Esclarecer la muerte de Pancho Jaime, como tributo a Charlie Hebdo
La discusión sobre
Charlie Hebdo y la libertad de expresión en el Ecuador careció de un elemento muy cercano que los unía: el asesinato de Francisco Jaime, conocido como PJ, editor del semanario satírico Pancho Jaime, en 1989. PJ fue, literal y figurativamente, nuestro Charlie Hebdo: uno artesanal, procaz, nacido de la entraña del machismo costeño misógino y homofóbico, pero, finalmente, un medio satírico que se convirtió en un ícono en los ochentas y cuyo
director-hombre-orquesta, murió acribillado. El problema fue que el crimen se circunscribió al ámbito de la crónica roja, y nunca se leyó como lo que habría sido: un atentado contra la libertad de expresión.
Charlie Hebdo y PJ son muy diferentes en términos de su manufactura —intelectual en el caso parisino; popular costeño, en el guayaquileño— y los contextos sociales en los que se desarrollaron. Charlie Hebdo se inicia en el periodo de la retirada francesa de Argelia, cuando el nacionalismo degaullista trataba de convertirse en un bozal. De ahí su nombre: en honor del presidente
Charles de Gaulle. Por otro lado —según el académico
Xavier Andrade— Pancho Jaime comenzó como un ejercicio libre de pseudo periodismo por parte de PJ. Pero tras una paliza que buscó amedrentarlo, la revista dio un vuelco, convirtiéndose en un medio satírico implacable y obsceno, tanto en su lenguaje como en sus dibujos.
A diferencia del asesinato de PJ, la masacre de Charlie Hebdo generó una solidaridad natural con las víctimas. Gente de todos los rincones y tendencias se llamaron Charlie. Incluso aquellos que ejercen el triste privilegio de perseguir a la prensa, como
nuestro Fernando Alvarado. Los matices del
charlismo también fueron cambiando. Tras la reacción solidaria, que incluyó una
marcha de varios mandatarios por la parisina Plaza de la República, se abrió un interesante debate sobre la libertad de expresión y si deberían existir límites al humor satírico, partiendo de una premisa: la sátira genera una reacción.
Establecer ese límite es en un problema que produce muchas contradicciones. Varios líderes, como
Rafael Correa y el
papa Francisco cuestionaron la provocación de Charlie Hebdo. El Papa dijo que la libertad de expresión puede vulnerar otros derechos, como el de culto, y generar réplicas agresivas. En otras palabras: criticaba el asesinato de los dibujantes del semanario, pero entendía que sus dibujos podían ofender a muchos creyentes. Por ende, decían, se necesitaba limitar el espacio de transgresión. La ministra francesa de Cultura, Christiane Taubira respondió al Papa diciendo que en Francia se respeta la libertad de expresión plena. Pero esa misma semana, el gobierno francés arrestaba al humorista Dieudonné por apología del terrorismo, tras postear en su cuenta de Facebook: “hasta donde sé, me siento como ‘Charlie’ Coulibaly (uno de los terroristas)”. La inconsistencia de los dobles raseros para poner o no límites a la sátira era evidente.
El entuerto se origina por definir qué entendemos como sátira y el espacio que le compete. La prensa satírica es una expresión de libertad extrema en clave de humor que desnuda las miasmas de las sociedades. Genera incomodidad, profana lo sagrado, escarba en las heridas porque, como dijo Patricio Fernández, director del trasgresor medio chileno The Clinic “
no respeta religiones ni filosofías, sino muy por el contrario, son su enemigo predilecto. La razón es simple: la sátira odia lo sagrado. Eso que se cree intocable es lo que más la provoca”. El cuestionamiento feroz está en su ADN, al igual que en el de Private Eye británico, los franceses Le Canard Enchaîné y Charlie Hebdo, y, en el Ecuador —particularmente en los ochentas— revistas como Pancho Jaime.
La sátira es provocadora pero, además, es especialmente necesaria. El humor quita las vestiduras de las vanidades, haciendo más sencillos y humanos a los líderes y a las instituciones. Cuando los asuntos públicos se discuten sin ataduras y con un humor sin cortapisas, se vuelven más abordables e inclusivos. La sola presencia de los medios satíricos es, en muchos sentidos, un termómetro de la tolerancia y la libertad de expresión de cada sociedad. Lo que cambia es la temperatura ambiente. El termómetro puede eventualmente explotar si la temperatura sobrepasa los límites de registro. No es un problema del termómetro sino del exagerado calor.
Los excesos y las ofensas, en sociedades civilizadas, se zanjan en los tribunales. Es ahí donde se deben dirimir esas dos fuerzas: el ejercicio de libertad de expresión en clave de humor y las convenciones sobre lo que se entiende como sus límites. Para muchos, entre los que me incluyo, la naturaleza de la sátira es un valor que les permite a las sociedades ser más transparentes y desprejuiciadas. Eso ha llevado, con el tiempo, a desacralizar todas fuentes de poder y
verdad.
Dirimir lo que puede ser legalmente ofensivo es una cosa. Pero ser asesinado, a sangre fría, es otra, muy distinta. Nada lo justifica. Ninguna ofensa. El ejercicio de un método que está predestinado a provocar como una forma de desacralización es una actividad necesaria para las sociedades. No es un ilícito ni una ofensa inadmisible. Lo que ocurrió con los editores y dibujantes de Charlie Hebdo fue un atentado que no amerita más que repudio. Fue un hecho que nos debe hacer reflexionar sobre cómo está la temperatura ambiente de las sociedades y qué tan necesarios son los termómetros. El calentamiento global no es solo atmosférico, también es geopolítico y local. Esa reflexión va más allá las posturas
cool y los
trendtopics: no se trata de llamarse Charlie o no hacerlo. Lo principal es debatir abiertamente sobre la libertad de expresión, sin imposiciones institucionales que buscan limitarla y sin dobles raseros. La misma lógica debería aplicarse al caso de Pancho Jaime en el Ecuador.
Más allá de las diferencias de origen y tono, los dos medios compartían la esencia de la prensa satírica: la demolición de lo sagrado. En las portadas de Charlie Hebdo pueden aparecer cada uno de los miembros de la Santísima Trinidad, los
Présidents de la République y soldados franceses en claras posturas sexuales, defecando o matándose unos a otros. Lo mismo ocurría con el PJ de los ochentas: políticos, Iglesia y medios eran ridiculizados en clave machista costeña: proliferaban falos y vaginas, o explícitas referencias que apuntaban a la homosexualidad de la
víctima de turno.
Para Andrade, el uso de dibujos y el explícito lenguaje procaz de Pancho Jaime era el equivalente a retratar la violencia política —real y simbólica— que imperaba en el Ecuador de LFC, Abdalá Bucaram y Jaime Nebot. PJ reproducía las imágenes implícitas y explícitas que el “ven para mearte”, el “esperma aguada” y las tanquetas en el Congreso generaban en el inconsciente local. Pancho Jaime era un medio infecto que, paradójicamente, reflejaba la cloaca que era la política teñida de machismo costeño, donde imperaba la balacera verbal de sus
próceres.
El humor mordaz e indiscriminado, generó un público adepto a los dos medios: los jóvenes universitarios parisinos y la clase popular y política costeña. Los lógicos anticuerpos que provocaron las dos publicaciones
estallaron al punto de que dos atentados (separados por 16 años) “borraron” a los dibujantes y editores de estos medios. Mientras que la autoría del atentado de Charlie Hebdo fue vindicada por el extremismo islámico, y generó solidaridad global y nacional, el asesinato de PJ a manos de un sicario sigue como un misterio que nadie quiere resolver. Disfrazado de
ajuste de cuentas por una vulgar venganza, su destino de crónica roja debiera cambiar por el de la justicia y aclaración del caso. Es lo menos que merece el recuerdo de un irreverente medio satírico, que vivió igual destino que el semanario francés: víctima de la violencia intolerante.