Una mujer en Kabuk. / AHMAD MASOOD (REUTERS).
Nacer mujer en Afganistán es una condena a cadena perpetua . El burka azul no es el culpable, por mucho que se empeñe Occidente; solo es el símbolo de un problema mayor que no se elimina a bombazos. La mujer es víctima cotidiana de una tradición que las maltrata, las reduce a un objeto, a un nadie. Nacen destinadas a casarse con quien decidan sus padres. Nada de estudios secundarios, universidad; solo callar, fregar y cocinar. En ese matrimonio forzado comienza una segunda esclavitud, la del orden y mando, la de los permisos para salir a la calle, la invisibilidad.
En la fotografía de hoy, una mujer camina delante de unos policías antidisturbios entrenados con fondos exteriores. Calzan rodilleras y espinilleras negras, producto de alguna donación, de alguna película de extraterrestres. Visten así todos menos el primero a la izquierda: un jefe, u otro nadie que se quedó sin equipo policial. Los agentes sostienen su bastón en alto, pero no lo sujetan con la firmeza de quien va a lanzar un ataque o aguarda la orden de avanzar y golpear. Los tres de la derecha parecen una repetición, fotocopias; todos del mismo tamaño. Al segundo se le descubre una cierta originalidad en la posición de las piernas abiertas, en descanso o en hartura de estar de pie en la solana.
La mujer transita con su burka, protegida de miradas lascivas, machistas. Se mueve bajo su capa de invisibilidad que iguala: no existen guapas y feas, jóvenes y ancianas. Por la figura, el brazo extendido, casi flamenco, se trata de una mujer joven con prenda nueva, impoluta. Nada sabemos de los policías ni de los que están enfrente dispuestos a a carrera. Delante de la mujer viaja una sombra tan condenada como la mujer que la persigue. Con los años, la mujer y su sombra serán lo mismo: una sombra sin mujer.
Por Ramón LoboFuente: El País