Por Jorge Garacotche
Un álbum que de inmediato se calzó el traje de clásico. Se le fue colando a mucha gente a través de la militancia juvenil que se reunía en las parroquias de todo el país. A otros/as los hizo cantar en las plazas, y a los guitarristas triunfar en los fogones. Transformó algunas de sus hermosas canciones en verdaderos himnos de la música popular argentina y catapultó a Vox Dei, una de las bandas pioneras de nuestro rock.
Corría el psicodélico año 1967 de la mano del Sargento Peppers, yo estaba en la escuela primaria e ignoré la mayoría de esas cosas que pasaban, estoy seguro que en mi barrio todo seguía igual. Las novedades que trajo ese disco de Los Beatles ingresaban hasta en los rincones más oscuros. Los que debían conmoverse, lo hicieron; los conservadores, luego del sacudón, decidieron volver a sus andanzas, pero el entorno nunca más sería el mismo, ahora lo conservador les quedaba más lejos. Pero de todo esto me enteré años después; el submundo que yo veía en Villa Crespo estaba atento a otras cosas, quizás era que lo viejo por esas calles resistía con más adeptos. Mientras tanto, en la radio, alguien con una voz adolescente decía estar muy solo y triste en este mundo abandonado.
En Quilmes, al sur del Gran Buenos Aires, cuatro pibes empezaban a delinear una banda. Eran Ricardo Soulé, en bajo; Willy Quiroga, en guitarra; Juan Carlos “Yodi” Godoy, en guitarra, y Rubén Basoalto en batería. Al poco tiempo, Soulé y Quiroga invirtieron los roles. El grupo se llamó por un lapso corto Mach 4 y hacían temas de Los Beatles, Los Rolling Stones, The Byrds y The Kinks.
Cantaban en un inglés algo sospechoso y al poco tiempo hicieron una grabación como “Mach 4”, pero el productor Jorge Álvarez no estaba convencido de ese nombre. Yo, en el barrio, seguía sin enterarme de nada.
Luego de una actuación en el boliche Macu, en Quilmes, los productores Jorge Álvarez y Pedro Pujó les proponen integrarse al sello Mandioca, lo cual para los muchachos significó la gloria. En el sello les aconsejan cantar en castellano, cosa que se hizo definitiva gracias a la intervención de Luis Alberto Spinetta. Es que una noche Vox Dei se presenta en el Teatro Payró, en la ciudad de Buenos Aires, junto a otro grupo del sello, Piel Tierna. Finalizado el concierto se les acerca Spinetta, uno de los asistentes, y les dice que el show le había encantado pero que debían aprovechar su lenguaje y cantar en castellano. Deciden traducir “Bitter sugar” a “Azúcar amargo” y allí comienza otro capítulo. O sea que a Spinetta hasta siendo parte del público también se le ocurren cosas geniales. Por esos días, mi vieja, en medio del almuerzo, dijo que la hija del panadero Don Carlos daba clases de inglés en su casa. Pensé que era un comentario más, pero no, siguió hablando y mirándome fijo se empezó a preguntar en qué momento de la semana yo podría ir a tomar clases porque muchos en la radio decían que los pibes tenían que estudiar inglés para conseguir un mejor trabajo. A mí, en cambio, me gustó la idea de que yendo a lo de Martha podría empezar a entender las canciones de Los Beatles que tanto me gustaban.
El primer álbum
En 1970, Vox Dei publica su primer álbum, “Caliente”, en el sello Mandioca. Ocupan junto a Manal y Almendra un espacio en el nuevo espectro musical, espacio que aún no tenía un rótulo claro. Allí hay dos temas que dan mucho que hablar: “Canción para una mujer que no está”, una de las más hermosas melodías de nuestro rock, y “Presente”, sin duda un clasicazo de todos los tiempos. De esas canciones que todos tocamos en la guitarra por ser de las más populares de nuestra historia y que todas y todos cantan, aunque en esa parte donde se grita “sí, el presente…” solo quedan los valientes o las mujeres que tienen más cerca esos agudos. Una de las letras mejor aprendidas de memoria por varias generaciones.
En 1970 con mi viejo íbamos casi todos los domingos a la cancha a ver a Independiente. Un domingo llovió muchísimo, lo cual motivó la suspensión de la fecha. Se jugó el lunes ese partido pendiente entre Independiente y Racing, nada menos. Fuimos a la cancha de La Academia hasta con un gorrito rojo de lana y luego de un partido bravo, chivo, enredado, pudimos ver al Rojo dar la vuelta olímpica dejando muy tristes a los hinchas racinguistas y a los de River, que por tener dos goles menos a favor prolongaban su sequía que llevaba 15 años. Doble felicidad para nosotros. En nuestro mundo no había todavía nada rockero a la vista, pero alegrías no faltaban.
Tanto la planificación alrededor del proyecto como su posterior realización lo dejan a uno en estado de asombro mezclado con admiración. El contexto histórico, un acervo cultural atado a ese catolicismo recalcitrante, el marco brindado por una Dictadura Militar, no dejan margen para la duda: no se podía llevar a cabo. Sin embargo, se alinearon varios planetas y Vox Dei pudo llevar adelante semejante obra. No eran buenos tiempos para el rock nacional, se reinventaba todos los días muy lejos de los medios de comunicación y de Villa Crespo, pero no contaba con una prensa aliada, se batía a duelo con rivales que ni siquiera le mandaban sus padrinos y menos un florete. Aquí no había duelistas, el mercado enviaba a sus escuderos, entonces en las radios se percibía un crimen a sangre fría. Soulé se encargó de todas las letras. Los otros tres colaboraron en la parte musical, en especial Yodi Godoy.
Pasados unos meses escuché este disco en casa de un tipo más grande que yo que vivía a la vuelta de mi casa, no recuerdo su nombre ni cómo llegué ahí, pero noto que la providencia me dio una mano. Al rato salí de esa casa y en el regreso me preguntaba qué habrá pensado la iglesia argentina, cómo habrá sido la discusión para permitir su edición.
Tiempo después un periodista de la también bíblica Expreso Imaginario me contó que la iglesia católica tomó cartas en el asunto. Fue a través de Monseñor Emilio Grasselli, por ese entonces secretario del Arzobispo de Buenos Aires, el Cardenal Antonio Caggiano, ¿cardenal o general? Bueno, se me hizo una laguna civil. Pero lo cierto es que se acercó solicitando las letras de las canciones para poder evaluar si se autorizaba o no su publicación. Se constató que Soulé había comprendido el mensaje de las sagradas escrituras y esto llevó tranquilidad a la curia. Es más, hubo enormes elogios con efusivas recomendaciones hacia la juventud católica para que se conecten con la obra. El que tengo la impresión que no comprendió muy bien la palabra de dios fue Monseñor Grasselli, quien a partir de 1976 fue funcionario de la Dictadura Cívico Militar Eclesiástica, como vicario castrense. Se encontraron en su poder listas con las denuncias de los familiares de los desaparecidos, información que desvió, al tiempo que se decía que lo vieron presenciando sesiones de tortura en campos de concentración. O su dios era tan hijo de puta como él o este cuervo era un maestro del secreto; me inclino por lo segundo sin descartar lo primero.
Monseñor Grasselli declaró ante Soulé: “A mí me hubiera costado tres horas explicar qué es Dios y vos apenas con un silogismo lo conseguiste”. Hablaba del comienzo de Génesis:
Cuando todo era nada,
era nada el Principio.
Él era el Principio
y de la noche hizo luz.
Y fue el cielo,
y esto que está aquí.
Presentación en vivo
El 15 de marzo de 1971 se publica el álbum en un doble vinilo. De inmediato es presentado en el Teatro Alvear de Buenos Aires y en el teatro Don Bosco de San Isidro. En el interior del disco aparece un texto escrito por Soulé, como un reflejo de los sentimientos de la banda al componer e interpretar su propia versión de La Biblia:
Siento que crezco
y que subo
y que me veo por dentro
y me toco y me reconozco
y que a mi lado estoy yo
que me hablo y me entiendo
y que ahora soy sueño
y me acerco y no muero.
Junto al texto hay un dibujo en tinta realizado por el bajista Willy Quiroga, inspirado en el poema al que interpretó como una manifestación del “conócete a ti mismo”. Allí se ve a un hombre con pies-raíces alzando sus manos hacia el cielo con forma de ramas. Imagen que me gustaba mirar, me hacía reflexionar.
Fue por esos días que comencé a ver al grupo anunciado en carteles y publicidades en varios clubes de la ciudad de Buenos Aires. Lugares a donde uno iba a bailar pudiendo ver a grupos de rock nacional o de la movida beat por una entrada muy barata. Vox Dei tenía un gran público, fiel, rockero hasta la médula, que se asentaba en los barrios populares de la ciudad. Pero donde realmente jugaban de local era en el Gran Buenos Aires, allí llenaban clubes, boliches, salas de fomento, teatros. Siguiendo a esta banda comencé a pensar que el rock argento pintaba para masivo.
Por esos años hacía mis primeros garabatos con una guitarra de Antigua Casa Núñez. Trabajaba de día en lo que no me gustaba y por las noches iba al secundario en Villa Luro. Los sábados con amigos del barrio nos juntábamos a cantar algunas canciones. Soñaba con ser músico e iba a recitales para inspirarme, a contagiarme de energía artística. Con Vox Dei me sucedía algo muy particular, me encantaban sus canciones, esa lírica cargada de sensaciones suburbanas, pero era su imagen de tipos de barrio el mayor impacto, la gran identificación. Nos demostraban que nosotros también podíamos estar ahí si reuníamos buenas canciones y nos armábamos un grupo. Con su postura simple, cargada de romanticismo de esquina, con sus letras sentidas desde la mirada de clase trabajadora, inyectaban esperanzas justo ahí donde más hacía falta. Antes de que todo concluya al fin y nada pueda escapar, estaba bueno soñar un rato.
Al alcance de la mano
Recuerdo una noche inolvidable en el Club Atlanta, en mi barrio de Villa Crespo. Tocaba Vox Dei, por eso fuimos temprano para estar ahí, bien adelante. Al lado nuestro había dos chicas que yo conocía de vista porque vivían cerca de mi casa. Dos hermosas exponentes de esos amores soñados, pero cercanos, esas bellezas que rondan nuestras esquinas, la mejor de las bellezas, esas que nos son accesibles. Hubo días en que nos saludaban como queriendo insinuar que eso que deseábamos podría suceder.
En un momento, comenzó Soulé a cantar una de las más grandes canciones que escuché en mi vida. Era la segunda parte de “Libros sapienciales”, esa que dice: “buenas y malas son, cosas que vivo hoy…”, un tema que todos quisiéramos componer siguiendo una melodía que atrapa, lleva, que nos sube, perdiéndonos entre nuestras mejores cosas. Miré a mis vecinas, las vi emocionarse. Con un candor nuevo se apretaron más, se tomaron de las manos, era muy potente lo que veíamos todos y ahí, a unas cuadras de donde crecíamos. Cuando se miraban, esos ojos se cargaban de un brillo que no se conseguía en otros barrios, justo los que un pibe como yo tenía que tener, si es que la felicidad se iba a sentar en el umbral a esperarme. Era una señal de la música, de esas dos mujeres que habían decidido por la tarde conspirar contra todas las penas, decirme que la luna estaba más cerca de aquellos que cantan, que esa guitarra eléctrica transmitía miles de voltios.
A partir de esa noche seguro que fui a estudiar con más esmero. Claro que empecé a invertir más dinero en libros porque allí alguien me iba a contar todo lo que debía saber para explicarme, para que esas miradas se den vuelta y me vean, ahí, en el barrio, con mis cosas. Seguramente yo también tenía cosas para contar y compartir, pensamientos que no estaban alejados de los amigos de mis amigos, era cuestión de animarse, de tener el coraje de las bandas como Vox Dei, que podían cruzar el Riachuelo o la General Paz navegando sobre canciones.
Horas más tarde, mientras nos íbamos a comer a una económica pizzería en Chacarita, percibí que ya no era el mismo pibe. Había escuchado la voz de otro dios, uno que no me exigía nada, ni era un vigilante. No lanzaba pestes ni asesinatos, no pedía sacrificios sangrientos ni me rodeaba con sus detectives. Era la voz de un dios de verdad, quizá de ese lugar en donde son muchos y no del otro donde hay un pillo que se armó un monopolio. El dios de las canciones, de las mujeres, de los barrios, de los pobres, de los que no se quieren quedar afuera, esos que jamás se van a dar una vuelta por las religiones. Mucho menos de esas que operan acá basureando a las mujeres o adornando cuarteles y comisarías.
Una vez en la cama, con la luz apagada y la esperanza adolescente encendida, comencé a pensar que cuando uno va a esos rituales musicales se conecta un poco más con uno mismo, hasta diría que va perdiendo caretas por el camino. El rock es mucho más que un ritmo musical, no sé cómo será en otros países, pero acá fue con los años delineando un movimiento que se metió sin pedir permiso en rincones oscuros, en las noches a espaldas del consumismo, en esos hermosos encuentros donde nos llevamos la hermosa prueba de empezar a pensar que no estamos solos, que nuestras vibraciones se parecen a las de otra gente.
Enorme Vox Dei. ¡Qué lindas canciones! Es uno de esos grupos que puso un par de temas memorables en la lista de los fogones, en los bises de los cumpleaños, que bañadas en vinos de la casa inundaban los bares en madrugadas que espantaban a la soledad. Siempre le estuve agradecido a ese grupo de Quilmes, a esos tipos que se vestían como nosotros, que hablaban con nuestras palabras. No me interesa La Biblia que reparten en los templos, no me sirve para nada, solo conseguiría enceguecerme en una corta vida donde hay mucho para ver. Pero la de Vox Dei la sigo consultando para volver a leer otras épicas, aquellas en donde me encuentro con los héroes de carne y hueso que pueden estar a la vuelta de mi casa. Por ahora van más de 50 años de una misa inoxidable.