Revista Cultura y Ocio
Hay narradores que atraen irresistiblemente por la forma en que escriben sus obras, plenos de exactitud y belleza (Antonio Muñoz Molina); otros, que nos seducen con el fulgor imaginativo que despliegan y con la condición casi glotona de sus adjetivaciones y períodos oracionales (Gabriel García Márquez); otros, que nos imantan con el lirismo incesante de sus páginas (Paco Umbral)... Y hay otra estirpe de escritores, más misteriosa y recóndita, que hacen de la contención un bisturí, y del estilo una seca maniobra expresiva. En este grupo podríamos encuadrar a gentes tan diversas como Faulkner, Hemingway o Henry James.
Precisamente hoy me apetece hablar del último de ellos, por su volumen La muerte del león, una pieza que no alcanza las dimensiones físicas ni la exquisitez de otros volúmenes suyos (Los papeles de Aspern, Otra vuelta de tuerca...) pero que presenta una interesante muestra de sus recursos literarios. Aquí, como en otras obras del neoyorkino (que terminó nacionalizándose inglés al final de su vida), James hace gala de una música verbal muy escondida, muy difusa, que apenas se atreve a salir a la superficie, y que queda supeditada a la finura incisiva de su semántica. Su protagonista es Neil Paraday, un escritor que, cuando ya atesora una edad más bien avanzada, alcanza la celebridad y se ve envuelto en una vorágine de índole social que lo aturulla: damas de buena posición que quieren contar con él en sus fiestas, admiradoras que pretenden conseguir su autógrafo por el mero gusto de tenerlo... Paraday no sabe de su asombro, y su timidez se exacerba hasta el punto de que tiene que refugiarse en los brazos de un joven periodista que tiene que actuar como "escudo humano" ante todas las asechanzas que lo circundan. Al fin, harto de insensateces y con la salud gravemente quebrantada, termina muriendo, mientras su siguiente obra queda inédita.
Henry James nos traslada en este relato una honda reflexión sobre la estupidez de nuestro tiempo (de su tiempo, que inauguraba el nuestro), que trata de convertir al intelectual en una atracción de feria, en un monstruo de barraca, equiparable a un malabarista, una mujer barbuda o un cantante popular: alguien al que se acosa, al que se mira con estupefacción y con gesto sonriente, mientras le pedimos que nos haga una de sus monerías, para aplaudirle y pedirle que nos firme en una hoja de papel. Tal vez la gran pregunta que queda flotando al final de esta novela es: ¿qué escribió realmente Neil Paraday en su siguiente obra? ¿Con qué argumento, con qué personajes, con qué estructura narrativa iba a responder al mundo, frente a su fama hiperbólica e indeseada? Henry James, tan irónico como amable, nos deja que lo imaginemos nosotros mismos.