La primera en darse cuenta de que aquel borracho de Montmartre, de quien todo el mundo se burlaba, era un gran artista, fue Marie Vizier, una madama que regentaba el cabaret La Belle Gabrielle, con suficiente carácter como para echar a patadas a los clientes que se ponían pesados. Maurice Utrillo estaba enamorado de ella, pero la prostituta le había impuesto una condición: “Cada vez que quieras acostarte conmigo, me traerás un cuadro. Si no hay pintura, no hay amor”. Utrillo era entonces solo un bohemio alcoholizado, artista desconocido, hijo de la famosa pintora Suzanne Valadon, que trataba de protegerle sin éxito. “Solo un milagro podrá salvarlo cuando yo muera”, solía repetir todos los días. Ahora vivía en la trastienda del pequeño restaurante Tentempié, propiedad de un antiguo guardia municipal, el llamado tío Gay, reconvertido en cabaretero, que recibía de la madre en secreto una exigua cantidad de dinero para que le diera de comer y le dejara dormir.
Por ese tiempo Maurice Utrillo plantaba el caballete en cualquier esquina de Montmartre y pintaba sus rincones y callejuelas para los turistas a cambio de una botella de vino. A veces lo invitaban a un trago en cualquier taberna y junto al mostrador algunos golfos le echaban cerillas y la ceniza del cigarrillo en el vaso para provocarle. Si esta broma terminaba en reyerta, siempre tenía las de perder, tirado en la acera donde lo recogía un guardia para llevarlo a la comisaría. Marie Vizier tuvo olfato suficiente para saber que aquel pobre diablo tenía un talento comparable al de su madre.
Harto de pintar en la calle rodeado siempre de mirones, Utrillo comenzó a copiar los paisajes de Montmartre directamente de las tarjetas postales y los exponía en los escaparates de tahonas, carnicerías y fruterías del barrio. Esas tiendas fueron sus propias galerías y sus dueños sus primeros marchantes. Las transacciones y reventas al alza las realizaron los mismos menestrales de Montmartre. Estos tenderos le cambiaban sus cuadros por comida y algunos de ellos, atacados por el virus del arte, se hicieron famosos al convertirse en galeristas profesionales de la calle Laffitte. Llegó un día Octave Mirbeau, el escritor y crítico de moda, vio uno de sus trabajos y contó a los amigos: “He descubierto a un deshecho humano, borracho epiléptico, que es un verdadero genio. Daos prisa a comprar porque no le queda mucho tiempo“. Los precios de Utrillo comenzaron a calentarse hasta el punto de que el policía que a veces lo llevaba detenido después de una borrachera sonada le pedía un cuadro para dejarlo en libertad y el sargento le exigía dos por cuestiones de rango.
El éxito comenzó cuando uno de sus cuadros fue aceptado en el Salón de Otoño de 1909. Al año siguiente expuso en la galería Drouet y en vista de que las cosas comenzaban a marchar bien, el dueño del restaurante Tentempié y el pintor firmaron un papel en el que este se comprometía a pintar sin salir de la habitación durante un mes para regenerarse del estado de abyección que le producía el alcohol. Utrillo era visitado asiduamente por brotes de esquizofrenia que desembocaban en una patente locura y había exigido estar encerrado bajo llave y no ser liberado pese a los gritos y escenas violentas que pudiera producir. Una mañana saltó por la ventana y desapareció. La mujer del patrón descubrió que se había bebido el frasco de colonia.
El remordimiento por el dolor que causaba a su madre no le abandonó nunca. “Mi madre es una santa y yo soy un miserable borracho“, decía a pie del mostrador en las tabernas. Después de meses de andar perdido de prostituta en prostituta, recalaba en los brazos amables de la cabaretera Marie Vizier, o se amparaba de nuevo en el restaurante del tío Gay y finalmente una noche inesperada a altas horas de la madrugada volvía a casa. Su madre bajaba en camisón y le decía: “Anda, Maurice, ven a acostarte”. Había comenzado a beber a los quince años. Se creía que su desequilibrio se debía a que el muchacho no había aceptado que su padre fuera un desconocido, por eso el periodista Miguel Utrillo se avino a darle el apellido, pero el diablo del alcohol que llevaba dentro le impulsaba a la destrucción.
Pasaba por periodos de desintoxicación en el sanatorio psiquiátrico de Sannois y uno de sus primeros marchantes, Libaude, corría con los gastos de la cura. En esa casa de salud encontraba la paz, la soledad del campo, el tedio y la sobriedad. Y su madre que iba a visitarlo todos los días veía que esa nueva serenidad se hacía evidente en la mayor hondura de su trabajo. Todo daba a entender que podía salvarse una vez más de la terrible maldición de Montmartre, sobre todo al comprobar que su hijo había entrado en un periodo de misticismo religioso y le había dado por pintar las fachadas de las catedrales, que no conocía sino a través de las tarjetas postales. La destrucción de la catedral de Reims con el bombardeo de la Gran Guerra lo volvió loco y trasformó sus ruinas en uno de sus cuadros más bellos e intensos. Había comenzado a mezclar yeso con la pintura y a medida que su vida estaba más arruinada su obra alcazaba una cotización más elevada.
Suzanne Valadon se estaba haciendo vieja y sentía que podía morir dejando a su hijo desamparado. Había intentado casarlo con distintas amigas, al margen de la atracción sensual de Marie Vizier y de otros amores mercenarios, pero de pronto se produjo el milagro. Una noche en que la madre regresaba a casa fue abordada por una pareja de extranjeros. Eran el banquero belga Robert Pauwels y su mujer Lucie Valore, aficionados a la pintura, que querían conocer a su admirado pintor Utrillo. Lo encontraron con su actitud habitual, el codo sobre la rodilla, la mirada ausente fija en el suelo. Años después, Lucie recordaría que Utrillo levantó los ojos y ella descubrió una extraña llama en su mirada. Pudo notar que había quedado deslumbrado por su belleza. Y al despedirse él le suplico a su madre: “Búscame una mujer como la señora Pauwels para casarme”.
En 1933 el señor Pauwels tuvo la buena idea de morirse y Lucie liberada del banquero, todavía joven y seductora, recobró los viejos sueños de ser artista. Fue a visitar a una echadora de cartas quien le dijo que aunque su primer matrimonio fue feliz, ahora le esperaba para casarse con ella el hombre más importante de Francia. Vestía de gris azulado, estaba rodeado de lienzos y su nombre era Utrillo. De pronto por los garitos, cabarés y tabernas de Montmartre comenzó a cundir el rumor de que Utrillo se casaba con una aristócrata millonaria. ¿Qué va a ser de mi pobre Maurice cuando yo muera? Lucie recordaba estas palabras de la madre de Utrillo y las tomó como una revelación. Se decidió que la boda se celebraría en la catedral de Chartres que el novio había pintado tantas veces. De camino hacia ese destino Utrillo exigía rezar en cada iglesia del camino. La boda se produjo en Angoulême y fue bendecida por el obispo Palmer, de origen español. Esa misma mañana la novia vestida ya de blanco tuvo que planchar la ropa de Utrillo que no era más que un conjunto de harapos. El milagro se había producido. Mucho después, cuando André Malraux fue ministro de Cultura de De Gaulle tomó la decisión de quemar todos los falsos utrillos que había en París. La pira en la plazoleta de Ravignan de Montmartre llegó hasta los tejados. Fue el homenaje más importante que se ha hecho a un pintor en la historia del arte.
Texto: La milagrosa boda de Maurice Utrillo – Manuel Vicent. Babelia. 11/12/2010.