«Vengo de una familia sin muertos», leí una vez en una entrevista realizada al escritor Alejandro Zambra. Misma frase que había leído en algunos de sus libros donde el escritor daba cuenta de que la muerte –que durante la dictadura chilena tocó a muchos– no había llamado a la puerta de su casa familiar. La muerte es algo insondable y está muy lejos de ser comprendida por los sentidos. Es complejo pensar que mientras unos se lamentan porque la muerte los acecha, otros como Zambra se sorprendan y hasta sientan amargura porque la muerte no se ha fijado en ellos. Todos nos enfrentamos a la vida desde una visión propia y con las herramientas entregadas por nuestra comunidad, pero ¿será que hay una manera de enfrentarse a la muerte o a la ausencia de esta?
Todo esto vino a mi mente luego de leer el libro La muerte de Iván Ilich de León Tolstoi y de ver la película Ikiru de Akura Kirosawa, puesto que al enfrentarme a estas obras inmediatamente recordé que al igual que Zambra yo también soy hija de una familia sin muertos. Y lo cierto es que no sé qué sentir al respecto. Salvo por dos abuelas, una que murió en mi temprana niñez y otra que murió de manera tan trágica que hasta hoy creo fue a comprar cigarros y pronto volverá, jamás me he enfrentado a la muerte. Por tanto, solo divisé su oscura sombra cuando estas obras me fueron presentadas y muy pronto descubrí que pese a que la muerte es inherente a mi humanidad, me parece ajena y remota.
El protagonista de la obra de Tolstoi es Iván Ilich, un tipo exitoso con un buen trabajo y un sueldo abultado. Sin embargo, al adentrarse en la lectura se puede ver que Ilich no era sino un pobre diablo que ante su insensibilidad frente al mundo, se volcó hacia el dinero y la posición social. A partir de eso, todas las decisiones que tomó en su vida fueron las de un burócrata en busca de poder. Por su parte Kanji Watanabe, protagonista de Ikiru, era un hombre solitario, sin mayores pretensiones y consumido por el letargo de su trabajo. En la oficina era muy bien apodado como “la momia” y eso era en realidad: una momia que no tenía el afecto de nadie, una momia a quien la vida ya había dejado en el olvido y en la soledad. Estos dos personajes tienen algo muy importante en común: la llegada de una mortal enfermedad que pondrá en tela de juicio toda acción perpetrada antes de enterarse de la fatal noticia.
Vivimos como si no fuéramos a morir, ignoramos que tenemos fecha de vencimiento como si nadie nos lo hubiera advertido. Probablemente comenzamos a morir desde el minuto de la concepción: en el mismo momento en que comienza la vida, comienza también la cuenta regresiva para dejarnos caer en los fríos brazos de la muerte. Sin embargo, no tomamos conciencia de esto hasta que un día la muerte llama a nuestra puerta y sin mayor deferencia nos anuncia que nos ha estado esperando por siempre. Esa es la situación de Iván Ilich y de Kanji Watanabe quienes no vivieron hasta el momento de enterarse que iban a morir. Qué suerte la de ellos, ser notificados meses antes de que se les acabara la vida: era una tregua. Podían atormentarse y sumirse en el oscuro y eterno túnel que los conduce a mejor vida; o bien, podían intentar hacer algo para sacar su vida de la infamia de quien ni falta haría en este mundo.
¿Qué camino tomaron nuestros personajes? Ivan Ilich tomó el camino de la negación. Desde que se cayó y comenzó a sentir un dolor agudo en el costado, decidió ignorar su condición de mortal y prefirió seguir sumido en su banal y frívola forma de vivir. Ilich miraba a su mujer e hijos con desdén mientras que su familia no le guardaba estima tampoco. Por tanto cuando lo atacó la enfermedad, Iván Ilich comenzó un desesperado y solitario camino hacia la recuperación pues pensaba que otros podían morirse pero no él. Aquella agonía duró mucho tiempo y solo cuando aceptó su fatal destino y se presentó ante la muerte sin resentimientos, pudo aliviar el dolor tanto físico como moral que lo había mantenido en profunda agonía durante meses. Kanji Watanabe, en cambio, tuvo un camino hacia la muerte menos oscuro pero igualmente doloroso. Quizás, se podría decir que en su túnel hubo más luz que oscuridad. Watanabe se enteró de que tenía cáncer al estómago y cayó en una profunda crisis existencial durante la cual solo podía pensar que iba a morir sin haber vivido. Desde que enviudó se había dedicado solo a trabajar y decidió continuar su vida en soledad para dedicar todo su tiempo y dinero a su hijo Mitsuo. Ahora su hijo estaba grande y no daba cuenta de todo cuanto su padre había hecho por él. Watanabe se sintió profundamente abandonado y temió que su muerte, al igual que su vida, pudiera encontrarlo sumido en una profunda soledad. Por tanto, buscó formas de escapar de ese cruel destino, decidió en primer lugar gastar el dinero que nunca había gastado en alcohol y fiestas. Luego conoció a una mujer que sin saberlo, le dio la inspiración que necesitaba para lograr que su vida en última instancia cobrara sentido. Así esperó Watanabe la muerte: resignado pero luchando para sostener el último hilo de vitalidad antes de fenecer.
En este último punto reside justamente la diferencia entre ambos personajes. Iván Ilich era un hombre vividor que solo deseaba una posición social y noches de juego. No había vivido para y por los demás: había vivido para sí mismo, por sus propias satisfacciones. Watanabe, en cambio, había vivido, acaso tan erróneamente como Ilich, por los demás; se había olvidado de sí mismo y comenzó simplemente a dejarse llevar por una existencia que él apoyo en su hijo, pero que no supo cuidar. Ambos hombres eran burgueses, vivían cómodamente y tenían prácticamente todo lo que necesitaban, pero ninguno tenía afecto, apoyo ni comprensión. Ambos se dedicaron a ser meros espectadores del escape de la vida. Solo cuando la muerte llegó y la vida se estaba convirtiendo en pasado, cayeron en cuenta de lo absurdo que había sido su existir.
Tanto Ilich como Watanabe solo pudieron liberarse cuando se resignaron a aceptar la muerte. Lamentablemente Ilich lo hizo unas horas antes de expirar. Por tanto, vivió un largo tormento primero de negación, luego de insoportable sofocación y dolor hasta que por fin alcanzó la paz cuando su atribulado ser dio su brazo a torcer y se dejó vencer: “La vida, una serie de sufrimientos cada vez mayores, volaba más y más deprisa hacia su fin, hacia el sufrimiento más espantoso”, dice Ilich en este proceso de aceptación. Watanabe por su parte, tuvo la suerte de darse cuenta a tiempo de que quería darle sentido a su vida, por tanto regresó a su trabajo y vivió sus últimos días con toda la dignidad posible en un moribundo, procurando que nadie notara su condición. Hizo una última gran obra e inscribió su nombre en los buenos recuerdos de gente desconocida que estaba tan desamparada como él. Esto lo logró ayudando a un grupo de mujeres a conseguir que en su barrio construyeran un parque en el que, paradójicamente, nuestro personaje fue a morir.
Solo reconociendo que no hay batalla posible contra la muerte, sabremos que hay otras peleas mucho más valiosas que ganar antes de partir. Ilich no supo darse cuenta de esto: “Y debe vivir así, al borde del precipicio, completamente solo, sin una sola persona que le comprenda y se compadezca de él”. Por tanto, el tormento de Ilich fue terrible y no pudo escapar de él hasta el último instante de vida. Mientras que Watanabe vivió parte de su agonía así, pero buena parte de ésta la pasó luchando por aprovechar sus últimos momentos. Gracias a este último instante Watanabe se ganó el cariño y la admiración que nunca antes había recibido por parte de sus prójimos. Ilich, por su parte, aun en su lecho de muerte solo le rodeaba el odio que sentía por el mundo y que por supuesto era recíproco.
Mientras Iván Ilich sentía envidia y odiaba a todos los demás seres humanos que gozaban de un aspecto saludable y lleno de vida, Watanabe supo sentirse inspirado por una mujer cuya vitalidad y jovialidad le cambió el curso a sus últimos días. Ese fue el punto de inflexión en la vida de Watanabe y el punto que diferencia a ambas obras. Watanabe se dio una segunda oportunidad, no así Ilich.
“Qué corta es la vida / Enamórate, querida doncella / Mientras tus labios sean rojos / Y antes de que tu pasión se enfríe / Porque no habrá un mañana”.
La vida es tan solo un instante. Lo demás es prepararse para que un segundo cargue el significado de toda la existencia. Ese instante será lo único que quedará cundo se pase a mejor vida y se podrá sinceramente decir que por ese solo instante una vida fue vivida. Eso es lo que le sucedió a Watanabe, sus últimos momentos fueron los únicos vividos y probablemente los únicos que serán recordados. Mientras que Ilich vivió ese instante cuando su alma encontró la paz y puedo exclamar que la muerte ya no existía, que ya había pasado.
Soy hija de una familia sin muertos. Vivo una vida a la que no la acecha la muerte. Pero nunca podré vivir una vida a la que no la alcance la muerte. Eso es lo principal. Quizás no debamos vivir flanqueados por el miedo o la preocupación constante de que en cualquier momento la vida se acaba. No se trata de vivir cada día como si fuera el último, se trata de vivir cada día a la vez. No hay manual que nos oriente sobre cómo enfrentarnos a la muerte, ni mucho menos a la ausencia de esta. Pero cada día se nos presenta una oportunidad para reconocernos como seres para la muerte cuya existencia debe tener significado. O quizás simplemente como dijo Bukowski hay que morir varias veces antes de realmente vivir. Quién sabe. Lo cierto es que Ilich y Watanabe se nos presentan como una preparación para la muerte y no hay que bajar los ojos ante las señales.
Por Cristal: llavedecristal.wordpress.com