Había logrado una buena marcha, y pasó él, en su bicicleta de doble asiento. Hizo unas piruetas de palomo enamorado y se ofreció a llevarme.
-¿Hasta dónde?- Le pregunté
-Hasta el final- me respondió.
Cierto día, sin más, me sacó la bicicleta y me dejó pedaleando en el aire.
-¿Qué pasó?- pregunté
Nadie respondió.
Ahora, sólo lo encuentro en mis recuerdos más gratos, pero mi razón, cargando la vergüenza de haber sido seducida y abandonada en la banquina, prefiere pensar que se trató de una ilusión óptica.
Yo sé que el cuerpo tiene su propia memoria, por eso puedo tipear sin pensar el teclado, por eso pude andar en su bicicleta después de casi 20 años de no usar una, y por eso, algunas noches, antes de dormirme, mis manos hacen una extraña danza, dibujando la silueta de otras manos invisibles.
Texto: Corina Iglesias