Tras el eco de un disparo, en los días en que secuestrados por el Estado nos obligaban a ser soldados, alguien a modo de halago me dijo: “Con esa puntería acabarás en el penal de la Mola de centinela”. Esa fue la primera vez que oía un nombre que luego me resultaría tan familiar.
Tuvo que ser casualidad porque aquel instructor del cuartel de Palma era tan burro que no sabía que la prisión de Menorca llevaba muchos años cerrada, pero el caso es que pocas semanas después, acompañado de un montón de compañeros, tenía el privilegio de surcar las aguas del Mediterráneo con destino a Mahón.
Sin duda no fueron las mejores circunstancias para disfrutar del espectáculo que supone penetrar por aquel inmenso puerto natural, quizás el mayor de Europa, nosotros reclutas de tierra adentro, teníamos bastante con preocuparnos por el futuro que nos esperaba en aquella isla que, al principio, iba a ser todo menos turístico.
Recuerdo bien cómo el sentimiento de mala suerte recorría el barco porque la leyenda de la Mola y su dureza nos hacían pensar que llegábamos al peor de los destinos.
Y también me acuerdo de cómo un muchacho de León me hablaba de las lágrimas de su abuelo al conocer el final de su viaje, me habló de días de encierro y de abandono y de cómo se emocionaba al recordar a los compañeros muertos que muchas mañanas tenían que dejar a las puertas de los edificios donde vivían hacinados.
Aquella era sólo una parte de la negra historia de La Mola, del penal, el lugar donde cumplían su condena “los penitos”, como les llamaban los habitantes de la isla. Una historia de la que nosotros creíamos que íbamos a formar parte.Al final, para la mayoría de los que íbamos en aquel barco todo se redujo a dos semanas de incomunicación y de encierro entre sus muros, jugando a ser soldados y aprendiendo disciplina militar entre gritos y barrigazos sobre los cardos menorquines. Fue una dura experiencia bajo el sol de un caluroso agosto de 1987, pero todos sobrevivimos.
Excepto unos pocos que tuvieron que permanecer casi un año como servidores de las históricas baterías de costa, que más que elementos de defensa eran obsoletos objetos de museo, los demás, apenas volvimos por allí y soportamos nuestro año de mili, con sus luces y sus sombras, en el inmenso cuartel de Santiago al pie de la carretera de San Luis en Mahón.
Personalmente, después de los primeros meses de malas experiencias y de inadaptación, guardo un entrañable recuerdo de una isla a la que he vuelto menos veces de las que hubiera querido pero que cuando te atrapa no te deja escapar.
Pero esa es otra historia. Hoy quisiera hablaros de otra muy distinta, la que encierra en sus entrañas la inútil y mastodóntica obra de ingeniería militar que, situada en la entrada del majestuoso puerto de Mahón, nos recibe cuando llegamos a la isla, “La fortaleza de La Mola”.
Ejemplo de despilfarro y desmesura, una obra pública realizada entre los años 1848 y 1875 bajo el reinado de Isabel II, que nunca fue necesaria realmente porque antes de acabarse, la evolución de la tecnología artillera la había dejado obsoleta.
Menorca, por su situación geográfica, siempre fue un importante bastión codiciado por los navegantes mediterráneos. El puerto de Mahón en concreto era un refugio natural que, por sus características y su privilegiada situación, ofrecía una incomparable ventaja a la potencia que lo dominara.
En la herencia de los pueblos que han pasado por allí estriba gran parte del encanto de la isla y, concretamente, paseando por las calles de Mahón se sigue sintiendo ese carácter inglés que dejaron los que durante todo el siglo XVIII, interrumpido por breves periodos de tiempo, fueron sus dueños.
En 1802, tras el Tratado de Amiens, la corona española recuperaba la soberanía de la isla. Fue décadas después, tras una fuerte presión británica, que amenazaba con volver a conquistarla para utilizarla como una base en su lucha contra lo franceses, cuando se decidió la construcción de una macro fortaleza que garantizara la seguridad del indefenso y estratégico puerto.
Múltiples recursos se pusieron al servicio del proyecto y pronto los cientos de isleños que encontraron trabajo en aquella península no fueron suficientes y una tierra que tradicionalmente había visto cómo gran parte de sus hijos habían de emigrar, se convirtió en receptora de inmigrantes.
Algunos de aquellos hombres no llegaron de forma voluntaria, 143 prisioneros carlistas llegaron de Palma en 1873 a los que siguieron posteriormente un buen número de presos políticos procedentes de la península y de Cuba. Así, sobre aquellos agrestes acantilados, se empezó a sentir el lamento de los presos antes incluso de que la que iba a ser una fortaleza defensiva, adquiriera la que iba a ser su función real. En 1891 se inauguró como tal la penitenciaría militar, La Prisión Militar de La Mola, El Alcatraz español.
Ante la inoperancia de la fortaleza como tal, hubo de replantearse el sistema defensivo de la isla, por lo que se recurrió a la instalación de una serie de baterías costeras ajenas a la fortificación amurallada. Baterías que fueron renovándose hasta la instalación en 1930 de unos espectaculares cañones Vickers británicos de 381mm, dos de ellos en el interior de La Mola, cuya silueta se sigue recortando en la costa menorquina.
Cañones que sólo realizaron dos disparos en 1937, con los que se repelió un intento de desembarco de la flota sublevada y que permitieron que, como excepción en Las Baleares, Menorca permaneciera fiel a La República hasta el final de la Guerra Civil.
Pero los muros de La Mola en los que se enterraron millones de reales de forma absurda, hasta el punto de que la misma Isabel II en la visita que realizó a las obras en 1860 se extrañó de que los escalones de la fortaleza no fueran de oro, pensados para evitar que nadie pudiera franquearlos desde el exterior, sólo sirvieron para retener a los que siguieron llegando durante décadas a cumplir sus penas.
Los presos fueron en su mayoría militares pero también hubo civiles, allí llegaron en 1920 desde Barcelona los sindicalistas catalanes que provocaron la huelga de la Canadiense que derivó en una huelga general y la declaración del Estado de Guerra en la ciudad, y allí estuvieron presos Lluis Companys y Salvador Seguí. Pero si hubo un momento en el que los muros de La Mola fueron testigos de la historia más negra de nuestro país, fue en el verano del 36.
El 19 de julio, como en tantas otras localidades españolas, se hizo patente la división y ante la declaración del Estado de Guerra y la suspensión de la legitimidad republicana por parte del General José Bosch, la reacción de la tropa, la suboficialidad y la población civil, no fue la esperada por los sublevados y los jefes y oficiales se vieron en una inferioridad que les obligó a rendirse después de que los últimos disparos sonaran en el interior de La Mola.
Los oficiales fueron retenidos en el penal y se liberó a los presos, muchos de ellos encarcelados tras la revolución de octubre del 34. Con el mando militar en manos de un brigada, Pedro Marqués, y con las noticias sobre la represión que llegaban de Mallorca donde la rebelión había triunfado, en la isla reinaba la anarquía y el desconcierto.
Aquellos últimos días de julio la tensión fue creciendo y la incertidumbre ante las noticias de la península que no acababan de definir cuál sería el devenir de los acontecimientos, no ayudaba a relajar la situación. Algunos antiguos presos empezaron a tomarse la justicia por su mano y el capitán Barbosa, director de la prisión, apareció colgado en una celda.
A primeros de agosto todo se precipitó. La tarde del día 2, el General Bosch y otras once personas son sacadas del penal con destino al Castillo de San Felipe, pero todo acabará en un lugar llamado “Es Freus” donde serán fusilados.
Pero será la tarde del día tres cuando a las ocho, en el momento en que la mayoría de los presos se encontraban en el patio de la prisión, un número incontrolado de soldados y suboficiales entrarán disparando y provocarán una masacre que acabará con la vida de casi todos los prisioneros. Al final del tiroteo fueron 87 los que yacían muertos.
Si fue un acto premeditado o una venganza llevada a cabo ante las noticias que llegaban de Mallorca y ante la posibilidad de que los que habían sido sus oficiales pudieran ser liberados y tomaran represalias contra ellos, nunca se sabrá, pero aquel día La Mola se tiñó con la sangre cainita de los españoles.
En septiembre, la situación de la isla se estabilizó con el nombramiento por parte del gobierno republicano del Teniente Coronel José Brandaris de la Cuesta como gobernador militar, relevando al brigada Marqués.
En febrero de 1939 se produjo la rendición de la isla después de la intervención del gobierno inglés que evacuó en uno de sus buques “El Devonshire” a 450 republicanos. Para el resto de la población comenzó un tiempo de represión y de venganza con cientos de detenidos y decenas de fusilados. Entre febrero y abril del 39 volvieron a sonar los disparos en La Mola y 59 personas fueron ejecutadas contra sus muros, entre ellos el brigada Marqués.
Para la fortaleza isabelina se inició una nueva etapa en la que el gobierno de Franco reforzó el carácter de prisión militar que ya poseía y la convirtió en el destino de miles de represaliados republicanos que sufrieron en silencio la impiedad de los vencedores.
Esta quizás sea la parte más oscura y olvidada de la negra historia de La Mola, una parte llena de dolor y de miseria en la que los que perecieron fueron olvidados y los que sobrevivieron fueron silenciados. Una historia que nunca se pudo contar pero que quedó siempre grabada en las lágrimas de aquel abuelo, aquel que, siendo un muchacho, vio morir a sus compañeros y nunca les pudo llorar y que en el verde uniforme que su nieto vestía en los años ochenta vio reflejado por un momento todo el dolor que para él representó aquel camino hacia La Mola.