Era una noche de esas que pocas veces se olvida. Recuerdo que pensé que ya nada me importaba y que hoy bien mi vida podría terminar y aun así nada cambiaría. Había sustituido los tenis por las pantuflas y el delineador por las ojeras.
Extrañaba mirar hacia fuera, tenía tiempo que no lo hacía. Aunque también tenía un rato que no veía hacia dentro. Estaba fragmentada y mi mundo se mostraba partido. Me acerqué a la ventana en espera de encontrar algo distinto. Con un cielo berrinchudo, que no había dejado de llorar, el cristal poco dejaba ver con claridad.
Me miré después de mucho tiempo. Ahí estaba el reflejo de lo que era en ese instante. Y como una puerta que quería ser abierta las pestañas dejaban entrada a todo aquél que en ese segundo mirara.
El color estaba apareciendo. Poco a poco lo que parecía una película muda cobraba vida.
-Toc, toc - alguien golpeó la puerta.
El reloj marcaba las 12:00 am. Pero, ¿quién podría estar allá afuera? Nunca recibía visitas y menos a esta hora.
Los golpes sobre la madera sonaron de nuevo. Con miedo me acerqué y puse la mano sobre la manija. La giré y abrí sin apresurarme. Sentí un golpe en la cara y entonces me encontré.
Tonos rojos, naranjas y verdes coloreaban el entorno. Aquella pequeña parte del rostro con la que había decidido no mirar, había estado cegada por la ira. Ahora veía mucho más y estaba dispuesta a unir las piezas.
Fuente:
C. Marco