Donde hay agua, hay vida y por lo tanto trabajo. Si hay algo que tenían muy claro los inmigrantes que llegaban a nuestras tierras era eso. De alguna manera el río les proporcionaba alimentos a la mayoría de ellos. Y así llego yo, por agua. Mi primer dueño, hombre de barcos, me compró a una chata de esas que llegaban al puerto cargadas de madera hasta el botazo. Era mi destino convertirme en piso de la casita que él construiría en el fondo de la suya para su hija menor, última en abandonar el nido. ¿Abandonar? Abandono fue todo eso cuando se mudaron y ahí quedé yo, escondido debajo de tanto polvo como un diamante lleno de lodo. Un día llegó otra familia con una niña que amaba sentarse en ese cálido piso de madera a leer. También dibujaba en las paredes el gigante conejo de Alicia, pero como todas las maravillas esta también llegó a su fin. La nena creció y partió y cuando yo ya pensaba que iba a ser madera para arder, algo cambió mi vida. Mi destino sería otro. Pude reconocer el rostro de la niña en una joven mujer que me examinaba como repasando su infancia. No se puede definir mi alegría al saber en qué me iba a convertir.
Hoy, soy lujoso escritorio de madera fina, de esas difícil de conseguir. Una empresaria me luce en la oficina de un penthouse a orillas del río. Es la nieta de ese inmigrante que me compró a orillas del mismo río que me vio nacer. Y por supuesto, también es la misma que pasaba horas dibujando y leyendo en el cuarto donde yo empecé siendo piso. Lo sigue haciendo. Soy feliz.