Aquí, grabándome a Segovia en la mirada
Los que viajamos, parecemos vivir a destiempo. Estamos en casa, en la oficina, en el sofá, en el metro, en el tráfico, siempre pensando que podemos estar en cualquier otro lugar. Nos despertamos una mañana recordando ese amanecer en otra ciudad, esa noche en la que no dormimos por estar conociendo o preguntándonos qué hora será en tal sitio y cómo sería estar allí. Planeamos, todos los días, con querer ir a ciudades lejanas o cercanas. Vivimos navegando en la melancolía, porque extrañamos hasta lo que no conocemos. Nunca queremos estar donde estamos, aunque a veces hace falta siempre volver al mismo lugar.
Soñamos y lo hacemos sin límites. Estamos montados siempre en una ola que sabemos nos llevará a otro sitio. No nos asusta lo desconocido; al contrario, nos entusiasma y vamos por ahí con aires de supervivientes, como si habláramos todos los idiomas, como si conociéramos todas las señales del camino, como si tuviéramos bajo control todos los imponderables.
Pero somos melancólicos.
No nos gustan los vuelos de vuelta, ese retorno a casa que siempre pesa aunque es como volver a los afectos, al sitio seguro. Pero cómo pesa. Entonces salta una canción, alguna risa, algún olor que nos devuelve con el pensamiento a ese sitio que estamos dejando; porque además creemos en ese preciso instante, que nada podría igualar esa experiencia. Volvemos a casa con las emociones revueltas, recordando lo que hacíamos a tal hora, el sabor del desayuno, la calidez de las noches o lo ruidoso de algún bar. Así, hasta que partimos de nuevo, porque siempre es necesario irse a buscar no sé qué, hasta que nos damos cuenta que nos conseguimos a nosotros mismos en cada destino.
Y vuelve la melancolía, esa sensación de estar en todas partes y en ninguna al mismo tiempo. Así somos.