Se tropiezan con las baldosas que sobresalen del suelo….Con el espacio que dejo en la vía. Uno a uno me permite un error. ¿Quién no tiene un amor eterno, absolutamente imposible, cubierto de advertencias, sin nada que lo amarre? Y por allí se asoma un ojo, el otro anda por encima de la verde montaña. Día a día va desapareciendo las fibras que hacían el músculo acorazonado.
En total desverguenza dispongo de un vuelo, y olvido las restricciones. En conjunto, si cada uno formara parte de una estrella, terminaría el cielo sin ganchos, los cometas darían voz de alerta. Cerquita alguien dejó el sombrero para aunque sea, darle velocidad a la carrera de los zancudos. Pronta para el alucinaje, la única forma de traer las historias es reírse, y despertar los sueños que me confunden.
La pendiente que lleva al Patio es oscura, todo Bello Monte es oscuro, Caracas es una condena de oscuridades. Allí, el pupú de las mascotas se fermentan, se disecan e inoportunan. Guillermo viene veloz desde la Casanova, una avenida curiosa, iluminada con neón. Pero ese no es el destino esta noche.
Guillermo desea atormentarse en un Patio sin extractor de aire, con una densa nube metálica, gris y blanca, en su rincón sombreado casi blanco y de pronto se pierden las narices de otros, ¿explico qué se desaparecen por las fosas nasales? El Guillermo que viene despavorido por las calles de Bello Monte suele sacar a pasear su otro espíritu. Este es un niño que aunque hoy cumple un total de 36 años, no deja de hurgar en sus tacos de madera para escribir mamá.
Cuando entra por la puerta negra del antro imposible de aire puro, su tumbao cambia. Aunque sabe que no va en búsqueda de nadie, alza su mirada, respira antes de chocarse con cabellos desaliñados, pantalones al ras del suelo, seguramente carteras con platino. Guillermo se acomoda como puede en la barra del bar, el barman por cortesía sin discusión, choca su mano para saludar al recién llegado. Guillermo pide una ligera, una verde o una azul. Se posa frente a él, la más fría, ganó la azul solera.
El primer sorbo va largo, sin pausa, y una aprobación final de que toda la botella contiene onzas de satisfacción. Lo último que supe de él fue que tramitaba un matrimonio, un viaje y se preparaba para encargar un niño, o niña, pero un pedacito de carne que tuviera algo de sus ojos, algo de su sangre y unas ganas inmensas de obligarlo a ser responsable. Desde esa barra, está él, un hombre maquinando cómo ser el mejor padre del mundo, lleva tres azules, y ya va pensando cómo cambiar un pañal.
Le salen fuerzas para su introspección, luego de 14 horas de trabajo como jefe de cocina, capitán de mesoneros, o solo doblar los manteles en un restaurant donde no dejar propina sonora es una raya.
Guillermo se halla pronto en conversación con sus vecinos de la barra. Puede ser que también deseen compartir su inquietud hacia la paternidad, o puede ser que solo sepan hablar del último disco de la banda del momento, los únicos, los insuperables, los melancólicos Coldplay de la mano de Chris Martin, un pálido, un inquieto inglés con una capacidad de escribirle a la tristeza que nadie le gana.
Guillermo se inunda de Fix You (….♫….when you feel so tired but you can’t sleep..♪…), cierra los ojos con Tourble (…never meant to do you wrong….♪….they spun a web for me…♫) Se mimetiza con esta última letra y se hace una imagen de hombre atrapado en una red de conflictos sin culpables, no hay razón lógica. Alguien lo tropieza, lo reconoce y saluda con afecto.
Si, aunque no se crea, hay afecto por allí, y una chica casi vestida de cintura para arriba lo abraza, sin soltar la botella de Smirnoff de una mano, y el cigarrillo de otra, exclama un Guille muy eufórico. El mismo Guillermo hace un acto de reconocimiento, y no recuerda la carta de presentación que se le lanza encima. Un par de pechos inmóviles van detrás de su nombre.
Cuando se levanta del taburete para recibir a…y mientras piensa en un nombre, la mujer ya le ha dado un beso en la mejilla. No hay descortesía, el hombre responde con afecto, alza su vista para ver quién lo ha conseguido, quién se atreve a sacarlo de su momento con pañales. Ah, por supuesto, cómo olvidarla, pensó Guillermo y vaciló al decir su nombre, recordaba solo un María, pero es corta nota equivocarse y la recibió con un Muñeca afeminado.
Soltó los teteros, soltó la botella, aterrizó entre el humo y el ritmo étnico de la música. Como pudo, compartió un rato con María Muñeca para no errar, así se llamará. La cerveza fue interminable para Guillermo, se preguntaba qué carajos hacia allí haciendo mapas mentales. No pudo escoger una plaza, un centro comercial, su cama misma, o en la mitad de las escaleras. No, se le apeteció ir al Patio a tragar humo, a torturar sus oídos y a distraer su vista, para pensar en su etapa de hombre de familia.
Si, se terminó la botella, el celular de la Muñeca había sonado, y Guillermo pudo medio volver a su cuarto para recoger los juguetes del hijo. El beso de la mujer fue más frío que la cerveza, pero no olvidemos que el afecto es de acero. Seguramente al día siguiente, Guillermo se acordará quién sipotes era María Muñeca.
Aplausos de pronto se oyen, silban, brincan en ese espacio mínimo llamado El Patio, un lugar de exquisitos pasapalos y una música que hipnotiza. Pero no impide abstraerse, se baila sentado, se lanzan medio miradas para intentar ligar aunque sea un porro, un pedazo de tequeño, o un pellizquito en una nalga. Claro, es un evento involuntario en un lugar donde los rabos se pelean por el espacio entre las mesas.
Guillermo, medita con seriedad la posibilidad de extender unos años más su soltería y se dispone a compartir con el resto del grupo que allí en el rincón, toca tambores, violines, guitarra, y un instrumento de madera cubierto de semillas bailarinas. Hay pruebas de sonido y aplauden todos, los chicos estos son apreciados. No importa si las cornetas chillan, Gaelica ya tiene un espacio en el gusto de estos sonámbulos. Guillermo se une a quienes aplauden, esta música celta con sabor criollo se las trae, dice alguien por allí.
El hambre ataca y no valen croquetas de pollo ni brochetas de queso fundido con hierbas que aplaquen la furia del estómago. Poco a poco Guillermo desarrolla el instinto de subsistencia y barajea la posibilidad de comer algo más voluminoso y sustancioso, por no decir grasiento. Se dispone a dar una vuelta final de reconocimiento en el cuchitril que lo recibe, es de mala suerte irse del Patio y no pasearse por sus escasos 30 metros que tiene.
Quien sabe y se tropieza con la mujer que le permitirá ser un hombre responsable. Así que no ve nada más que niñas con ojos rojos algunas, otras se lenguetean , otras tienen caras de mucho cerebro sello inconfundible de la católica, o de la central. Guillermo no siente feeling por ninguna de esas desconocidas, pero tampoco se va liso.
A su oído le llega una mano invitante a alguna cosa que no esperaba, pero él decide preservar su pureza esa noche, y no acepta ni la mano que lo encariña, ni posa su mirada en los ojos que lo desean. Nada arruinaría la decisión de Guillermo a disfrutar de par de arepas resueltas abajo en el Tropezón. Se sacudió la invasora de su pantalón, volvió a la barra, pagó las 5 cervezas, exclamó un adiós al barman y se enfiló a la puerta.
De nuevo manejaba por la calle oscura, sonreía y se preguntaba el por qué abandonó el polvo que lo había conseguido a él. Quizá se arrepienta al día siguiente de no conseguir otro olor distinto en su cama que el de él mismo, no hizo mucho análisis, solo la ignoró. Desde la puerta de salida del pub, observó su moto, y sonrió al verla. Aún estaba allí, ningún amigo de lo fácil se la había llevado prestada.
Cuando de se devolvía por las calles de Caracas, se dio cuenta que la María Muñeca era una ex compañía de una noche como esta, se acordó de una travesura y pensó por un momento en devolverse para re animar a la chica a acompañarlo esa noche. Se tropezó luego con la voz de un niño, vaciló y volvió a tierra, su imagen con la Muñeca se desvanecía de golpe.
Justo en el semáforo donde está la Universidad Bolivariana, antigua PDVSA, un chico de no más de 10 años le ofreció unas estampillas de la virgen. Guillermo, abrió los ojos lo más que pudo, se pasó sus manos por la cara, y se dijo que un hijo de él jamás pasaría necesidades. Adiós a la Muñeca, a sus poses hedonistas y gemidos caprichosos. Guillermo decidió esa noche llevarse una estampilla pegada en la moto.
En la arepera El Tropezón, un niño emocionado decía déme una arepa con todo lo que le quepa ahí…… Esta vez nada estaba entre las arepas y Guillermo, su satisfacción de ser padre responsable por un rato, y mucho menos no había otra misión que la alegría de ver a un niño muerto de risa en mitad de la madrugada.