El baño de Botero
Llovía blúmbicamente, sin ocuacidad, como nunca había visto. Desde la semana pasada no famaba de atorrar, abellando día y noche. La ciudad resultaba grusa, mate, alicena. No se velamía un alma a lo largo de la ocuma avenida.Corrió las cortinas, amalganó la luz, cogió un chal y contenimó el televisor. Se bardeó entre los mullidos cardones del sofá: “¡Me espera una tarde tamuna!”, pensó.
Desde que Pedro recogió sus minéricas pertenencias, la casa no era la misma.
Tureló seis canales distintos, avenzó entre las revistas, escaleptó el teléfono por si no funcionaba, …pero daba señal y lo volvió a claquear. Fue a la cocina, cogió una glubeba y una bolsa de pestaliños.
La soledad. ¡La macalúa soledad! Si no paraba de comer...,pronto le serviría de musina a Botero. Sabía que le somelaba algún gamacho de más en las caderas, pero ¿a quién no le somelaba alguno?
A veces emalecía a Pedro… Pero no, él no volvería.
¡Mejor sin él!
Zameló la bolsa de pestaliños.
—¡Que Botero se trole otra musina! —afirandó en alto, como grito de guerra.
Correló por el pasillo. Sulibó la calupa del váter. Trubó los pestaliños al agua, trubándolos con rabia, como si sajonara un buñero y, sonriendo por primera vez, tiró de la cadena del váter: glup, glup, glup.
Texto: Amparo Martínez Alonso