Todos conocen la historia. Nadie es ajeno. Crecimos con ella. Nos educaron con este relato. Buscábamos moralejas y enseñanzas para la vida detrás de cada oración. Fuimos plenos conscientes de los infortunios de la Caperucita Roja y de las argucias del malvado Lobo. Ay, pobre niña, pensábamos. Nos enseñaban a pensar así. Elegían las ideas que debíamos tener. Nos manejaban. Nos moldeaban a sus gustos. Querían que fuéramos como ellos. Que siguiéramos sus pasos. Nos leían las historias que ellos querían que escucháramos. Éramos lectores autómatas. Pasivos. Infelices. No discerníamos. No razonábamos. No discutíamos. No dudábamos.
Fuimos creciendo en la mentira. No teníamos armas. Confiábamos en sus criterios. En sus palabras. Nos contaban cómo fue engañada esta pobre inocente niñita descaradamente por este vil animal y tomábamos partido. Ellos decían de que lado teníamos que estar porque eran ellos los que manejaban los hechos.
Bueno. Es hora de despertar. De sacarnos la venda de los ojos. De conocer la verdad. De quitarles las caretas a este tipo de cuentos. Y de terminar para siempre con este engaño. Ha llegado el día en que todos conozcan la verdadera historia. Sí. Porque hay otra. Esa que nos fue escondida. Esa que nos fue negada. Que nos fue robada. Aquí y ahora me propongo a contarles lo que realmente ocurrió entre la Caperucita Roja y el Lobo. En Dios me confío. Y que la fuerza este conmigo.
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Érase una vez un viejo Lobo que vivía en un bosque a las afueras de un pueblo escondido entre montañas. Una tarde, cansado de tanto dormir, salió de su cueva en busca de alimentos. Estaba muy hambriento. Hacia semanas que no probaba bocado. Ya no tenía la habilidad de cazar como en su juventud y los pocos restos que encontraba no eran suficientes. Anduvo un rato largo recorriendo sin tener suerte. Nada. Ningún animal. Ninguna carroña. Sólo plantas. Estuvo tentado de comer algunas hierbas pero no era su naturaleza. Sin esperanzas retomó el camino hacia su cueva cuando escuchó un ruido muy familiar. Eran pasos de humanos. Lo que menos se imaginaba en esa época del año. No era común que las personas anduvieran por el bosque en pleno invierno. Salió al camino mostrando sus desafilados dientes y lo que se encontró fue a una pequeña niña. De una de sus manos colgaba una canasta con alimentos.
Al ver al Lobo, la niña se frenó de golpe. Por unos segundos dejó de respirar. Ella tampoco se esperaba encontrar un animal salvaje en el bosque en esa época. El Lobo empezó olfatear e intentó un débil gruñido. La niña, que estaba vestida íntegramente de rojo, notó la desesperación del Lobo. En seguida supo que el animal no estaba interesado en ella, sino en los pastelitos recién horneados que llevaba en su canasta.
Sin dudarlo, comenzó a llorisquear y manifestó estar perdida. ¡Mentiras! ¡Vulgares mentiras! Conocía el camino muy bien ya que lo recorría de dos a tres veces por semana. Se escapaba de su madre para estar sola en la casa que tiene su abuela en el bosque. A su madre le mentía diciendo que iba a hacerle compañía a la pobre anciana y llevarle algo de comda. Pero a decir verdad y, conociendo más de la vida de esta chica, no le importaba un carajo su abuela. Sólo la usaba para poder pasar los días consumiendo los brownies con marihuana que se cocinaba en lo de su abuela. De vez en cuando y sólo por maldad, aunque ella se engañaba a sí creyendo que era por diversión, convidaba estás tortas a su abuela que, digamos bien, ya manifestaba sus buenos y viejos 93 años. Verla a la vieja drogada era uno de los mayores placeres de esta Caperucita Roja.
Lo cierto es que al ver al Lobo flaco y muerto de hambre, también lo engañó. Lo llevó, usando la canasta como cebo, hasta la casa de su abuela. Lo encerró en un galpón y lo alimentó durante varias semanas. Al final, y como era de esperar, el pobre Lobo se volvió dócil y fiel a la niña.
Cuando la Caperucita se dio cuenta de que ya estaba domesticado, comenzó a martirizarlo. Primero lo vistió con ropas de su abuela. Luego lo acostó en la cama de la vieja mientras ésta dormía la siesta en un sillón del living. Y por último, se puso a charlar con el Lobo como si de un humano se tratara. El inocente animal sólo movía la cola y bajabas las orejas. Pobre iluso. Creía que la niña estaba jugando con él. Pero no. La dulce e inocente niña de rojo que nos hicieron creer los cuentos infantiles tenía todavía un plan siniestro.
Digamos como es la cosa: se lo quería comer. Sí. Se le pasó por la cabeza que nunca había probado carne de lobo y, cuando lo vio en el bosque, empezó a maquinar una estrategia para engullirlo. Como estaba tan flaco, lo alimentó. Bueno, sí vamos a ser sinceros, lo que hizo fue engordarlo. Y cuando por fin el Lobo subió considerablemente de peso, la Caperucita concluyó que había llegado el momento indicado para comerlo.
A base de caricias y de un sedante logró hacer dormir al Lobo en la cama de su abuela. Luego salió corriendo hasta la caseta del guardabosques y, otra vez con falsas lágrimas en los ojos y miedo fingido en su rostro, le imploró que la ayudara.
-¡Por favor! ¡Ayudeme, señor! Un lobo se metió en la casa de mi abuelita y se la va a comer.
El guardabosque tomó un hacha y salió corriendo. Cuando llegó a la casa de la abuelita de la Caperucita entró furioso y se dirigió a la habitación donde le había indicado la niña que estaba el Lobo.
Lo que pasó después ya todos lo sabemos. El guardabosque asesinó al pobre Lobo y colorín colorado, esta triste historia se ha acabado.
Demás está decir, por agregar, que esa noche la Caperucita y el Guardabosques hicieron un asado con el Lobo. De postre se comieron unos brownies con marihuana y al final de la velada, terminaron garchando a la luz de la luna, que como una burla del destino, esa noche estaba llena.
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