Aunque todavía nadie lo sospeche, la Europa de la época en la que fue escrito La muerte en Venecia se acerca con paso firme a la catástrofe de la Primera Guerra Mundial. Mientras tanto, los usos sociales son todavía decimonónicos y los aristócratas, intelectuales y rentistas de distintos países europeos pasan buena parte de su tiempo viajando a lugares turísticos, con hoteles bien acondicionados para tan insignes huéspedes, como Venecia. A uno de estos hoteles, situado en la playa del Lido, acude Gustav von Aschenbanch, un escritor alemán consagrado, que necesita poner distancia con Munich, para pasar un periodo de soledad necesario para garantizar la paz de su espíritu.
Aschenbanch es un representante perfecto de los usos burgueses de su tiempo. Artista de gran éxito y a la vez viudo, cuando el lector lo conoce parece haber renunciado para siempre a la idea del placer, para consagrarse a la búsqueda de la perfección creativa. Bajo su conducta externa perfectamente decorosa se esconde una rica vida interior en la que prevalece una visión racional de su propio arte, el instrumento que cree le va a llevar al encuentro de la perfección, de la belleza absoluta: su punto de vista es claramente apolíneo.
Cuando se piensa en el argumento de esta novela es difícil pensar en una ciudad más adecuada que Venecia para contar el tremendo mazazo pasional que recibe el protagonista cuando contempla por primera vez a Tadzio, el muchachito de aspecto angelical que parece haber puesto el diablo - o la muerte - en su camino para perderlo. De pronto todos los sentidos que estaban adormecidos parecen despertarse en Aschenbanch, doblegando su espíritu de una manera despiadada, transformando al anodino burgués que ha sido hasta entonces en un ferviente admirador de la belleza carnal del muchacho, hasta el punto de que en más de una ocasión está a punto de dejarse llevar por los deseos sin atender a las conveniencias sociales. Para Vargas Llosa, el civilizado Aschenganch ha sido conquistado por los deseos más primitivos, sin que sepa ni quiera volver al comedimiento que le caracteriza:
"Embridar los deseos y las pasiones de los individuos de modo que los apetitos particulares, azuzados por la imaginación, no pongan en peligro al cuerpo gregario, es la definición misma de la idea de civilización."
Venecia es una ciudad tan singular, tan bella, que es capaz de enfermar a sus visitantes. Una urbe que ha sabido hacer de la decadencia su marca de identidad, cuyos laberínticos callejones esconden rincones perturbadores por su misterio. Pero también es un lugar que puede resultar malsano, por sus olores, por su suciedad, por la concentración destructiva de turistas. A veces es una ciudad tan turbia como sus aguas y otras se presenta tan transparente como sus cielos primaverales. Aschenbanch ha caído irremediablemente presa del hechizo de la ciudad y no puede abandonarla aunque lo intente (de hecho, se alegra de inmediato cuando se tuercen sus planes de huir de allí). Está demasiado embelesado por el misterio de Tadzio, su ángel de la muerte, al que sigue por las tortuosas callejuelas de una Venecia que no puede ya ocultar la epidemia que se ceba con ella. Tadzio es la belleza, la perfección y el misterio de lo absoluto, todo ello encarnado en un ser al que nunca se atreverá siquiera a tocar, quizá para que no se rompa el sortilegio de esos días sublimes y terribles:
"Pues el hombre ama y respeta al hombre mientras no se halle en condiciones de juzgarlo, y el deseo vehemente es el resultado de un conocimiento imperfecto."
¿Quién es Tadzio? ¿Un joven inocente ajeno a los deseos de su admirador o alguien mucho más pícaro, que entra en el juego de seducción y miradas, más por curiosidad que por otra cosa? Eso no reviste gran importancia. Tadzio es simplemente el acicate que opera la gran transformación en el espíritu del protagonista, algo que le resultará fatal a la postre. Hasta ese momento la relación de Aschenbanch con el mundo ha sido la misma que el crítico teatral tiene con la obra que contempla: está allí para juzgar, no para participar. Cuando sus impulsos le instan a participar como protagonista en la obra, algo dentro de él se rompe: de pronto el mayor de sus temores, el de hacer el ridículo, queda atrás y es capaz de maquillarse y arreglarse con un coquetería desconocida hasta entonces con tal de seducir al joven. Pero es incapaz en todas las ocasiones de dar el último paso, el paso definitivo, el que sin duda lo perderá. Antes de eso prefiere salir del escenario que ha visitado tan breve como tímidamente, pues no puede resistir emociones tan intensas como desconocidas. El artista que creía saberlo todo acerca del mundo, se descubre de pronto desnudo.
La película de Visconti plasmó de manera sublime el espíritu de la novela, una tarea que puede antojarse titánica. El Aschenbanch de Visconti cambia su profesión literaria por la musical, pero sigue siendo el mismo ser introvertido y taciturno que se escuda del mundo bajo un grueso barniz de intelectualidad. La playa del Lido y la Venecia de la película parecen pinturas impresionistas tocadas por una muerte acechante y escondida en un Tadzio enormemente perturbador. Quizá fue un personaje tan icónico y poderoso lo que acabó destruyendo la vida de quien lo encarnó, Bjorn Andresen.