Existe una estirpe de libros que, aparte de sus bondades literarias, instalan en nuestra mente una semilla (o muchas semillas) de reflexión, de inquietud, de melancolía, porque la persona que los ha compuesto ha pretendido ir más allá de la mera corteza formal de las historias. En esos casos, la sensatez pide que avancemos con lentitud por sus páginas, deteniéndonos en cada frase para no dejar que se pierda la música emocional que la sustenta. El último ejemplo que me ha sido dado descubrir es el volumen de relatos La noche de san Silvestre, que ha publicado la editorial Balduque y cuyo autor es el madrileño Luis Bravo. Allí me he encontrado con declinaciones personales y literarias de melancólica textura (“Final”); con relaciones amorosas donde el fervor unilateral no resulta suficiente como para mantener viva la llama de la pasión y del compromiso (“Kolonak”); con casas rurales en las que burbujean historias antiguas que quizá merezcan ser llevadas al papel por medio de la literatura (“Compendio de lirios”); con vueltas al hogar de la niñez, ahora malheridas por el musgo, la hiedra y las viejas rencillas entre hermanas (“Negra ingratitud”); o con la diminuta y exquisita aventura editorial que emprendió el narrador con su amigo Valentín, que declaraba con rotundidad que no tenía “intención de llegar a los treinta” (“El naufragio dulce”).
Historias barnizadas de melancolía, porque quizá la lucidez consiste en ver que ese sentimiento es la base (o la conclusión) de todo cuanto acaece. Luis Bravo, pese a su juventud (1994), ya parece haber iniciado su recorrido por ese sendero.