El 21 de diciembre de 1989 el último dictador comunista de Europa del este, el rumano Nicolae Ceaucescu, creía que su régimen iba a durar muchos años más. Mientras a su alrededor el bloque comunista se despedazaba y el Muro de Berlín caía, Ceaucescu se sentía seguro. Para demostrar su aparente fortaleza convocó una manifestación masiva de apoyo a su régimen. Pero las cosas se torcieron. Cuando comenzó su discurso la masa comenzó a rugir. La reacción de Ceaucescu fue una mirada perdida, de terror. En ese momento supo que su poder había terminado. Y su vida. Cuatro días más tarde murió ejecutado.
Pero, a pesar de todos los intentos de aislar a la población de la información de lo que estaba ocurriendo en el resto de Europa, Rumanía no se escapaba de sus consecuencias. En la ciudad de Timisoara se habían producido graves incidentes entre la población civil y el ejército debido a una protesta contra el régimen, lo que había provocado la muerte de varios de los manifestantes. Sin embargo, Ceaucescu se sentía seguro. La rebelión estaba lejos de Bucarest, la capital, y por el momento se circunscribía a una provincia étnicamente diferente con una mayoría húngara y alemana. Para el dictador los habitantes de Timisoara nunca habían sido auténticos rumanos. Él estaba convencido de que en su mayoría el pueblo le apoyaba. Por eso se decidió a mostrar al mundo ese apoyo.
El 21 de diciembre el Partido Comunista de Rumanía convocó en Bucarest una manifestación masiva de apoyo al régimen. Acudieron más de 100.000 personas portando pancartas rojas y los retratos de Ceaucescu y de su mujer Elena (bastante más jóvenes en los carteles de lo que ya eran en realidad). La plaza frente al edificio del comité central del partido, el corazón del régimen, estaba abarrotada y la televisión ofrecía el espectáculo en directo.
Ceaucescu, su mujer Elena y el politburó comunista, abrigados y ataviados con abrigos y gorros de pieles para combatir el frío, se asomaron al balcón del enorme edificio neoclásico y el dictador comenzó su discurso.
Al principio era como siempre. La masa en la plaza vitoreaba a su líder y daba palmas mientras profería cánticos de apoyo al régimen. Con un tono monótono, la mirada fija en su papel, Ceaucescu se disponía a cumplir con el ritual de todos los discursos comunistas desde hacía décadas, dando las gracias a los asistentes y a los organizadores del acto por su éxito. Incluso fue interrumpido por los gritos de "¡hurra! ¡hurra!" del público. Pero de pronto algo cambió.
La masa comenzó a rugir. La televisión estaba enfocando en ese momento al dictador. Ceaucescu levantó sus ojos del papel para mirar a la plaza y su cara se transformó. Mientras el rugido de la masa se hacía cada vez más fuerte, el dictador se quedó paralizado durante unos segundos en los que apenas balbuceaba alguna palabra. Su mirada reflejaba miedo, verdadero terror por lo que se estaba acercando a él. Durante esos segundos el tirano se debió de dar cuenta de que se había equivocado. Que su error de cálculo sería fatal. El pueblo no le quería. Ahora su brutal dictadura se volvería contra él. Tenía las horas contadas. Su vida corría peligro. Un hombre del servicio secreto vestido con gabardina y sombrero se le acercó y sin ningún disimulo le conminó a entrar en el palacio. En ese momento la imagen de la televisión dejó de enfocar a Ceaucescu y apuntó al cielo mientras se oía lo que ocurría.
Para ver las imágenes de la televisión rumana de ese momento de pincha abajo:
La élite de Rumanía apostada en el balcón del comité central estaba histérica. La mujer de Ceaucescu apelaba a su marido a que dijera algo, que pusiera orden. Pero el hasta entonces todopoderoso dictador solamente supo gritar patéticamente "¡aló, aló!" a una masa fuera de control que ya no le obedecía.
¿Qué estaba sucediendo? Lo que no estaban enseñando las imágenes de televisión era que en ese momento miles de personas habían roto su disciplina y el cordón de seguridad, y estaban asaltando el palacio de Ceaucescu. Miles de personas que tan sólo unos segundos antes habían estado vitoreando al dictador estaban avanzando hacia el lugar más sagrado del régimen comunista de manera totalmente espontánea y guiados por la inercia de la masa.
El pánico se adueñó de los líderes, que desesperados trataban de frenar a gritos la invasión desde el balcón. Ceaucescu estaba en shock y durante un buen rato no supo decir nada coherente hasta que la masa aparentemente se calmó y la televisión volvió a enfocar al dictador y éste recuperó su discurso.
Pero ya era tarde para él y su séquito. En ese momento y en esa plaza había comenzado la revolución. Los manifestantes ya no se fueron a casa y el ejército se unió a la revuelta. Solamente los miembros de la temida policía secreta, la Securitate, se opusieron con violencia a la rebelión. Se sucedieron los disparos y los enfrentamientos acabarían provocando más de mil muertos.
Al día siguiente, el 22 de diciembre, Ceaucescu y su mujer huyeron en helicóptero del palacio cercado. Pero no llegaron muy lejos. Se había proclamado un gobierno provisional y el dictador y su mujer estaban solos. Nadie les ayudó a escapar. Tras una huída patética en varios coches requisados, fueron encerrados en una pequeña aldea donde fueron arrestados. Se les hizo un juicio sumarísimo y el 25 de diciembre, la que tan sólo cuatro días antes había sido la pareja más poderosa del país, fue ejecutada.