Permítanme comenzar citando al filósofo Robert Spaemann, que en su obra “Sobre Dios y el mundo. Una autobiografía dialogada” afirma que «Siempre es discutible pretender deducir propuestas normativas a partir de datos estadísticos. (…) Kant dijo una vez: “Es plebeyo apelar a la experiencia en cuestiones de moral”. En todas las culturas más desarrolladas hay una clara discrepancia entre la conducta de la mayoría y la que la gente aprueba. Cuando el abismo desaparece, entonces eso quiere decir, o bien que todos los hombres son santos, o, por el contrario, que se han venido abajo las costumbres. Esto último es lo peor, cuando el comportamiento de la mayoría se tiene como norma».
Y por tanto qué decir del miserable cálculo electoral que hubo tras la retirada de la ley del aborto que, lejos de ser la solución, iba a ser al menos una norma de mal menor que intentaba esquivar la barra libre para el infanticidio indiscriminado que es la ley de plazos actual. Digan lo que digan los teóricos de la infamia, cuando algo se puede hacer se hace.
La posibilidad de la llamada píldora del día después no ha servido para solucionar algunos casos de despiste sino que se ha convertido para muchas usuarias en la costumbre, desplazando la norma del sentido común y la prevención a la hora de mantener relaciones promiscuas. Dicho de otro modo, hay menos precaución porque siempre está ahí esa pastilla milagrosa, con lo que se usa mucho más de lo que nadie pudiera imaginar por peligrosa que sea.
Y con el aborto pasa lo mismo, si se puede abortar en cualquier momento sin consentimiento paterno incluso en el caso de las menores, el hecho es que se utiliza como método anticonceptivo de forma indiscriminada. Que lo que se mata sea un ser humano parece dar igual cada vez más a quienes gritan que es un acto de libertad, terrible forma de definir ese homicidio de inocentes.
Pero volviendo al principio, si la moral de esta sociedad va a ser el promedio del comportamiento de la mayoría, estamos perdidos y el escándalo por la corrupción es más una declaración de envidia que una verdadera crítica al latrocinio institucionalizado, por poner un ejemplo. Parece que ante la dificultad de alcanzar nuestros principios éticos, hemos decidido abolirlos y sustituirlos por un consenso vacío que declara bueno lo que les parece a los que gritan más fuerte y alcanzan el poder en los medios, es lo moderno, es lo actual y punto.
Y ya que estamos, la escandalera que algunos montaron con la carta del obispo Reig Plá sobre el aborto por su, a su juicio, exageración al comparar los trenes abortistas con los que llevaban los judíos a los mataderos nazis, es del todo curiosa viniendo de quienes gritan ¡genocidio! ante cualquier cosa y callan cuando llegan verdaderos genocidios como lo que está sucediendo en Siria e Irak. Situación ante la que permanecen callados como rameras (porque queda feo decir putas, ¿no?).
En fin, un chiste de confesionario verídico como la vida misma tomado del blog de un cura:
-Padre, es que siempre tengo que confesarme de lo mismo.
+Es que hasta que no caes en lo mismo no vienes a confesarte.
Aspiren a más, a mucho más y que la gente lo note, lo estamos necesitando.