Por eso, y porque nos apetece también cerrar este 2023 de forma redonda, les dejamos aquí el prólogo elogioso y erudito que Álvaro Pons le ha dedicado a nuestra obra:
Un objeto cultural cuántico
Hace unos años se reclamaba habitualmente en el ámbito del tebeo la “normalización”, entendida como un concepto amplio que superara la consideración peyorativa de la historieta como un objeto de poca relevancia cultural y nula importancia artística, relegado a la funcionalidad de entretenimiento infantil y juvenil que debía ser olvidado en la madurez. Es posible que la buena fe de los impulsores del término pensara en la acepción que establece su definición como la de un proceso de inclusión en la normalidad, sea lo que sea eso, pero lo cierto es que hay otra significación que habla de “poner en orden lo que no lo estaba”. Y, sin querer dejar de lado la necesaria superación de la mirada paternalista que se tenía hacia el tebeo, lo cierto es que, como objeto, el cómic es un fenómeno poliédrico y fascinante que elude su propia definición y parece precisar de cierto orden. Decía Thierry Groensteen que es un “objeto cultural no identificado”, un OCNI que nos recuerda a las investigaciones de Mulder y Scully y entronca el noveno arte con los misterios esotéricos en tanto es demostrable por inducción que elude su definición y se oculta al interés de los estudiosos y académicos. Sin embargo, es una aproximación que cualquier mente científica debería evitar: a aquellos que fuimos criados con la cálida voz de José María del Río doblando a Carl Sagan en Cosmos, cuando se emitió en TVE allá por los 80, se nos quedó grabado a fuego la necesidad de la prueba empírica y un espíritu de apertura humanista incompatible con la cerrazón esotérica. Por eso, quizás es más lógico pensar en el cómic siguiendo los postulados de la Mecánica Cuántica, como un objeto indefinido que se extiende por tiempo y espacio con cierta probabilidad de manifestarse cada vez de una forma según cómo nos aproximemos a él. Ni siquiera el amigo de Wigner, dueño del gato de Schrödinger, sabría decirnos con seguridad qué es una historieta mientras se encuentra cómodamente leyendo una en el sofá esperando la muerte o salvación por colapso de la función de onda. Si entendemos el cómic como una encarnación cuántica, es fácil comprender la multitud de discursos encontrados que se han dado a lo largo de los años alrededor del cómic: debates encendidos sobre la naturaleza del cómic que, en el fondo, solo estaban demostrando la multiplicidad de estados cuánticos que el noveno arte puede alcanzar simultáneamente, hasta el punto de que un lector puede estar leyendo uno de ellos mientras otra persona puede estar encontrando otra plasmación aparentemente contraria.
La riqueza del cómic nace de esa naturaleza inaprensible, a la que Rubén Varillas se acercó con destreza en La arquitectura de las viñetas, aprovechando la semiótica como herramienta de deconstrucción de la forma en constante mutación del cómic, buscando una estructura básica que, a modo de ADN, permitiera encontrar una formulación de la combinatoria de la historieta que pudiera argumentar la normalización más allá de toda duda.
Es posible que, en ese proceso que se inicia en el cómic, Varillas tuviera la primera revelación que lanzara conexiones entre la naturaleza cuántica del cómic y la de otro objeto que se resistía con uñas y garras a la codificación académica: la postmodernidad. Analizada prolija y profundamente desde todas las ramas del conocimiento, la postmodernidad ha intentado ser definida, catalogada e incluida en todo tipo de taxonomías de la cultura y el arte. Lo que en principio se definía por la clásica argumentación de contraposición al periodo anterior, la modernidad, pronto evidenció la endeblez del razonamiento: la postmodernidad se presentaba como un ente en continua mutación, como esa estructura cristalina inestable del Incal o como una de las manifestaciones amorfas de las dimensiones místicas que dibujaba Steve Ditko, tan próximas a la espuma cuántica que concibió John Wheeler. Y no solo eso, sino que, como The Blob, comenzaba a expandirse para invadir de forma silente todos los ámbitos posibles. La postmodernidad dejaba el círculo artístico para entrar en lo sociológico, empapando por ósmosis el discurso entre individualidad y colectividad para, a su vez, saltar a la propia esencia de la historiografía para tambalearla. Y, antes de que se dieran cuenta, la masa informe comenzó a descomponerse, emitiendo rayos-C que brillarían más allá de la puerta de Tannhäuser, regenerándose como la fuerza Fénix en hipermodernidad para sorpresa de la filosofía.
Pero tener una revelación no implica tener las claves: lo que tenía en su mente Rubén Varillas era el germen de una forma de analizar la postmodernidad que, necesariamente, precisaba de la ciencia para expresarse. Si el objeto no permite su medida, si cada vez que abramos la caja el gato de Schrödinger se ha trasmutado en el de Cheshire, la única opción es el método científico. Y la ciencia nos dice que la forma adecuada de encarar el problema es crear un modelo, una reproducción en condiciones controladas de la materia a estudiar que permita reproducir lo que ocurre a gran escala.
La normalización Postmoderna (1989-2021) es el instrumento que Rubén Varillas ha creado para analizar la postmodernidad creando un libro que, en sí mismo, es un modelo a escala de ese movimiento, encauzando sus reflexiones no desde la ortodoxia académica, sino desde una aproximación poliédrica y múltiple que encuentra en el cómic un andamiaje para su análisis y sigue la deriva postmoderna. La similitud de ADNs entre cómic y postmodernidad sirve para crear un nuevo ser vivo y palpitante al que la técnica CRISPR permite introducir quirúrgicamente los elementos necesarios de la cultura popular que definen el moderno Prometeo como logro transgénico: Shelley y Martínez Mójica conjugan la literatura con una concepción romántica de la biología que Varillas toma a la carrera para comenzar a componer la sinfonía acelerada de la información de la postmodernidad. La única forma de entender ese objeto es enfundarse en el traje de Flash y comenzar a correr alrededor de él a hipervelocidad, saltando entre las dimensiones culturales para hacer fotografías mientras muta, que permitan construir a ese monstruo polifacético como un ente probabilístico, como una función de onda que luego permitirá estudiarlo empíricamente. Es posible que abordar la metaficción con una línea de razonamiento que une la metapoesía, Tristram Shandy, El Quijote, Pirandello, Maus, Scott McCloud, Emmanuelle Carrère, Vila-Matas, el postestructuralismo, Crumb, La mujer del teniente francés, Barthes y Foucault pueda parecer una expresión de puro caos. Pero la reflexión de Varillas trasciende la linealidad de pensamiento para expandirse en una pasmosa multilinealidad que crea una jaula alrededor de la postmodernidad, atrapándola durante un nanosegundo, lo justo para que la sensación de caos desaparezca convirtiéndonos en un Ozymandias que puede ver todas las imágenes a la vez, las 14.000.604 posibilidades en las que Thanos salía triunfante, millones de iconografías furiosas que componen la nueva realidad en una pantalla global hipermoderna. Los diferentes capítulos que componen la obra enfrentan mirada y antimirada, realismo y antirrealismo, intelectualismo y antiintelectualismo… Conjugan pares de partículas y antipartículas para que la descarga energética dinamite sus cabezas, para obligarles a escoger entre la píldora roja o la azul, para ver la verdad de Matrix o perderse en la comodidad de la ignorancia catódica.
La normalización Postmoderna (1989-2001) es un objeto cultural cuántico, con millones de estados posibles definidos por cada una de sus lecturas, pero que en su conjunto define la postmodernidad por mímesis a escala para poder asirla y comprenderla. Y que, de paso, encuentra en la historieta los cimientos de la cultura popular moderna. (Continuará…)