En los últimos meses, la cabecera de Al margen ha venido mostrando una serie de fotografías, realizadas en su mayor parte en abril de 2009, titulada Paisajes de una novela: La mujer muerta. No han sido colocados ahí por casualidad. Tenían que ver con el cumpleaños de la novela con la que, desde que nació, allá por el año 1992, hasta hoy, me he sentido más desasosegado y, a la vez, más satisfecho. También ha sido, de todas las mías, la que más tiempo y trabajo me llevó escribir: tres reescrituras a lo largo de 6 años -hasta que fue publicada por Espasa en 2000- en los que las dudas, la incertidumbre, el dolor (los últimos capítulos los escribí en las noches eternas en las que acompañé a mi madre en el hospital, en febrero de 1998) y la sensación de estar tanteando un territorio extraño, turbio y apasionante a la vez, se fueron entremezclando hasta dar lugar a una obra ante la que yo mismo (me ha ocurrido mientras releía, revisaba y corregía galeradas para la nueva edición en Rey Lear hace solo unos meses), me encuentro sumido en una inquietud rara. Tiene, para mí (del mismo modo que lo tuvo para algunos lectores que, para hablarme de ello, se dirigieron a mí cuando apareció), un extraño poder, es como una maraña envolvente que acaba atrapándote en un mundo de cuya realidad te enamoras y, a la vez, dudas. Atrae y aturde. Fascina y asusta.
Los orígenes de La mujer muerta.
Muchas veces me he preguntado dónde, en mi vida, está el origen de esa narración. Quizá naciera, somo semilla en letargo, a mediados de los años 70 del pasado siglo, cuando, viajando con mi padre por trochas y carreteras casi abandonadas en el vértice norte de la entonces provincia de Madrid, dimos con un pueblo, situado en el fondo de un valle y allá donde la calzada moría llamado La Puebla de la Sierra. Ese pueblo de casas de piedra, entonces medio abandonado, rodeado de grandes bosques y de cumbres próximas a los 2.000 metros, como perdido del mundo y, a la vez, situado en Madrid, se quedó grabado en mi mente con la fuerza de los más perturbadores descubrimientos. Supe después que hasta finales de los años cuarenta se llamó La Puebla de la Mujer Muerta y que careció de electricidad hasta bien avanzados los años sesenta.
La Puebla de la Sierra en 2009. PerspectivaPero aquella semilla en letargo encontró un inesperado abono gracias a Malva, mi hija. Era muy niña, quizá tenía cinco años de edad, fue a finales de los ochenta, al regresar de una granja escuela (un viejo molino rehabilitado y reutilizado), situada a poco más una hora de Madrid, entre Riaza y Ayllón. Nos contó que, en una de las excursiones a las que la llevaron, visitó un pueblo deshabitado en el que sólo una mujer muy vieja, vestida de luto, deambulaba entre las casas vacíos y entre las ruinas de los muros de piedra. ¿Un pueblo deshabitado a poco más d una hora de Madrid? Me seducía aquella idea, me fascinaba el contraste entre una capital con casi 4 millones de habitantes conviviendo con pequeños pueblos que parecían varados en algún remoto lugar del Pirineo o de la montaña leonesa. Como mi visión de La Puebla una década antes, la historia de mi hija ocupó un nuevo espacio ese raro almacén mental donde los escritores guardamos, en letargo, imágenes, ideas, recuerdos, que algún día despiertan para formar parte de un poema o de una novela (o, por el contrario, quedan dormidos para siempre). Ambas imágenes convivían con el sueño (¿quién no lo ha tenido?) de vivir por un tiempo en un lugar perdido, escribiendo y conviviendo con la naturaleza y, hasta cierto punto, con la soledad.
La piel del lobo, de Hans Lebert: el impulso imprevisto.
Pero la novela irrumpió en mi vida, de manera inesperada, en 1992. Y lo hizo con un fuerza después de la lectura de una novela extraordinaria, La piel del lobo, del austriaco Hans Lebert. Aquel libro, leído por recomendación de Constantino Bértolo, me mostró la existencia , en la Austria profunda, de un mundo rural apacible, hasta cierto punto convencional, tras el que vivían, aletargados y ocultos, los fantasmas y las perversiones del nazismo listas para renacer en el momento propicio. Un mundo de bosques impenetrables, de fantasmas, de ocultas vergüenzas y de venganzas. Pues bien, yo sabía que no lejos de aquel pueblo idílico de la sierra del Rincón, al otro lado de las montañas que le rodean, se habían producido duros enfrentamientos durante nuestra guerra civil, sabía del frente de Somosierra y de la sucesión de campos de trabajo y destacamentos penales que se instalaron en la zona en los años de posguerra.
Y me sentí acuciado por la necesidad de construir una historia que respirara en un territorio en el que la realidad y la fantasía e mezclaran, en la que convivieran un presente bordeando el siglo XXI con la memoria silenciada de quienes vagaron por aquellos montes tras la derrota de abril de 1939, de quienes vivieron mil penalidades en los campos de trabajo. Una historia que diera, además, cumplimiento a mi sueño de vivir por un tiempo en un lugar solitario como el pueblo descubierto junto a mi padre. Así nació La mujer muerta. Y así nacieron Gonzalo Porta, el pintor que decide aislarse en Cerbal (un trasunto de La Puebla) en el otoño de 1986, y Berta Miranda, editora y compañera de fatigas de Gonzalo.
¿Cabría imaginar, en estos montes, una carretera que lleva a una aldea detenida en la posguerra?
Quise construir un mundo extraño, perturbador, real, atrapado en un tiempo anterior, que conviviera con la ciudad en transformación que era el Madrid de la segunda mitad de los años 80. Quise reflexionar sobre el sentido del arte y de la literatura a través de la experiencia vivida por los personajes. Quise acercarme a la memoria colectiva de la generación de mis padres. Quise acercarme al límite en el que lucidez y locura se interrelacionan y conviven. La novela, de casi 400 páginas, fue presentada a la prensa por Manolo Vázquez Montalbán. En el acto de presentación hizo un sugerente acercamiento al libro, lo enlazó con su obsesión por recuperar la memoria de los vencidos y confesó que le había dejado profundamente inquieto, anímicamente desasosegado, además de referirse a una suerte de "triángulo de las Bermudas" en el vértice norte de la región de Madrid. He de decir que Manolo la había leído en manuscrito, creo recordar que en la segunda versión, y que siempre confió en ella transmitiéndome su entusiasmo. La mujer muerta apareció dos meses después que la obra, eternamente aplazada y esperada siempre, Madera de boj, de Camilo José Cela, formando parte del mismo catálogo y de la misma colección de la editorial Espasa, lo que supuso, todo hay que decirlo, una desventaja puesto que la editorial concentró todos sus esfuerzos, en aquel comienzo de 2000, en la novela del Nobel, por la que debió pagar un anticipo de los que hacen época. Después, fue presentada a lectores y amigos, en una de las librerías Crisol (lamentablemente desaparecida), por Eduardo Sotillos y Félix Grande y comenzó a vivir en los anaqueles de las librerías y en la mente de muchos lectores. Y a ser, en el último lustro, quizá la más buscada de mis novelas por quienes, gracias al boca a oreja, han sabido de su existencia y han recorrido, sin descanso, librerías diversas además de rastrear en Internet en busca de algún ejemplar. Este otoño, la novela aparecerá en una editorial pequeña que tiene un magnífico fondo. La calidad en la edición, el cuidado que, lo estoy comprobando, pone Jesús Egido en sus libros, es algo que gratifica a todo escritor. Estoy seguro de que a finales del próximo septiembre tendré entre mis manos (tendrán los lectores) no solo una obra literaria de una calidad que no entro a valorar, sino un bello objeto, un bello libro. El prólogo, de Ana Rodríguez Fischer, aportará a los nuevos lectores y a los que la leyeron un día y se acerquen de nuevo a ella, algunas de sus claves.
Poco después de la publicación de la novela, Puebla de la Sierra, el Cerbal donde se refugian Gonzalo y Berta, se beneficiaría de la actuación de un espléndido escultor. Federico Eguía decidió establecer una exposición permanente al aire libre (llamada el "Valle de los sueños") con el concurso de otros escultores como Antonio Garza, Joaquín Manzano, Karfer o Lucía León, además de promover una iniciativa que me parece apasionante: la Bienal de escultura "Valle de los sueños", que este año ha celebrado su tercera edición. De ese peculiar valle de los sueños nos habla el vídeo que podéis ver debajo de estas líneas. En él, además, podréis respirar los aires de la prodigiosa naturaleza de Puebla de la Sierra, antaño llamada La Puebla de la Mujer Muerta. Sed felices.