dejó caer por el bar del pueblo.

Para que estos desafiadores bajen la guardia es fundamental que comprendan las ­motivaciones ocultas que les llevaron a tomar el escudo y a desenfundar la espada en primer lugar. Por más que les moleste reconocerlo, son como los cangrejos: muy duros por ­fuera y extremadamente blanditos por dentro. Su apariencia hostil y fuerte no es más que una fachada, un mecanismo de defensa que han desarrollado desde niños para que nadie vuelva a hacerles daño. Y también para tratar de que nada, ni nadie, pueda dominarlos.

"Prefiero sufrir una injusticia que cometerla" Sócrates

Quienes viven tras una coraza comparten un mismo tipo de recuerdo. En muchos casos, algo sucedió cuando todavía eran niños inocentes e indefensos. Tal vez un cambio de colegio. Una separación de los padres. Un accidente. Abusos y maltratos de cualquier tipo, o la muerte de un ser querido. No importa tanto el qué, sino cómo interpretó el suceso la persona que lo vivió. A raíz de afrontar alguna situación adversa suele tomar conciencia -siendo todavía muy niño- de que el mundo es un lugar amenazante, injusto y violento, donde solo los fuertes y los duros consiguen sobrevivir.

Esa es precisamente su herida. La que nace de haber conectado con su propia vulnerabilidad. Al negar y condenar esta debilidad, esa persona empieza a construir, ladrillo a ladrillo, una muralla que lo proteja de volver a sufrir. Paradójicamente, al vivir a la defensiva, con el tiempo se convierten en adultos controladores y dominantes. Y también hiperreactivos. Es decir, que están a la que saltan. Por eso suelen mostrarse tan agresivos y cosechan multitud de conflictos.

Los problemas derivados de este tipo de actitud van más allá. Una vez cesa la lucha, estas personas tienden a culpar a los demás por el sufrimiento que han experimentado. Y al hacerlo, se sienten legitimados para castigar a sus supuestos agresores. Pueden llegar incluso a vengarse de ellos de forma cruel. Al mismo tiempo también se culpan a sí mismos del sufrimiento que consideran que han causado a los demás. Es entonces cuando, en un intento desesperado por redimirse, pueden llegar a hacerse daño a sí mismos, tanto física como emocionalmente.

Llegados a este punto, cabe diferenciar entre el dolor físico y el sufrimiento emocional. Es cierto que tenemos el poder de matarnos unos a otros. Pero nadie nos ha hecho sufrir sin nuestro consentimiento. Los demás pueden tomar decisiones que nos perjudican directamente, o comportarse de una forma con la que no estamos de acuerdo. Pueden incluso insultarnos a la cara. Pero analizamos estas situaciones detenidamente, nos damos cuenta de que lo que sentimos no tiene tanto que ver con lo que ha sucedido, sino con nuestra interpretación de los hechos.

El punto de inflexión en la vida de quienes viven detrás de una coraza llega el día en que empiezan a cuestionar una creencia tan falsa como limitante: "Los demás son la causa de mi sufrimiento". Es entonces cuando comprenden que el poder -el de verdad- no consiste en vivir a la defensiva o tratar de controlar, sino en ser verdaderamente dueños de sí mismos. Para lograrlo, han de dejar de ser reactivos para empezar a cultivar la responsabilidad. Es decir, deben aprender el arte de responder de forma proactiva frente a cada situación adversa y cada persona conflictiva con la que se cruzan.

La culpa existe en una sociedad victimista, una que condena el hecho de que las personas necesitemos cometer errores para evolucionar. Por ello, el gran aprendizaje vital de estos desafiadores pasa por perdonarse a sí mismos por los errores cometidos en el pasado, lo que les permitirá liberarse del sentimiento de culpa que cargan a sus espaldas. Ese es precisamente el significado de la palabra "inocencia": el estado del alma libre de culpa. Solo así pueden perdonar a quienes consideran que les agredieron: llegando a comprender que, más que maldad, el motor de los errores de los demás fue la ignorancia y la inconsciencia. Vivir sin coraza implica aceptar y sentir la propia vulnerabilidad. Esta es la auténtica fortaleza."

Fuente http://www.carlesmarcos.com/

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