Empiezo a aborrecer ciertas cosas por las que hace años hubiera dado todo mi reino. No sé muy bien qué es lo que ha cambiado...quizás esas cosas o, probablemente, yo mismo. Lo que entonces adoraba hasta la médula de pronto me resulta aburrido y asfixiante, siento estar exprimiendo una y otra vez el mismo limón sin jugo. Supongo que no seré el único en preguntarse "¿cómo podía gustarme tanto esta chorrada?" en el medio de algo que un día pretendí eterno. La vida se divide en etapas que terminan y comienzan sin aviso. Simplemente ocurren, se suceden de modo natural, y para cuando quieres darte cuenta resulta complicado regresar; mejor dicho, desaconsejable. Ya no eres aquel gamberro que gozaba escapando tras aporrear varios timbres, ni tampoco el quinceañero que se creía superhéroe. Nada funciona eternamente. La diversión es como un seguro, cuanto más viejo eres más te cuesta.
Si hubiese ido tanto a misa como a discotecas ya me habrían nombrado santo. Intento recordar la primera vez que pisé una: universitario estrenando mayoría de edad. Nueva ciudad, nuevo hogar, nuevos amigos, nuevas ilusiones y, sobretodo, libertad e "independencia". Papá y mamá se encargaban de mantener bien alimentada mi cartera. Ahora mismo, cinco años después, me es complicado recordar exactamente qué fue lo que sentía...las cosas han cambiado demasiado. Por aquella época la crisis era prácticamente un rumor, sobretodo para un pipiolo encamisado y borrachuzo que no contemplaba la palabra responsabilidad en su diccionario. Salir de marcha un jueves noche provocaba cosquilleo en el estómago...Resultaba algo prácticamente prohibido, atrevido, excitante. Las ganas corrían por las venas, nadie observaba, nadie juzgaba, nadie en casa reclamando explicaciones. Caminabas rodeado de chicas, caras nuevas y golfos dignos del club de la comedia. Chistes, bromas, copas, luces cegadoras y música tan alta que prohibía pensar. Solo importaba cada instante, no existía un mañana ¿Que si me gustaba la discoteca? Cada viernes contaba los días para regresar.
Me costaba comprender cómo las viejas glorias (esos universitarios que prolongaban sus carreras hasta límites insospechados) salían de fiesta cada vez menos. Cuando lo hacían sus caras eran retratos del aburrimiento, auténticas estatuas de cera en mitad de la pista de baile ¿ Estaban locos? ¿No había sangre en sus venas? Animarles resultaba imposible, siempre acababan largándose a casa horas antes del cierre. El resto disfrutábamos cómo críos en un parque ¡qué rápido corría el reloj! ¿¿por qué las noches serían tan cortas?? A la mañana siguiente despertabas hecho un asco pero con una sonrisa kilométrica...rey del mundo. Las anécdotas pasaban por tu cabeza produciendo carcajadas y llamabas a los demás tratando de constatar que todo había sido real. Efectivamente lo era.
El sábado pasado yo fui una de esas antiguas glorias, un mueble en mitad del recinto. Más de lo mismo por todos lados, la misma película semana tras semana. Dónde antes veía espectáculo ahora sólo encuentro precios desorbitados, música repetitiva, empujones, borrachos dando lástima e inexplicable ego. Chulería, chulería por todos lados. Actores y actrices interpretando dignos papeles cuando lo único que desean es pillar cacho a la desesperada. Chicas fingiendo grandeza y gilipollas dispuestos a alimentar sus egos hasta reventar. Posiblemente lo más deprimente sea acudir al baño, convertido en la sala de los espejos. Ellas maquillándose y ellos alardeando de musculitos y gomina. Peleas y drogas. Casi como ir al teatro y colarse tras el telón. No hay nada como ir a un lugar que no ha cambiado para darte cuenta de lo que has cambiado tú.