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La noche de los tiempos

Publicado el 06 mayo 2010 por Joaquín Armada @Hipoenlacuerda

Encerramos la vida en 140 caracteres, un mensaje de twiter tan veloz como efímero, muerto al segundo siguiente.  Volamos sobre la superficie del mar, sin llegar a mojarnos. No hay minutos ni ganas para pensar. ¿Cómo encontrar entonces el tiempo necesario para zambullirse en una novela de casi mil páginas? ¿Cómo no pensar que Antonio Muñoz Molina es demasiado minucioso? ¿Cómo negar que no se detiene excesivamente en el detalle, que le sobran palabras, frases, quizá páginas enteras? Y, sin embargo, es el detalle - la palabra precisa para definir un corazón en fuga, un pasado que pesa demasiado, un futuro imposible - el que hace que no sobre ni una página de esta novela tan ambiciosa como excepcional en los tiempos de la inmediatez.
Ni los unos ni los otros descansan de noche. De noche la víctima designada ofrece todavía menos resistencia. Espera inmóvil, apática, como un animal hechizado por los faros del automóvil que va a atropellarlo. En un lado y otro lo último que ven los que van a ser ejecutados son los faros de un coche”.
Atrapada entre la violencia precisa y militar de los sublevados y la espontánea y obrera de los revolucionarios, presa de terror entre dos brutalidades, hubo una tercera España que se hizo invisible en los primeros días de la Guerra Civil. Ignacio Abel, el arquitecto que protagoniza esta novela, socialista con carné de la UGT, origen obrero y piso lujoso en el barrio de Salamanca, pertenece a esa España de progreso que la violencia de la guerra y la revolución hizo desaparecer como si nunca hubiera existido. Vive en una España injusta, donde los pobres se mueren de hambre y piojos, donde los obreros no pueden subir en el ascensor sino que tienen que ascender a pie la escalera de servicio. Pero él no lo ve. Él ha dejado de ser un pequeño burgués casado y con futuro para convertirse en el amante de una joven estadounidense, llena de vida e ideales.
“…un día como todos que sin embargo brillaba para ellos con una claridad secreta que para los demás era invisible, una hoja del calendario que le habría gustado rescatar de la papelera de su oficina donde él mismo la habría tirado a la mañana siguiente, sin saber todavía, ajeno a lo que ya estaba sucediéndole; pues cada amante busca establecer una genealogía de su amor, por miedo a olvidar y a perder, a que no quede rastro de lo que tanto le importa, de cada minuto memorable borrado en seguida por la prisa del tiempo. Quería guardarlo todo”.
Terminé “La noche de los tiempos” hace tres semanas y todavía hoy Ignacio Abel y su amante Judith Biely me visitan cada día. Imagino cómo han sido sus vidas después de llegar al final del libro. Y veo fotos en blanco y negro, retratos del tiempo amarillo donde brilla la sonrisa de Judith y polaroids descoloridas, con los ojos de un viejo Ignacio Abel inundados de tristeza. Les siento personas y no personajes, como si la vida de palabras que les ha dado Muñoz Molina tuviera tanta fuerza como para continuar más allá del papel.
15/02/10


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