“Sólo veo tres temas esenciales: el amor, la muerte y la nariz de Cleopatra. Una variante de la misma sentencia la ofrece Monterroso: “Hay tres temas: el amor, la muerte y las moscas”. Completemos el tríptico con otra frase del mismo Monterroso: “La mosca que hoy se posó en tu nariz es descendiente directa de la que se paró en la de Cleopatra”. De ahí al famoso pensamiento de Blaise Pascal hay solo un trecho: “Si la nariz de Cleopatra hubiera sido más corta, toda la faz del mundo habría cambiado”. Es decir, que un pequeño detalle puede ser poderoso. De esas grandes minucias se ocupa La nariz de Cleopatra (Duomo). Su autora, Judith Thurman, famosa periodista neoyorquina, ha elegido ese título pascaliano para su recopilación de los ensayos/críticas culturales que publicó en The New Yorker entre 1987 y 2009, en una sección de la revista que suele encuadrarse en lo que se denomina “vanidad humana”. En este terreno, Thurman se vale desde siempre del elegante látigo de su estilo y de una formidable capacidad para analizar como nadie lo que podríamos llamar, invocando el título de una novela de Ivan Thays, “la disciplina de la vanidad”. Porque ese es un detalle que puede a veces pasarnos desapercibido: algunas de las más grandes vanidades de nuestro tiempo han sido construidas con un admirable sentido de la disciplina.
Como un castillo de naipes, diría otro. Pero este no es precisamente el caso del disciplinado André Malraux, vanidoso tremendo, cuya nariz se asoma largamente en La nariz de Cleopatra. Fue un cuidadoso constructor de sus propios naipes y mito, gran timador, tunante mayor de la República Francesa, experto en leer con voz temblorosa oraciones fúnebres, grandísimo engreído, rufián enamorado solo de los colosos (Mao, Kennedy, Picasso, De Gaulle) que acabó él mismo enterrado en el Panteón de los Grandes Hombres en París, pícaro que en su ambición por suceder a De Gaulle propagó el rumor de que en un testamento secreto el general así lo había dejado escrito.
En la revista PopMatters, tras leer lo que Thurman cuenta de Malraux en su libro, se preguntaron si no habrá que tener siempre algo de estafador si se aspira a ser artista. Con todas sus contradicciones, el personaje de Malraux acaba resultando fascinante, e incluso humano, demasiado humano. Y Thurman lo absuelve en parte: “Sin embargo, hay un aspecto suyo que solo puede calificarse con la palabra ‘noble’. Malraux fue el héroe de una batalla tragicómica que todos conocemos y todos perdemos: ‘la lucha del hombre contra la humillación’, como él la llama”.
Pero en el libro de Thurman, más allá de la nariz de Malraux (al final de su vida sus tics faciales de siempre daban la impresión de ser, para el que no los conocía, los de un viejo cocainómano), asoman otras historias en la lucha contra la humillación, tratadas también con el látigo y el cariño que es la marca indeleble de la casa Thurman. De Jackie Kennedy, por ejemplo, se nos cuenta cómo su mitomanía estaba conformada por las pretensiones de una familia que procedía de inmigrantes de clase trabajadora por ambos lados y que inventó para sí misma una historia aristocrática. De Catherine Millet, que fue una devota niña católica que deseaba ser monja. De Ana Frank, que ni siquiera era una buena chica y que no se sabe qué más habría hecho con esa libertad sensual y expresiva que tanto llama la atención en su prosa. De Yves Saint Laurent, que “nació con una crisis nerviosa” y que, al retirarse del mundanal ruido, dijo que la lucha por la belleza y la elegancia le había causado mucha tristeza. Esa gran pena en su retirada turba a Thurman y la remite a las últimas escenas de Proust, cuando este descubre que “la cruel ley del arte es que la gente muere (…) después de haber agotado todas las formas de sufrimiento, de modo que sobre nuestra cabeza pueda crecer algún día la hierba, no del olvido, sino de la vida eterna”.
Texto: Enrique Vila-Matas. El País.com. 04/01/2011.
En Algún Día │Enrique Vila-Matas.