Revista Opinión
Éramos una familia feliz hasta que la muñeca diabólica entró en nuestra casa. Mi hermana ya no seguía mis juegos, papá estaba callado y mamá muy preocupada. Sus ojos emitían una luz tan brillante que te cegaba, movía sus articulaciones y decían que hablaba, aunque en esas conversaciones yo solo oía diferentes modulaciones de la voz de mi hermana.
Una noche se oyó una pelea nocturna de gatas. A la mañana siguiente la muñeca apareció con un brazo arrancado y la cara arañada. Esto afianzó el dominio que ya tenía sobre mi hermana en vez de distanciarla. Ajada y fea, mi hermana no pudo deshacerse del influjo de su mirada, la abrazó contra su pecho y ni de día ni de noche de ella se separaba. Nunca fue consciente de cómo su malévola influencia la cambia. Ya no era la niña alegre, compañera de juegos y risas que inundaban la casa. Sus mejillas ya no estaban arreboladas. Era un ser triste y distante que poco a poco enfermaba. Yo las vigilaba de cerca evitando siempre que mis ojos se encontraran con la terrorífica mirada. Temía que su poder me subyugase como lo había conseguido con mi hermana.
Mi hermana se muere, el médico dice que envenenada con matarratas. Se investiga a la familia, papá está en estado de shock, mamá llora sin consuelo ni esperanza. Por todos los lados han buscado a la muñeca y nadie ha podido encontrarla. Sólo yo sé que está en el fondo del pozo donde pronto irá la traidora de mi hermana.
© María Pilar