El capitán pasa la noche en un duermevela febril, danzando entre la vida y la muerte. Tampoco el médico puede dormir, preguntándose qué será de ella. Por la mañana quiere salir del barracón del capitán para interesarse por la mujer, pero no lo dejan. Ahí, a su lado, le dice el sargento, velando por su vida. Al día siguiente el capitán despierta un poco mejor y despacha con los suboficiales. Voy a ajecutarla, les dice, vigiladla bien, que no coma, que no beba, que pene en silencio.
─¿Ahora?, pregunta el sargento.
─No, ahora no, más adelante, cuando pueda disfrutarlo.
El médico ya puede moverse con más libertad e intenta ayudarla, curarla, llevarle un mendrugo de pan siquiera, un sorbo de agua, pero no lo dejan. Habla con sus compañeros, para que medien, pero nadie quiere arriesgarse. No por ella, no por esa mujer. Pero el médico porfía, ruega, explica, presiona, soborna, y por la noche consigue verla un momento.
─Por qué lo hiciste, pregunta él, por qué.
Ella no responde. Apenas hay luz en el calabozo, pero en sus ojos aún brillan los reproches: no viniste, cobarde, no viniste.
─No pude, se excusa él.
Ella no lo cree, pero le cuenta por qué intentó matar al capitán: por venganza.
─¿Qué venganza?
─Él asesinó a mi esposo.
─¿Cómo lo sabes?
─Lo sé.
─Pues ahora quiere matarte a ti también.
─Me da igual.
Y aunque no ella no se lo pide, el médico le promete que no la dejará morir.