Revista Cultura y Ocio

La moral atea

Por Daniel Vicente Carrillo


La moral atea
No se abomina del cristianismo ni por sus dogmas ni por su organización. Se protesta contra él porque humilla sentirse juzgado. Si la religión careciese de moral, o se acomodase a la de todos, el ateísmo no existiría.
Cuando un cristiano obra mal, o no obra cuando debe, o lo hace con intenciones aviesas lo primero que cabe llamarle es hipócrita. ¿Cuántas veces se nos ha acusado de serlo? Reconócese de esta manera que la religión, a diferencia del ateísmo, concierne a la humanidad y no sólo al individuo. Puesto que ser cristiano es también ofrecerse al prójimo, el cristiano que no se ofrezca será un falsario. Mas no llamaremos del mismo modo a un ateo egoísta, toda vez que no abandona la coherencia respecto a sus premisas.
Admito que puede haber ateos tan escrupulosos como el más recto de los creyentes, pero lo serán por tener buen natural, o tal vez por emulación y por costumbre. Todos nuestros razonamientos morales son confusas inferencias empáticas si no se contrastan con la noción de un deber objetivo, esto es, no derivado de la experiencia ni de los afectos de dolor o placer. Siendo independiente de la realidad, como premisa mayor o de derecho de todo silogismo moral, tal deber objetivo ha de considerarse superior a la naturaleza. Sin premisas inalterables es imposible llegar a una conclusión cierta.
Quizá el ateo tenga principios morales, pero no tiene ninguna obligación de obedecerlos: lo hará a placer o a conveniencia, y los cambiará cuando estime oportuno. El deber objetivo carece de efectividad sin un tercero superior que lo garantice, de modo que allí donde no alcance el poder de éste, todo está permitido. En suma, si no hay capricho ni coacción, sólo puede haber un mandato inmutable al que se sigue porque es verdadero; y a esta fidelidad la llamamos religión.
Por su parte, el primatólogo de Waal intenta reducir la moral a pulsiones instintivas, cosa que ya se intentó en tiempos de Nietzsche. Sin embargo, una moral basada en lo inmanente de la experiencia interna es en extremo falible, en la medida en que una pulsión puede ser sustituida por su contraria y tornar la simpatía en antipatía. Si la bondad depende del estado de ánimo, habrá infinidad de ocasiones en las que quepa ser pérfido.
La realidad en la que el ateo fundamenta su moral es el propio "yo", que más que realidad es fantasma y espejismo. En este sentido, todo le cuadra cuando de él se trata y carece de objetividad para censurarse; es juez y parte, y por tanto juez prevaricador. Aunque conozca y apruebe determinados deberes, podrá evitarlos con la misma soberanía con que se comprometió a cumplirlos. No necesitará una razón para eximirse, así como no la necesitó para obligarse. Ahora bien, negar algo con el entendimiento equivale a negarlo en la práctica. Así, se confiesa ingrato quien niega que siempre debamos ser agradecidos, es decir, quien rechaza que haya una razón inconmovible para estimar siempre y en todo momento la gratitud. Es difícil imaginar dónde reside esta razón en un mundo perpetuamente fluctuante y sin Dios.


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