Una de las grandes experiencias que marcan la vida, es haber tenido la oportunidad de vivir en un bloque de pisos ubicado en el mismo recinto ferial. El hecho en sí sería irrelevante si no fuera porque frente al balcón habían montado la caseta de la “mujer serpiente”. Con el mismo colorido sensacionalista que cualquier atracción, se anunciaba en un mural la pintura de una bellísima dama de pestañas kilométricas, pendientes de zafiro y peinado cinematográfico. Tenía los labios muy rojos con un rictus picarón que, talvez, protegía e insinuaba al mismo tiempo una lengua bífida. Seguidamente, obviando por completo el cuello, el resto del cuerpo era la escamosa piel de una serpiente. Pequeñas bombillas parpadeaban a la hora elegida en el interior de los ojos, entorno a la joyería y ribeteaban el perfil del cuerpo, mientras, haciéndose paso entre sirenas, bocinas y llamativos timbrazos, los altavoces anunciaban el “gran fenómeno de la naturaleza”. ¡Pasen y vean! ¡La mujer serpiente! ¡Científicos de todo el mundo han estudiado este fenómeno! ¡Una mujer con cuerpo de serpiente! ¡Puede hablar, pensar, comer, como cualquier mujer, pero ha nacido con cuerpo de serpiente! ¡Lo nunca visto! ¡Por solo 50 pesetas, estará ante el más grande fenómeno de la naturaleza!
Desde el observatorio de nuestra terraza podíamos ver largas colas de personas de todas las edades esperando para obtener la entrada y pasar al receptáculo. Para un niño de doce años, una fila que estaba compuesta con innumerables adultos, era prueba suficiente de que aquello no podía ser un engaño. La perspectiva de los años siguientes nos enseñó a saber que todo engaño suele presentarse con letreros luminosos y eslóganes altisonantes. Por ejemplo: “hacienda somos todos”. La presencia, a pocos metros de nuestra casa, de tal extrañeza, nos iba seduciendo hacia el deseo irrefrenable de ir a ver con nuestros propios ojos ese hecho fantástico. Nos quedábamos dormidos con la letanía de la mujer serpiente metida en los oídos y no cesaba hasta bien entrada la madrugada.
Me había vuelto bastante pesimista frente a la posibilidad de que nos llevaran a satisfacer la curiosidad infantil, que es la más intensa de las curiosidades. Sin embargo, allí estábamos una tarde cualquiera, haciendo la cola para sacar las entradas. Recuerdo con bastante nitidez haber pensado cómo escapar ante un ataque imprevisto o cómo congraciarme con aquella mujer y caerle todo lo bien que pudiera para tenerla de amiga y pasearla con una correa en el patio de recreo y así recabar el asombro de todos mis compañeros. Lamentaba no haberme llevado la flauta dulce con la que hacerle bailar, como a una cobra, la única melodía que sabía tocar: “Frêre Jacques”. A medida que se acortaba la fila delante de nosotros, crecía el nerviosismo. Estuve muy atento a las personas que iban saliendo y concluí que venían transformadas.
Nos hicieron pasar a una sala en penumbra donde nos recibió una especie de reina zíngara ataviada de abalorios destellantes. Nada más que una gran urna, iluminada por dentro y ocultada tras un cortinaje, había en el habitáculo. La maestra de ceremonia, con solemnidad circense, nos preguntó si estábamos preparados para ver el mayor acontecimiento que jamás produjo el mundo. No antes de haberme asegurado de dónde estaba la puerta de salida, cuántos pasos serían necesarios para alcanzarla y cuántos segundos tardaría, pude sentirme preparado. Se apagó la luz de la urna y la penumbra se convirtió en oscuridad cerrada. Nos apercibimos de que el cortinaje había sido descorrido. Supuse que todos los ojos estaban tan abiertos como los míos y, de pronto se hizo la luz. ¡Allí estaba y viva! La mujer serpiente movía la cabeza, los pómulos, las cejas, los labios y nos escrutaba al público con unos ojos venidos de los más profundos misterios del globo. ¿Cómo te llamas? –preguntó la zíngara-. Me llamo Ashi, -dijo la serpiente con una vocecilla rara que se asemejaba a un silbato ferroviario de doble sonido-, y continuó diciendo: es un nombre persa que quiere decir “verdad”. Me alimento de insectos, de pescado crudo, gusanos de seda para que no se caigan las escamas, larvas de mosca para la vista y en mi cumpleaños me dan un café migado de pan tostado para celebrar. Dile a este respetable público cómo te lavas, Ashi, –volvió a preguntar la presentadora-. Por desgracia no tengo brazos –respondió- y necesito que me ayuden todas las mañanas. Soy muy coqueta y me gusta maquillarme, pintarme los labios y los ojos, peinarme con trenzas o tirabuzones, pero echo de menos un marido que por lo menos sea pitón. Esta respuesta produjo carcajadas instantáneas que no comprendí durante mucho tiempo y sirvieron para descongestionar la tensión mágica que soportaba el ambiente.
Cuando miras mucho tiempo a una mujer serpiente, la mujer serpiente se apodera de ti. Creo que, por eso, me fui reptando hasta casa y me enrosque en la cama para dormir. En mis ensoñaciones de esos días pude serpentear por las aceras de la ciudad y usar un poder hipnótico con mi sola mirada. Fuera de los sueños y figuraciones empecé a desayunar café migado para celebrar mi cumpleaños todos los días y, sobre todo, por sentirme dichoso de ser una de las pocas personas que, a lo largo de toda la historia de la humanidad, han podido ver con ojos mortales lo nunca visto, valga la paradoja.
A los tres días de aquel acontecimiento, como era costumbre, bajé a hacer un poco de compra por encargo de mi madre a una tiendita atendida por una señora a la que teníamos apodada “la espiritual”, porque su figura esbelta y alargada parecía salida de un cuadro de “El Greco”. A ciertas horas de media mañana la clientela se agolpaba tanto dentro de la tienda como en la puerta, y nos dábamos “la vez” conforme íbamos llegando. Después de esperar un buen rato –creo que ya solo había dos clientas por delante- quedé paralizado cuando escuché una vocecita semejante a un silbato ferroviario de doble sonido que pedía: un cuarto de mortadela “mina” bien despachada, una lata de leche condensada y una barra de pan.