Al médico lo despertó un grito de dolor, un grito que primero se incorporó al sueño y después se prolongó en la vigilia. Se levantó algo aturdido, rodeado por los murmullos de quienes se habían espabilado antes que él y salió del barracón. La noche estaba avanzada y una luna en menguante iluminaba el paisaje con un claror azulado. Vió pasar a la guardia armada frente a él y perderse dentro del puesto de mando, a cuya entrada muchos se apiñaban queriendo hacer averiguaciones. Al cabo de unos momentos el sagento salió del puesto, le dijo que el capitán lo mandaba llamar y, sin más explicaciones, lo tomó por el brazo y lo llevó adentro, donde vio al capitán tendido en su lecho y a una mujer tirada en el suelo: su mujer, pero también la de él. Hizo ademán de arrodillarse junto a ella pero la voz del capitán lo cortó con aspereza. «No es a ella a quien tienes que atender, sino a mí. La muy perra trató de acuchillarme». Y ordenó a la guardia que se la llevara y la encerrase en el calabozo.
La mujer, la de él, pero también la suya, alzó apenas la cabeza, tenía el rostro tumefacto y ensangrentado, las manos esposadas y el vestido desgarrado por algunos sitios. Aunque sus labios no se despegaron −no podían hacerlo−, sus ojos le lanzaron una mirada interrogante y llena de reproches.