ACTO 1. La vida pasa.
La jornada emergió azul; la brisa, suave; el sol, humano. La luz del día penetraba entre las oquedades del cortinaje, ofensiva, insultante, encumbrando el desorden, la anarquía de aquella desconsolada habitación de hotel. Se oteaba el mar. Ella, allí sentada; absorta, en el vidrio de la ventana se reflejaba su mirada cansina; sus ojos perdidos en el horizonte, la sombra de su existencia irradiada en el batir de las olas. Estremecida, la vida que va y viene, la vida que te moja, que te cala, que te empapa... Así estaba, meditabunda, abstraída, ensimismada, cautiva de sus aprietos, presa de sus problemas, esclava de sus ahogos. Los minutos que pasan, las horas que se suceden, el día que cae, que huye, el sol perezoso, camino del ocaso. Nubes de crepúsculo, frío, sus sueños, sus ilusiones saturadas de tristeza, de estruendos, de sal y de arena. Allí estaba, barruntando pensamientos, la vida convertida en una ruina, devastada, calamitosa; el ruido de sus angustias, ! la cantinela de sus obsesiones, le impidió escuchar el eco de su consciencia, raída, huérfana de satisfacciones, su cerebro martilleaba a consternación, a desesperanza.
ACTO 2. Desde la ventana
El azul del cielo devino gris, tal vez negro; una soledad prepotente, vacía, inmensa, envolvió su contorno, su cuerpo sudoroso, su mente desgastada naufragaba en un mar hórrido, atroz, como si la bolsa amniótica de la existencia se hubiera roto hecha añicos, fragmentada en mil pedazos. En ese momento abrió el ventanal que le permitía ver el mundo, cortó el cordón umbilical que le unía a la vida y, retando a la ley de la gravedad, se arrojó al vacío. Mientras su cuerpo peregrinaba por el acantilado de la muerte, caviló en el mas allá: ¡puta vida!, no había túnel oscuro, ni luz cegadora, ni siquiera vio su vida despedazada en fotogramas; ni su espíritu, ni su alma, se transmutaron reencarnándose en un ave, o simplemente en aire, en viento, en polvo: nada, sólo le asaltó el vértigo infinito del fracaso. Mientras se arrepentía, como siempre, percibió que la vida le había vuelto a engañar, pero esta vez no se dejó vencer y, antes de chocar contra el sue! lo, dejó de respirar traicionando así a la muerte. Quedó allí extendida, garabateada en el asfalto. Yo sólo la vi caer.
ACTO 3: Yo sólo la vi caer.
Observé su mirada añil, su belleza, su rostro de princesa, y me sorprendió que su sangre no fuera azul. ¡Ojalá la hubiera conocido antes!, para auxiliarla, para socorrerla, para abrazar su hombro y susurrarle al oído que siempre, en cualquier circunstancia, es mejor existir. Abochornado por mi osadía, me desleí en esos pensamientos y sentí frío, el mismo que envuelve al embustero, el mismo que encubre al farsante: ¿quién soy yo para enjuiciar sus actos?, ni siquiera conozco su nombre. Ella, me da igual como se llamara, tuvo valor, se lanzó al vacío y libremente eligió expirar, morir. ¿Yo?, no tengo agallas, ni siquiera cojones para pensarlo, yo solo soy un esclavo, un presidiario de las mazmorras de la vida. ¿Quién coño me he creído? ¿Quién soy yo para decirle no temas, es mejor vivir? Quizás un mequetrefe, tal vez un majadero, un mentecato. Tendría que borrar estas líneas, desmembrar estas frases, deshacer mi indolencia, pero ya no puedo, no soy ca! paz. Yo sólo la vi caer, como pluma de ánade que bambolea el viento, como cometa perdida rebuscando una mano, y conjeturé sus últimos pensamientos, imaginé sus postreras divagaciones y me atreví a escribir esta mierda de relato. Ni siquiera conocía su nombre, yo sólo la vi caer, quedó allí tendida, extinta, su cuerpo eviscerado, descoyuntado, naufragando en un océano de sangre. Sí, por jodida que sea la subsistencia, por lacerante que sea la vida, le hubiera dicho que siempre es mejor existir. Lo siento, yo sólo la vi caer desde la ventana, y la miré a los ojos.
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Texto: Xavier Blanco