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La muerte del verbo

Publicado el 06 abril 2010 por Dcarril
La muerte del verbo¿Cuál es el futuro de la palabra? Desde la Carta de Lord Chandos de Hoffmansthal hasta el Tractatus de Wittgenstein, el aspecto sagrado de la palabra está envuelto en un halo de peligro, en el que esta misma palabra se juega su aniquilación. Pero no sólo la palabra. En general, es el aspecto de lo sagrado mismo lo que no encuentra su lugar en un mundo secularizado. La idea ingenua de Mircea Eliade sobre la continuidad de lo sagrado en nuestro mundo es un último intento de recuperar una noción perdida. Y con la muerte de lo sagrado, también debe sucederse la muerte de la palabra.
¿Ha muerto realmente lo sagrado? Mircea Eliade detecta modos de sacralizar la vida humana contemporánea en muchas de las actitudes de sus hombres y sus costumbres. Pero esto es sólo una ilusión. Lo sagrado, arrancado por la fuerza de la ciencia y sus aplicaciones prácticas, puede ser quizá redimensionado en esos mismos poderes convertidos en los nuevos procedimientos mágicos de una edad desdivinizada. Pero rápidamente esto se oscurece al constatar que estas sacralizaciones internas a lo secular tienen su propia dimensión, que nunca podría adquirir el sentido primigenio de lo sagrado. La igualdad de funciones y sus vínculos sociales no identifican un modo de poder con otro. Esta redimensión actual de lo sagrado no puede rehabilitar el sentido perdido y primigenio. Puede tener funciones similares, mas no puede reintegrar todo el sentido de su esencia. Su sustitución misma- aún fuera por su propia identidad, su reflejo- lo confirma.
Lo que no implica que no existan intentos semejantes en esa dirección. La práctica filosófica nos demuestra que en la facticidad empírica de lo histórico no existe nunca una línea coherente que acumule tras de sí el resto de los fenómenos de su propio devenir. Habitualmente coexisten múltiples líneas de fuerza que registran una asincronía temporal tal que es preciso hablar de diversidad y pluralidad. Lo que no significa que las fuerzas ajenas a las líneas principales tengan su lugar. Y de esto es precisamente de lo que aquí queremos hablar. Pues el lugar es también el sentido; sin lugar no hay realización coherente. El objeto ha de encontrar ese lugar a toda costa, aún cuando ello signifique la pérdida de un gran sentido. Pero la palabra actual, réplica quizás de la fuerza originaria de lo sagrado, se encuentra perdida en su saturación. La palabra no tiene lugar.
Las consecuencias de la redimensionalidad actual de lo sagrado se vieron pronto: lo sagrado en el mundo contemporáneo no pudo ocupar el lugar que lo sagrado primigenio exigía. Su función sagrada fue, pues, una simple metáfora y quizás un grito de dolor ante la ausencia del sagrado original. ¿Sucederá lo mismo con la palabra? La palabra poética, esencia misma de la palabra, no tiene hoy lugar. La saturación de la palabra ha devenido una impotencia de la palabra, en un mundo en el que cada vez importa menos la función inicial de esa palabra. ¿Serían los grandes poetas conscientes de esa desvalorización? Recordamos al viejo Hölderlin, preso de su locura, tocando un piano roto, degradando a propósito una palabra que, tras alcanzar su cima, debía ser consecuente y descenderla a trompicones. O Celan, desestructurador de la lengua alemana, quien satura las posibilidades de la palabra a fin de que la palabra misma se agote.
En un mundo en el que predomina la imagen, la palabra deja de cumplir su función. En un mundo analfabeto ante lo sacro, la palabra ha de morir. Mientras en los países desarrollados de Europa, en el siglo XVII, el sistema feudal como teoría y estructura de lo social había perecido, gran parte del mundo campesino aún permanecía a oscuras de los grandes progresos de la civilización. Quizás la palabra sea ese viejo espíritu campesino, que en la hora de los avances tecnológicos sin límite sigue persiguiendo su arado, manifestación contemporánea de un último suspiro perdido para siempre en el tiempo. Este campesino, ahogado en el mutismo ante un mundo incomprensible, ya no sabe apenas arar su tierra. Este campesino, que camina lentamente hacia el silencio, es el poeta.

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