Revista Cine
Peter Jackson debería pasar a la historia del cine por razones distintas a la de convertir en imágenes la Tierra Media descrita por Tolkien en El señor de los anillos o revivir al simio más famoso de la pantalla grande en su versión deKing Kong. Lo más importante que ha hecho el director neozelandés (y quien opine lo contrario tal vez no deba seguir leyendo este artículo) es escoger para uno de los papeles centrales de su película Heavenly creatures (1994) a una actriz de 18 años cuya experiencia en pantallas se limitaba a algunos comerciales televisivos y una sitcom sin éxito. La jovencita era Kate Elizabeth Winslet, hija, nieta y hermana de actores británicos, dueña de un rostro ambiguo, hermoso pero brusco, que le permite encajar en cualquier tipo de personaje sin mucho esfuerzo, desde la noble princesa de A kid in King Arthur’s court (1995) hasta la criada de Quills (2000)
Cuando le dieron la noticia de que había sido escogida, Kate estaba armándole un sánduche de pavo a uno de los clientes del delicatesen donde trabajaba para completar sus ingresos. El llanto fue imposible de atajar y el sánduche se quedó a medio hacer mientras ella salía corriendo del local, llena de emoción. Si algo tiene que ver el primer papel de cine de un actor con la suerte de su carrera, la interpretación de Juliet Hulme, la señorita inglesa refinada y cuasi histérica que compuso Winslet en Heavenly creatures, donde debía reír como una poseída, llorar a mares, toser enferma de tuberculosis, correr agitando los brazos en medio de un valle verde y florido, cual Julie Andrews en The sound of music, cantar y mostrar una actitud fría y temible al cometer un asesinato, reflejan la versatilidad de esta estrella inclasificable, capaz de renunciar a proyectos seguros como Shakespeare in love (1998) donde iba a tener el papel que le dio el Oscar a Gwyneth Paltrow, por películas que la reten como actriz; que nunca nos aburre porque siempre nos muestra que es capaz de una nueva transformación, más compleja que la anterior.
En una escena de la película, Juliet sale corriendo de una sala de cine y luego de besar el cartel de The great Caruso (porque su amor platónico es Mario Lanza) se acerca a un pordiosero y lo abraza, como agradeciéndole algo. Ese pordiosero es Peter Jackson en uno de sus acostumbrados cameos, y el agradecimiento era válido porque con su participación en esta película, Winslet consigue el suficiente reconocimiento para ser llamada por Ang Lee a probar suerte en Sense and sensibility (1995) donde deslumbra a la crítica con una interpretación que le brinda sus primeras candidaturas al Oscar y al Globo y con el que gana el Bafta como actriz de reparto. Una estrella había nacido.
La mujer que corre Kate Winslet se ve bien corriendo. Corre por un muelle de madera en Heavenly creatures, vistiendo traje de baño enterizo azul, con un estampado de moños rojos que la hace parecer un regalo, un regalo de piel y músculos que se muestran sin pudor. Corre por la borda del Titanic (1997) con el pelo rojo encendido, suelto, junto a su amigo del alma de ahí en adelante, Leonardo DiCaprio, con quien deberá compartir la fortuna y la tragedia de ser las estrellas de la película más taquillera de la historia. Corría medio borracha, interpretando a la actriz irlandesa Iris Murdoch en Iris (2001) papel que le daría su tercera nominación al Oscar. Corre muerta de la risa sobre un lago congelado en Eternal sunshine of the spotless mind (2004), convertida en Clementine, una de las 100 mejores interpretaciones de todos los tiempos según la selección hecha por la revista Premiere en 2006. Y corrió, hace un par de años, para gritar y escapar de la vida rutinaria que le ofrecía su marido, otra vez DiCaprio, en la maravillosa y poco valorada Revolutionary road (2008).
Verla corriendo es disfrutar la metáfora más adecuada de lo que ha sido su trayectoria, una verdadera competencia de velocidad para llegar más y más lejos. Cada vez que Kate Winslet es nominada a un Oscar vuelve a convertirse en la actriz más joven en recibir esa cantidad de nominaciones. Hoy, con las seis que tiene, es la única intérprete en ejercicio (si Dakota Fanning y Abigail Breslin no hacen algo para volver más serias sus carreras) con posibilidades reales de superar el record de quince nominaciones que ostenta Meryl Streep. Porque sin apartarse del material comercial, Winslet ha hecho de la selección de personajes la clave para convertirse en la mejor actriz de su generación (otra vez, quien no esté de acuerdo, es mejor que se abstenga de seguir leyendo), con interpretaciones fascinantes que salen de su alma y que no la obligan a imitar personajes históricos archiconocidos (cantantes francesas, reinas inglesas) a alterar su cuerpo (llámese narices postizas, crecimiento de músculos, aumento de kilos) o a intentar ser una desquiciada, como la mayoría de ganadoras del Oscar los últimos 10 años.
Es como si necesitara demostrar a cada instante que es buena. Que su gesto de amargura cuando Helen Hunt le ganó en la competencia del Oscar de 1998 fue sólo un desliz de inmadurez ya superado. Como si nos pidiera perdón por ese alarde de soberbia. Por eso las palabras de Marione Cotillard cuando presentaba su nominación en la ceremonia de 2009, donde por fin la estatuilla dorada terminó en sus manos gracias a su papel de guardiana nazi analfabeta en The reader (2008) son totalmente ciertas: su gran virtud es que el público nunca pierde la conexión con el personaje representado, que nunca estamos viendo a Kate Winslet corriendo, o a Kate Winslet disfrazada (como nos ocurre tantas veces con Angelina Jolie o con Nicole Kidman) sino a Rose, la mujer decidida en el siglo equivocado (y en el barco equivocado) o a Bitsey Bloom, la periodista que quiere impedir una sentencia de muerte enThe life of David Gale (2003), o a Sarah Pierce, la madre de familia que no siente el amor que debería por sus hijos en Little children (2006). Vemos a través de su rostro, los espíritus de otras personas, mentiras verdaderas; en últimas, vidas en las que podemos creer, el objetivo que cualquier actuación debería tener.
Real actresses have curves
Kate Winslet tiene la fabulosa capacidad de ser otra siendo la misma. Salvo la voz, cuyo tono, acento y dicción cambia cada vez que se le antoja de acuerdo con el personaje, siempre vemos a esa mujer de boca generosa, dientes grandes, cejas tupidas y una nariz muy poco respingada que debe hacer babear a los cirujanos plásticos con ganas de uniformar la belleza. Toda ella es redondeada: sus mejillas sobresalientes, sus tetas suntuosas, ese lunar que parte la línea entre su nariz y su boca, las caderas amplias que contagian de amplitud a sus nalgas. Kate es una mujer real, una mujer que no necesita parecer (¿cómo Keira Knightley, como Natalie Portman?) un maniquí famélico para verse hermosa. Y que es más hermosa gracias a su talento.
Hay una frase que Winslet pronuncia encarnando a la Clementine de gestos bruscos, la del amago de paso adelante que acepta a subir al auto que conduce Jim Carrey, la del pelo multicolor: “Bebe. Hará que la seducción sea menos repugnante”. Tal vez sea la única frase que viniendo de sus labios jamás creeríamos. Porque con ella, la seducción siempre será posible. Todos los días y todas las noches.