Un día desperté transformado en cocodrilo. Al principio pensé que era un asunto extraño, que nadie había vivido antes. Pero luego recordé a Gregorio Samsa, ese que despertó un día transformado en escarabajo o cucarrón.
Traté de llorar, pero de manera previsible sólo lágrimas de cocodrilo salieron de mis ojos. En mi cama no había nadie, así que pensé que tal vez, con un poco de suerte, la casa estuviera vacía y mi transformación pasaría inadvertida. Pero aquel consuelo duró poco, pues unos segundos más tarde la puerta se abrió de repente.
Pensé en el terror que sentiría mi amada al verme. Los gritos, que sin duda atraerían a los vecinos dispuestos a matar a aquel reptil que yo era, el espanto, el infinito miedo al pensarse devorada, y luego el dolor y la soledad como única consecuencia. Pero nada de aquello pasó, ni terror, ni espanto, ni miedo. Nada de eso.
En cambio me miró largamente y luego se desnudó y se metió en la cama. Estuvimos varias horas metidos bajo las cobijas, como si se tratara de un río en el cuál nos sumergimos entre giros y rugidos. Cuidé siempre que mis dientes no rompieran su piel. Cuidé que mis garras no hicieran jirones su cuerpo. Cuidé que mis escamas no lastimaran sus manos. Pero a ella poco le importaba aquello. Entre giros me atrapaba. Se metía en mi boca abierta y me tentaba a que la cerrara.
Cuando de repente se llenó de agua me revolqué en ella, cocodrilo de agua dulce. Cuando cansados nos sobrevino el sueño me sumergí en su sudor, cocodrilo de agua salada.
La mañana siguiente mi cuerpo era, de nuevo, aquel que siempre había sido, sin escamas, sin garras, sin dientes.
No encontré rastro suyo en la cama. Pero en el piso, marcando el camino hacia la puerta, huellas de garras amplias como platos aruñaban el piso y marcas de dientes tallaban la manija de la puerta.
Hasta el día de hoy sigo esperando que aquel cocodrilo vuelva a despertar conmigo.