El otro día el concejal de arquitectura, paisaje urbano y patrimonio del ayuntamiento de Barcelona dijo que la Sagrada Familia es una mona de pascua. Esa declaración ha levantado revuelo, pero no es nueva. Desde hace muchas décadas muchos artistas e intelectuales (incluido nada menos que Le Corbusier) han pedido que se pare de una vez ese horror.
Lo que ocurre con estas críticas es que suelen dar por buena la obra de Gaudí, y claman contra la continuación porque desvirtúa el proyecto del genio.
Yo, seguramente pecando de bocazas indocumentado, sostengo que ya la actuación de Gaudí (por otra parte un arquitecto admirable, autor de unas cuantas obras maestras) era fallida desde el principio.
Una mala tarde la tiene cualquiera, y una mala obra la tiene cualquier arquitecto. Y esta, a mi juicio, fue mal desde el principio.
En 1866 el librero Josep Maria Bocabella i Verdaguer fundó la Asociación Espiritual de Devotos de San José, que tomó en sus manos la desaforada misión de construir en Barcelona un templo expiatorio dedicado a la Sagrada Familia.
La asociación, siempre escasa de recursos, al fin consiguió contratar al arquitecto Francisco de Paula de Villar y Lozano, que hizo un proyecto de templo neogótico.
El proyecto neogótico inicial de Villar
El día de San José de 1882 comenzó la obra, y al poco tiempo empezaron los problemas. Los pilares de piedra maciza proyectados por Villar eran caros. Era mucho más barato chapar de piedra unos pilares de argamasa y cascote. Villar se indignó y abandonó la obra.
Este detalle me parece muy interesante: Desde el primer momento, los piadosos socios pretendían que la obra mintiera. (Nunca he entendido que alguien, movido por su fe, haga una obra en loor de lo que tiene por más sagrado y para ello se agazape en la mentira, en la mera apariencia. Volveré a ello porque Gaudí siguió en parte con esa actitud).
A la mentira del estilo (neo-loquesea) se unía, pues, la mentira constructiva (pilares de hormigón ciclópeo pero que parecieran de piedra).
La obra, apenas empezada, se quedó parada.
La Sagrada Familia en 1889
La junta contrató a Gaudí en 1883. Tenía treinta y un años de edad, y trabajó en esa obra durante los cuarenta y tres que le quedaban de vida. Desde 1915 trabajó casi en exclusiva en esa obra, y acabó viviendo en la cripta.
La Sagrada Familia en 1915
Esto es lo que más respeto me causa. Si voy a acusar a Gaudí de "caprichoso" e incluso de "picaflor", en ningún caso puedo tratarlo de "frívolo". Un arquitecto que se encierra en su obra y se entrega a ella con esa obsesión demuestra una pasión más que respetable y plausible.
Pero, aun con eso, veo demasiadas cosas, demasiados adornos, demasiado bonitismo. Hay demasiados elementos postizos aplicados, demasiados símbolos que no funcionan como arquitectura, sino como aplicaciones puntuales y pintorescas y como elementos de un álbum.
Toda la Sagrada Familia rezuma un tufillo kitsch, que no puede deberse -repito- a un comportamiento frívolo e inmoral del arquitecto, sino al error de querer decir muchas cosas y decirlas fuera de plano, fuera de contexto, fuera de estructura, mal.
Veo demasiado "arte aplicado" demasiadas macetas y figurillas, demasiadas estatuas, demasiadas estrellas, letras, coronas, corolas, pétalos, animales, trozos, pegatinas, marchamos, escarapelas, fruslerías.
Y todo ello suele ser hermoso. Gaudí era un maestro de las formas pintorescas, y su torrente de figurillas y de hallazgos puntuales tiene gracia. No forma una obra de arquitectura pero tiene gracia.
Al final de la última jornada laboral de su vida, aquella en que iba a ser atropellado, Gaudí se despidió de sus ayudantes diciéndoles: "Mañana haremos cosas muy bonitas".
Pues eso: "cosas muy bonitas".
La arquitectura, la obra humana grande, ha de ser buena, no bonita. Lo bonito es fruslería, es chachi piruli, es cuchipendi. Y así creo que era la Sagrada Familia de Gaudí.
Pero es que después fue peor. Después, sin Gaudí, los continuadores quisieron seguir siendo cuchipendis, pero ya no tenían la gracia de Gaudí. Oscilaban desde una imitación ciega de las formas del inimitable maestro a una imitación de su actitud, de la acumulación de hallazgos que ya no eran felices.
El resultado (y aún le queda tiempo y espacio para empeorar bastante) es la gigantesca mona de pascua que ha dicho el concejal.
Y aunque la vistan de seda, mona se queda. Y cuanta más seda más mona.
(Ah, y el turismo siempre con ese fino instinto para detectar lo kitsch).
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