Revista Cultura y Ocio

La mejor obra de teatro del mundo

Por Calvodemora
La mejor obra de teatro del mundo
                                                       Fotografía: Robert Doisneau
No sé cuándo fue la primera vez que quise ser maestro. Por más que me esfuerzo, no sé hilar un recuerdo que me lleve a otro, hasta que aparezca con nitidez el momento en que descubrí mi amor por la escuela. Quizá, por satisfacer una respuesta, todo provenga de la primera vez en que quise ser alumno. Se vive bien mientras los demás te cuentan el mundo. La responsabilidad de contárselo a otros se extrae de esa voluntad primera, la de sentirse agasajado cuando un maestro se vuelca contigo y te razona el movimiento de los planetas o el lugar en donde se meten los adverbios en las frases, pero también sobrevuela la bondad misma de la escuela, esa especie de sensación de útero que proporcionan y de la que no te desprendes nunca. Cuando vuelvo a diario y entro en el patio y abro la puerta de mi aula, no organizo mis pensamientos y razono las cosas. Todo funciona de un modo natural. Lo que sí aprecio en ocasiones es que entro en mi casa. La siento mía y de ahí la obligación moral y sentimental de que todo bajo su techo funcione lo mejor posible. No se le echa a la escuela en cara que haya días malos, habiéndolos. No se le reprende por nada. La escuela es un templo y no se cuestiona las razones de la fe. No hay casi nada tan placentero como entrar en tu clase y empezar a preparar el trabajo, pedir que abran los libros o que no los abran en absoluto. Porque hay días en que la escuela es un lugar en donde festejar la improvisación y en el que es posible alegrarse de que exista la creatividad y prospere lo inesperado. En lo que yo recuerdo de mi vida como alumno (lo es siempre uno, en todo caso) siempre se percibía la certeza de que algo extraordinario podía pasar en cualquier momento. Algo de lo que hablar al salir del colegio, algo de lo que presumir después. Porque la escuela de verdad, ésta de la que hablo, sucede en los pasillos del aula, dentro de ese recinto maravilloso en donde el maestro y los alumnos representan un fragmento de la vida, el que apela al respeto y al orden, a la inquietud y al conocimiento, al trabajo y al esfuerzo, pero también al humor y a la libertad, a la fantasía y al amor.
Lo que malogra esta declaración amorosa es lo que se cuece extramuros. Duele que se la zarandee como lo hacen. Que no haya día en que no ocupe un titular en los medios de comunicación por asuntos que no son incumbencia suya, sino de las familias o de la sociedad o de todos juntamente, pero no competencia exclusiva de su trabajo, del que los maestros realizan para que el mundo gire mejor de lo que lo hace. No hacemos otra cosa. Algunos creen que preparamos a los obreros del futuro. Que de las aulas en donde impartimos Lengua, Matemáticas, Inglés o Cultura Digital (sí, también enseñamos a los alumnos a que se  muevan en entornos cibernéticos) saldrán ingenieros, abogados, hackers con nómina o columnistas en periódicos de primera línea. Hacemos eso, cómo no, claro que lo hacemos, pero también inculcamos hábitos, impregnamos el alma (donde quiera que la tengan o para lo que lo sea que en el futuro la usen) de valores y de nobles aspiraciones. No hay maestro que no desee que sus alumnos sientan la responsabilidad de contribuir a la mejora del mundo. No hay ninguno que no se aplique con fiereza en la construcción de una voluntad. A los padres les queda la labor más íntima y también la más compleja. Van las dos juntamente hacia el mismo sitio. Una (da igual cuál) puede malograr lo que la otra ha forjado trabajosamente. Quizá una de las trabas de que la escuela funcione de verdad proviene de que todavía no hemos encontrado las intenciones comunes padres y maestros, no ha habido un entendimiento absoluto, no ha existido (del modo al menos en que debería) esa constatación hermosa de que la empresa es común y a que a los dos se les exige responsabilidad en el ser humano que se está moldeando. Tampoco nos hemos puesto de acuerdos maestros y políticos. Ahí está el roto más visible, por el que se extravía el proyecto. Andan estos días en los despachos diseñando un plan educativo. Están borrando un mapa para poner otro encima. El palimpsesto será (en lo que yo alcanzo) igual de mediocre que los anteriores. Hasta que no pongan maestros en esos despachos no habrá una escuela a la altura de los tiempos que nos toca vivir y los que están ahí asomándose, convulsos, raros, confiados a disciplinas de las que todavía no sabemos nada y a las que, sin embargo, enfrentamos a nuestros alumnos. De verdad que es un oficio hermoso. Duro también. La suya es una dureza necesaria tal vez. No todo es confortable, ni todo es poético. Lo sabe el que cierra la puerta de su aula y comienza a diario la representación. Es la mejor obra de teatro del mundo. No hay ninguna que la supere en expectativas y en ilusiones.

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