Pompas de jabón estrellándose en mí repentinamente, pareciera que me tocaban el rostro con sus diminutos dedos para atraer mi atención, la cual, la mayoría de las veces anda unos pasos delante de mí. Diminutas explosiones sensoriales que me perseguían a través de mi inmovilidad. Distracciones purpuras, bicoloras y lúdicas dejaron traslucir la imagen de aquellos labios que soplaban ligeramente provocando mi curiosidad y que repentinamente me proyectaron a esa niña.
Siempre me fascinó la facilidad que demostraba para reconfigurar cada charla, la forma en que las ideas y, mejor aún, las preguntas, salían disparadas de su boca. La trasformación que su lenguaje corporal producía al contexto; sus infinitas ganas de querer saber un poco más de lo necesario para fortalecer esa fragilidad, imaginaria para aquellos que creíamos conocerla, con la que se desplazaba, con la que se vestía y mejor aún con la que me dejaba despojarla.
Recuerdo las historias que me contaba entre charlas que no nos pertenecían, pero que intentábamos contarnos sin cuestionar lo esencial, sólo utilizándolo como hilo bifurcado de las múltiples opciones que podrían presentársenos en momentos indistintos, por eso no lo cuestionábamos, porque eso venía ya con nosotros. Porque sabíamos a ciencia cierta que esas pequeñas diferencias de perspectiva nos darían a cada uno, desde su propio sentido de observación, parte del conglomerado que iríamos armando entre los diversos temas que esa y tantas noches más tocaran nuestras lenguas.
La primera vez que entablamos una conversación fue en uno de aquellos paseos urbanos que solíamos realizar cada uno por su cuenta. Curiosamente, tomar la elección del recorrido que no venía marcado en el mapa, hoy día lo creo, produjo ese encuentro fortuito entre su simplicidad y mi rareza. Encuentro curioso, ella solía entablar amistades y conversaciones con suma facilidad, era como ir coleccionando colores de un caleidoscopio. Yo con un mutismo a flor de piel que parecía atraer a cuanta persona se cruzara, como si se reflejara en mí una gran necesidad de escuchar. Yo era una especie de néctar para aquellos insectos que deambulan y habían perdido la orientación del retorno a casa. Ella era la que pintaba sus cielos con palabras en forma de corazón.
Al principio, no pude reconocer las palabras de las que hizo mención, ni siquiera el tono o la forma de pronunciarlas, ni siquiera pensaba en la manera en que había llegado hasta ahí; sin embargo, esa sensación que le da sentido a las palabras, el molde en que pueden salir disparadas, la ráfaga de sentidos que se proyectaron me llevaron a aquella primera vez que iba manejando a gran velocidad y esas burbujas de jabón se estrellaron en mi rostro. Si mal no recuerdo, era uno de esos vehículos que funcionaban con recuerdos y para ese entonces era lo que me sobraba, ocasionalmente cuando algo llamaba mi atención éste se detenía y ante mi olvido podía provocar una larga fila de autos que me recordaba en demasía a "la autopista del sur" de Cortázar y, por ende, a todas esas vivencias de animalitos que solíamos mantener en nuestro pequeño corral móvil, por lo que enseguida, y como si fuera empujado por policías a media noche en plena avenida, el vehículo comenzaba a moverse, lentamente, como si paladeara cada visión que venía a mi mente. Ya a cierta velocidad, las burbujas, la boca, el aire, sus minúsculas extremidades tocando mi rostro comenzaban a destellar; sólo que ahora con otra intensidad y otra memoria. En ese instante comprendí que aquellas burbujas multicolores eranmás que eso. Vocablos que trataban de salvarme, que intentaban impedir ese último salto a la copa del árbol, evitar el posible desgarre o desfase de miembros, limitar las opciones a seguir andando.
Ocasionalmente, y ante las ráfagas manuscritas que se estrellaban en nuestros cuerpos, intentaba traducir todas esas sensaciones que nos embargaban en nuestro mutismo, el cual sólo se veía corrompido por el estruendo de su risa rebotando en cada superficie del escenario en cuestión. Cada una de esas risas se estrellaba y hurgaba en las grietas de nuestros recuerdos y justo cuando alguna reunía la fuerza necesaria para introducirse terminaba bailando sobre sus 10 cm de altura ficticia que le permitía respirar otro tipo de aromas; ligero impulso corpóreo catalizador de colores. Entonces pintaba con los dedos y partes del cuerpo mientras corría sin ir a ninguna parte. Tejía colores y eso era lo que ella creía que sabía mejor hacer.
Un día de otros tantos, sin más, comenzó su andar. Un vaivén sin sentido pero lleno de color, intentando desenredar las circunstancias que le trajeron a este momento, creyendo en las causalidades y en las posibles huídas que se dice y cree que la caracterizan, sin pensar que sólo es la búsqueda o el encuentro con la pregunta adecuada, no la correcta, no la valida, no escupida por la boca idónea, simplemente la adecuada, como esa hormiga que sin importar la forma del terreno que debe de recorrer de ida y vuelta a casa, va y viene. Simple como esa hormiga, simple como ella misma. En ese transcurrir fuimos sumergiéndonos en encuentros fortuitos y casuales por los que nos dejábamos envolver en su delgada capa que metamorfeaba cada uno de los contextos. Podíamos catapultar ideas que iban surgiendo entre alcoholes y letras permeadas de fuego que salían de nuestras bocas provocándonos resonancias magnéticas y contradicciones orgánicas. Realmente era fascinante esa niña, su traslucidez, el caleidoscopio que siempre llevaba bajo el brazo, sus lágrimas que reían y aún más, sus infinitas ganas de mutar. Hoy día más que otros tantos.
No existieron más encuentros, tampoco charlas interminables acompañadas de whisky y cigarros, las carreteras no se vieron agredidas por nuestro andar, no hubo un despertar melancólico y menos aún zigzagueos por el centro de las ciudades. Solo fue una única historia contenida en una burbuja, con esa fragilidad brutal que la caracterizaba y que guardaría para ella misma justo para aquella ocasión en la que girará la esquina.