Revista Cultura y Ocio
No soy capaz de recordar cuántas veces he releído La metamorfosis, de Franz Kafka, a lo largo de mi vida. Tal vez cinco, quizá seis, es probable que siete. Unas veces lo he hecho por la brevedad del volumen, que me permitía una tarde de lectura con calidad garantizada; otras veces, porque tomaba notas en un estudio biográfico sobre el escritor checo y me apetecía comprobar si alguno de los detalles que acababa de descubrir se reflejaba en la obra; otras, para volver a explicar la novela a mis alumnos o al auditorio de una conferencia. Pero ha habido una sensación que se ha repetido, idéntica, relectura tras relectura: la de sentir al escritor hablándome en voz baja, mientras me susurraba sus traumas.El pobre Franz, dominado por los complejos de inferioridad (aquel padre áspero y de cuello de toro, aquel abuelo que se jactaba de su extrema fortaleza física, aquellos parientes que no cesaban de comer carne y beber cerveza), se sumerge aquí en la arquitectura endeble de un insecto y, como tal, siente que es rechazado por su entorno: un padre que lo desprecia y que le provoca heridas lanzándole manzanas que quiebran su caparazón; una madre que se desmaya cuando tiene delante al “monstruo”; una hermana (a la que pone el nombre de Grete, que era también el nombre de la mujer con la que el escritor tuvo, según afirmaba Max Brod, a su único hijo) que se mantiene fiel durante mucho tiempo, pero que al fin se acaba hartando de su condición… Hasta el mínimo detalle de esta novela (los cuadros de las paredes, la distribución de muebles en el hogar, los caracteres retratados) es un trasunto fidedigno de la vida de Franz y convierte en tinta sus amarguras. Quizá por eso se haya convertido no solamente en una pieza literaria de fama universal, sino también en un documento psicológico imprescindible para saber qué bullía en el corazón y en la mente del narrador checo.Sé que volveré a la obra alguna vez más: pertenece a esa estirpe de libros que jamás me fatigan, porque no se reducen a su argumento.