Revista Cultura y Ocio

La mujer judía en la España medieval (I)

Por Pablet
Resultado de imagen de La mujer judía en la España medievalLA MUJER JUDIA HISPANA EN SU VIDA PRIVADA 2.1. 
La mujer en el seno de la familia judía hispana 
En las comunidades hebreas de la Edad Media el núcleo básico de organización social es la familia, entendida en sentido estricto o familia conyugal —el matrimonio con o sin hijos—, o en sentido amplio —todos los individuos ligados por los mismos lazos de sangre y parentesco—. Aun cuando no existen elementos suficientes que permitan asegurarlo con certeza absoluta, parece claro que desde la más remota antigüedad la familia judía se organiza según su «estricto régimen patriarcal», lo que en la Edad Media hispana puede observarse tanto en la frecuente omisión de la esposa y madre en las escasas noticias que la documentación medieval ha conservado sobre la familia judía, como en las referencias genealógicas y onomásticas .


Así, la individualización de la persona judía se realiza por la filiación, y ésta viene siempre dada por el nombre paterno ^, siendo muy rara una filiación por línea femenina.
Resultado de imagen de La mujer judía en la España medievalLa onomástica contribuye también a reafirmar la hipótesis de la familia patriarcal, ya que por regla general los hijos mayores, fueran varones o hembras, reciben el nombre de sus abuelos paternos. Así, pues, y en virtud de su carácter patriarcal, el varón ejerce la autoridad suprema de la familia judía ^ en tanto que el papel de la mujer queda prácticamente limitado, al cumplimiento de las obligaciones derivadas de su condición de esposa y madre, así como a la realización de los trabajos domésticos. De este modo, en las relaciones familiares pueden apreciarse algunos rasgos de la manifiesta inferioridad jurídica de la mujer en la sociedad judía medieval.
En tanto permanecía soltera, la mujer se encontraba en una situación de inferioridad jurídica, estrictamente sometida a la autoridad del padre, o de un tutor en el caso de fallecimiento de éste. Al contraer matrimonio la mujer quedaba bajo la autoridad del marido, a quien debía obediencia, fidelidad y afecto. Para la educación moral, religiosa y civil de la mujer, el marido tenía una autoridad sin límites, de tal forma que, incluso, el Derecho penal no consideraba como punibles las heridas y los golpes infligidos por el marido a su mujer —lo mismo que los del padre al hijo menor de edad, o los del maestro al discípulo—, ya que el Derecho presupone que el castigo tiene como finalidad la corrección y enmienda.
Por otra parte, y como veremos más adelante con mayor detenimiento, todos los bienes que la mujer aportaba al matrimonio como dote.así como los que heredaba y los que adquiría con su trabajo, pertenecían al marido, quien podía disponer de ellos libremente, como si fueran de su entera propiedad. En estrecha conexión con todo ello, las mujeres casadas no tenían capacidad para realizar donaciones de bienes sin la autorización de su marido. No obstante todo lo dicho hasta aquí, y a pesar de algunas burlas y sátiras misóginas ^ —algunas de origen no judío—, el sentimiento que rodea a la mujer es el de afecto y respeto. Es este el sentimiento que expresa de forma magnífica el poema «Eshet Hayil» («La mujer fuerte»), que se contiene en el capítulo XXXI, versículos 10-31, del Libro de los Proverbios''.
Se trata de uno de los poemas más bellos de la Biblia, fuente de inspiración para obras como La perfecta casada de fray Luis de León o el De Institutione feminae christianae de Luis Vives, y en el que se traza el cuadro de la mujer judía ideal, constituyendo un auténtico abecedario de la buena ama de casa. Pese a que algunos autores han visto en este poema un sentido alegórico, de tal forma que con él se pretendería una glorificación de la Ley judía, del Shabat o de la «Shekhina» (la «presencia divina», en círculos cabalísticos), nada le priva del innegable homenaje que rinde a la mujer, «revestida de fuerza y dignidad», «que abre la boca con sabiduría», «cuya enseñanza es bondadosa», y «a la que sus hijos felicitan y su marido elogia». 
La religión judía consideraba al «matrimonio» como el estado social perfecto, de tal modo que una máxima talmúdica maldice al judío que deja pasar la edad de veinte años sin contraer matrimonio. Para el judaismo la vocación del hombre y de la mujer debe ser la unión fecunda, lo que tiene su justificación en el precepto divino de «creced y multiplicaos» (Génesis, I, 28). Por ello continuamente se exaltan las instituciones de la familia y del matrimonio; en época postbíblica la legislación rabínica favoreció los matrimonios en edad temprana, de tal modo que la edad mínima para contraer matrimonio se fijaba en trece años para los varones y en doce para las mujeres .
Así, pues, la mujer judía, al igual que la mujer cristiana, era educada primordialmente para el matrimonio y para la maternidad. Teniendo en cuenta que en el mundo medieval era fundamental la perpetuación del linaje, la mayor honra que a una mujer podía caber era el proporcionar descendencia a su marido. A ello se unía entre los judíos la imperiosa necesidad de procreación para perpetuar el grupo, a lo que muy probablemente pueda deberse la mayor fertilidad de los matrimonios judíos, con respecto a los matrimonios cristianos, en la España medieval.
Por ello, la esterilidad de un matrimonio era causa de deshonra para la mujer, y podía, incluso, ser motivo de la disolución del vínculo matrimonial. Con la misma finalidad de favorecer la procreación, la ley judía permite la «poligamia», y éste parece que fue el estado matrimonial propio de los judíos en la Antigüedad. Sin embargo, desde el siglo xi termina imponiéndose el «matrimonio monogámico» en todas las comunidades hebreas europeas, por la decidida acción de los autores rabínicos, que tenían como uno de sus objetivos prioritarios la mejora de la condición legal y social de la mujer. La poligamia persistió durante mayor tiempo en las comunidades del mundo mediterráneo, especialmente en el mediodía francés y en la Península Ibérica —todavía en el siglo xiii era práctica usual en las comunidades hebreas aragonesas—, pero a lo largo de la Baja Edad Media desapareció paulatinamente.
El «matrimonio judío» se sustenta en la «ketubah» o contrato nupcial otorgado por el futuro marido a la novia, en la que se regulan todas las condiciones del matrimonio: se especifica la promesa de fidelidad, protección y sustento por parte del marido a la mujer, y se fijan la dote que entregará el novio a la novia y el ajuar que aportará ésta. La «ketubah» se trata, en definitiva, de un documento que procuraba la protección de la mujer en el matrimonio.
Esta pretensión de garantizar la condición de la mujer al contraer matrimonio queda claramente manifiesta en las «Taqqanot» u Ordenanzas redactadas en el año 1432 por una comisión de notables judíos y de representantes de las aljamas del reino de Castilla que, bajo la presidencia de don Abraham Bienveniste, rabi mayor de los judíos de Castilla, y con el beneplácito de don Alvaro de Luna, se reunió en Valladolid con el fin de redactar unos estatutos que en adelante sirvieran como norma de gobierno para todas las comunidades hebreas castellanas. El capítulo tercero de estas «Taqqanot» se ocupa de la regulación del tema de los matrimonios, estableciendo diversas disposiciones que tratan de garantizar la condición de la mujer:
1. Se prohibe acudir a reyes o a señores con el fin de obtener cartas que forzasen la voluntad de los contrayentes.
2. Se prohibe hacerse acompañar de autoridades cristianas a fin de presionar a mujeres honradas a aceptar el matrimonio.
3. Los desposorios habrían de celebrarse en presencia de diez testigos, parientes y ancianos judíos (los «diez adultos de Israel»), y ante el padre o el hermano de la novia, que otorgaban el consentimiento al matrimonio, entregaban a la joven y bendecían las arras.
Por otra parte, en ocasiones los padres de la novia exigían del novio un compromiso formal de no repudiar nunca a su mujer. Asimismo era muy frecuente que en el contrato de esponsales el novio se comprometiera a tratar siempre bien a su esposa, lo que invita a pensar que los malos tratos a las mujeres por parte de sus maridos debían ser frecuentes, especialmente en los estratos sociales más bajos. El matrimonio era, en general, más el resultado de una conveniencia que de un amor sincero entre los contrayentes.
Con frecuencia en las familias más poderosas servía como sello de un compromiso entre dos familias, que muchas veces se suscribía siendo menores de edad los futuros contrayentes. De esta forma se conseguía estrechar lazos entre dos familias o se evitaba la dispersión del patrimonio familiar. Esta realidad provocó una fuerte endogamia en las familias más poderosas, con matrimonios frecuentes entre primos hermanos. 
Como ya he señalado anteriormente, la finalidad primordial del matrimonio era la «procreación», de tal modo que se asegurara la perpetuación del linaje. Por ello, la ley judía creó una institución peculiar conocida con el nombre de «levirato», que aparece regulada en el capítulo XXV, versículos 5 y 6 del Deuteronomio:
5. Cuando unos hermanos vivan juntos y uno de ellos muera sin tener un hijo, la mujer del difunto no habrá de casarse fuera con hombre extraño; su cuñado se llegará a ella y la tomará por esposa y cumplirá con ella la ley del levirato.
6. El primogénito que ella dé a luz deberá llevar el nombre del hermano difunto, para que su nombre no sea borrado de Israel.» Asi pues, si una mujer quedaba viuda sin haber dado descendencia a su marido, uno de los hermanos del difunto debía contraer matrimonio con ella, una vez que hubieran transcurrido los tres meses de duelo obligado, y siempre que hubiera uno que pudiera cumplir con ello sin romper otro compromiso anterior. Si habiendo un hermano del difunto en condiciones de contraer matrimonio no lo hiciera, ni la viuda ni él mismo podrían casarse en tanto ésta no le librara de la obligación mediante la ceremonia de la «baliza», regulada en los versículos 7 a 10 del capítulo XXV del Deuteronomio, y que tenía por objeto humillar públicamente al hermano del difunto, que se negaba a perpetuar su linaje:
7. Pero si al hombre no le agrada tomar a su cuñada, ésta subirá a la puerta adonde los ancianos, y dirá: "Mi cuñado se niega a perpetuar el nombre de su hermano en Israel; no quiere cumplirme la ley del levirato."
8. Entonces los ancianos de aquella ciudad le llamarán para interpelarle. Si se presenta y dice: "No me agrada desposarme con ella".
9. Su cuñada se acercará a él en presencia de los ancianos, le quitará el zapato de su pie y le escupirá a la cara, y, tomando la palabra, dirá: "iAsí se hace con el hombre que rehusa edificar la casa de su hermano!"
10. Y se le apodará en Israel: "Familia del descalzado"». Pese a que no existe documentación suficiente que permita asegurar que el levirato se practicaba frecuentemente en las comunidades hebreas hispanas, todo hace pensar que así debía ser, ya que en los escritos de los rabinos españoles hay frecuentes alusiones al levirato, otorgándole siempre prioridad sobre la «baliza»
La esterilidad de un matrimonio podía ser causa de la ruptura del vínculo contractual. Así, la ley permitía que al cabo de diez años de relaciones infecundas el marido otorgara a su mujer «carta de repudio» o de «guete». Pese a esta permisividad de la ley, los autores rabínicos medievales —como hemos visto antes, abiertamente partidarios de la monogamia— consideran el divorcio como un atentado contra el matrimonio monogámico, incluso en los casos de ausencia de hijos. La ley judía condena sin paliativos el «adulterio» pero, por el contrario, tolera el «concubinato», justificado por sus relativamente frecuentes referencias en la Biblia. Algo similar sucede en la sociedad cristiana medieval, en la que asimismo se toleraba.
El Talmud no resuelve con claridad el tema del concubinato, pero sí existe alguna alusión a él en los autores rabínicos; para éstos una concubina es una mujer con la que se cohabita y con la que existe una promesa matrimonial, pero a la que todavía no se ha otorgado la «ketubah», por lo que no se trata de la esposa legítima. Diferente del concubinato era la simple «cohabitación», no regulada por la ley y que entraba en el ámbito de la moral.
En estos casos la mujer tenía plena libertad para abandonar al hombre cuando lo deseara. En el caso de relaciones de este tipo entre amo y criada, la familia de ésta podía solicitar en cualquier momento la anulación del contrato de servicio doméstico que la ligaba a su amo. Precisamente fue la posibilidad de abusos sexuales de los señores con sus criadas, así como el temor al proselitismo religioso judío, lo que motivó las reiteradas prohibiciones de las autoridades eclesiásticas y de las Cortes bajomedievales castellanas para que los judíos tuvieran en sus casas criadas o nodrizas cristianas.
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