Revista Cultura y Ocio

La Nostalgia del Pasado 2

Publicado el 26 enero 2022 por Frank Paya @payafrank

 Capitulo 2

ESTABLECIMIENTOS, LUGARES Y ACTIVIDADES

El Arco Iris. Casa Floro. El Barín. Garaje Laguna. Casa María la Gocha. Casa Lupe. Librería Guillaume. Librería Santa Teresa. Papelería La Estrella. Los zapateros remendones. El Fontán y sus actividades. Las casas semiderruidas. Casa Piñera. La  Boalesa. Bazar Uría. Bazar Elías. La Panoya. El Precio Fijo. Los cines. La Catedral. Los Tranvías. El Hogar del Frente de Juventudes. Los Talleres del Vasco-Asturiano. Gaseosas El Canelu. El Colegio y sus castigos. Los productos farmacéuticos. Los vecinos y nuestros alimentos básicos. Los lavaderos. La perrona radiactiva. Los entierros.

Me gusta recordar todo el entorno en que tantos recorridos y paradas fueron creando nuestro propio hábitat. Al ser un niño el que hace este relato y haber vivido en un determinado barrio, en este caso el de Santo Domingo, hace que este relato esté focalizado doblemente, por una parte al aspecto referido a los muchachos y por otra parte a la delimitación  territorial, que estaba muy circunscrita a la zona de nuestra propia vivienda. Cuando eres pequeño la escala de las cosas que te rodean es muy grande y por lo tanto eso dominaba nuestras andanzas. Por ejemplo, ir caminando desde nuestro barrio, centrado en la Iglesia de Santo Domingo, hasta la calle de Uría, era todo un acontecimiento y hoy, a escala de adulto, te parece un corto paseo.

Van ahora aquí descritas brevemente este conjunto de circunstancias, rescatadas directamente de la memoria, sin consulta bibliográfica alguna, de modo aque pueden tener ligeros errores de apreciación, pero pese a ello, lo que vale es la contribución histórica que pudieron tener en el conjunto de estos niños y niñas que ahora se presentan con todo merecimiento, como protagonistas de este escrito.

El Arco Iris

   Era una tienda de ultramarinos situada en la cercanía del Ayuntamiento. Allí se despachaba todas las semanas lo que se daba a la población con las Cartillas de Racionamiento, que duraron hasta el año 1954. En ella se pesaban en cucuruchos de papel de estraza, el azúcar moreno en terrones, el chocolate con mezcla de algarroba y lleno de grumos  blancos y de aspecto terroso, el arroz, la harina, etc que variaban según la abundancia o escasez del producto en la semana de su reparto. Su dueño Don José, de aspecto distinguido era uno más en el despacho cariñoso a su abundante clientela.

Es curiosa la unidad en que entonces se expresaba el chocolate, que era “una libra”, en lugar de tableta, y estaba dividida en 16 trozos llamados onzas, de ahí que lo más común era merendar “pan y una onza de chocolate”.

Casa Floro

Ubicada en la Plaza del Fontán hasta hace poco tiempo, esta tienda, también de ultramarinos como la vecina de “Aceite Salat”, tenía una especialidad única para nosotros: los cacahuetes. Los tostaba a diario y en sus cercanías se desparramaba el exquisito aroma de este fruto seco. Éramos muchos los niños que allí acudíamos cuando nuestro humilde pecunio nos permitía gozar de aquella delicia por una peseta, que llegaba a nuestras manos aún con el calor de la reciente etapa del tueste.

El Barín

   Situado frente al Teatro Filarmónica, era un pequeño establecimiento, de ahí su nombre, especializado en unos bocadillos que por aquellos años de escasez eran gloria bendita. Tenían todo tipo del relleno típico de este producto, de los cuales había uno de anchoas y queso que era la meta inalcanzable para nuestros hambrientos estómagos de aquellos años, por lo cual muchas veces nos tuvimos que conformar con la mortadela, entonces el fiambre más económico, el de los pobres.

Garaje Laguna

   En la calle Quintana, cerca de Martínez Marina, tenía su modesto negocio un veterano ciclista asturiano: Laguna. En una de sus actividades tenía varias bicicletas de alquiler y las infantiles eran las buscadas por nosotros ya que por un módico precio, 2 pts/hora, podíamos disfrutar de un lujo que era inalcanzable y éste era en convertirnos dueños de una bici durante un corto intervalo de tiempo. Aquellas bicicletinas eran muy rústicas y poco agraciadas, con su tamaño enano que motivaba tropiezos de las rodillas con el manillar y éste disponía de una única manilla de freno, que sobresalía enormemente. Yo me pregunto ahora, al recordar aquella delicia temporal: ¿cómo podíamos saber el tiempo transcurrido del alquiler si no teníamos ninguno un reloj? Misterios de la ciencia pues que yo recuerde nunca llegábamos tarde pero me imagino que algún retraso fue generosamente perdonado por el bueno de Ramón.

Casa María la Gocha

   Era una tienda mugrienta y bastante sucia, de ahí su nombre, que estaba en la calle del Carpio y donde se vendía principalmente fruta, sin olvidar las típicas sardinas arenques de barril con su característico olor. Allí comprábamos las sabrosas granadas y alguna naranja en pleno invierno, que comíamos golosos en nuestro regreso a casa, muchas veces compartida esta pitanza entre varios niños pues el precio de estas frutas era entonces inalcanzable. La pobre María estaba siempre vigilando a su viejo marido, que tenía mucha apetencia por tomarse unos vasos de vino tinto en los bares próximos, aquel vino tierra de León tan ácido y que se distribuía en pellejos de cerdo.

Casa Lupe

El polo opuesto era esta tienda, también pequeña, que estaba al principio de la calle Arzobispo Guisasola y que vendía de todo en pequeña escala y que pese a la modestia de su establecimiento, el orden y la limpieza estaban asegurados. Para la chavalería nos vendía orejones, palodulce, cromos, tebeos y recortables. Lupe era bajita y morena y tenía unas piernas cortas y rollizas similares a los pegollos. Su fama era grande entre la gente del barrio, con una clientela abundante, que llenaba fácilmente el local pues su tamaño era pequeño, pero aprovechado al máximo.

Librería Guillaume

Estaba situada en la calle Magdalena. Las librerías de entonces eran locales antiguos en los que predominaban los típicos olores de la madera de cedro de los lápices y de la goma de borrar de miga de pan, principalmente de las marcas Johan Sindell y Milán respectivamente. Había también unos lápices que denominábamos “de tinta” por su peculiaridad de tintar de color morado cuando los humedecías con saliva, lo cual ocasionaba que muchos de nosotros tuviésemos la lengua llena de manchas amoratadas. También nos surtíamos de tintas de colores FIX, que en pequeñas pastillas originaban un producto sumamente económico que suplía al número uno de la tinta china, la Pelikán. Allícomprábamos también unos protectores metálicos en los que se introducía un lápiz y evitaba la rotura de la mina y también servía como alargadera, ya que al ir afilando el lápiz, cuando éste estaba demasiado corto, se encajaba en la parte así prevista de dicho protector, lo que alargaba la vida útil del lápiz y ahorraba la compra de otro sustituto. El dueño de esta librería era un señor delgado y de aspecto caballeresco, al que acompañaba en despachar una hija, también distinguida y entrada en años.

Librería Santa Teresa

En aquellos tiempos era la referencia de las librerías ovetenses. Las especialidades infantiles formaban una parte muy importante de sus productos, entre los que se destacaban los tebeos semanales Flechas y Pelayos, TBO, y El Coyote. También tenía un surtido amplio de recortables para los niños de la marca La Tijera y muñecas con vestidos, mariquitas las llamaban, para las niñas. Sus dependientes eran todos familiares, los Polledo, y atendían a la clientela generaciones completas con padres, tíos, hijos e incluso algunos sobrinos.

Papelería la Estrella

Estaba ubicada en la calle de la Rúa, próxima al colegio Santo Ángel y a otro de la misma calle, llamado Fruela. Por tal motivo de cercanía tenía una clientela abundante de gente menuda, que por poco dinero nos permitía la adquisición de pequeños tesoros tales como tebeos de todo tipo, recortables, tizas y pizarras. Las pizarras eran una parte importante de la indumentaria escolar, con sus pizarrines, unos comunes y otros especiales que denominábamos “pizarrín de manteca” por su textura suave. En aquellas pizarras hacíamos nuestros primeros palotes de escritura y las cuentas de aritmética, sirviendo también en los ratos libres para dibujar cualquier motivo creado por nuestra imaginación. El negocio era familiar, con el matrimonio que era el dueño, los dos bajitos y rellenos, acompañados muchas veces de sus dos hijas.

Los Zapateros remendones

Esta típica profesión era muy abundante en aquellos años tan difíciles. En cada calle había un pequeño local o chisquero, donde el humilde artesano se afanaba en recomponer una y diez veces el mismo modesto calzado, zapato o bota, que mantenía el estado del buen andar de mucha gente. A los niños era muy típico “herrar” la suela para que ésta durase más y era a base de herraduras en los tacones y tachuelas y protecores en la planta. Esto era motivo de presunción infantil, ya que el ruido de las pisadas era muy fuerte y eso enorgullecía a los propietarios de tales calzados herrados. Cerca de nuestro barrio, en la calle de Arzobispo Guisasola estaba uno de esos profesionales llamado Tino, muy aficionado al vino tinto (morapio) de los bares cercanos y era muy frecuente ver sus escapadas a tales apetencias. Había un dicho popular sobre las costumbres de estos artesanos, que se denominaba “el lunes de los zapateros”, creo que estaba basado en que debido a los excesos de bebida de los domingos por la tarde, el lunes por la mañana era acostumbrado no trabajar a causa de tales excesos dominicales.

El  Fontán y sus actividades

La zona colindante alrededor de la plaza de la carne hasta las Escuelas, era muy típica de pequeños establecimientos, puestos unipersonales en los que encontrábamos un mundo variopinto para nuestras necesidades literarias y de entretenimientos. Allí nos deleitaban los típicos charlatanes con su perorata y ofrecimiento de pequeños prodigios, que una vez comprados y abiertos en casa eran motivo de una gran decepción: pongo por ejemplo una experiencia personal que tuve, con la adquisición de unos productos que muchos años después, al estudiar química, me dejaron estupefacto por los peligros de intoxicación que implicaban aquellos “polvos mágicos”. Uno de ellos era una barrita que se introducía en el interior de un cigarrillo de tabaco (hecho a mano o el clásico de Ideales de color amarillo) y que servía para deslumbrar a la clientela, produciendo el encendido del cigarrillo con un escupitajo de saliva. La verdad de este producto es que la susodicha barrita era nada más y nada menos que sodio metálico, elemento químico que reacciona fuertemente con el agua y con tal violencia que produce una llamarada. Esta reacción química era la causante de tal prodigio del autoencendido. El otro era un caso similar, un líquido que plateaba los modestos cubiertos ya con latón visto, que había en muchas casas. Yo compré el tal prodigio y llegado a casa tomé todos los cubiertos que estaban desgastados por el uso y en un momento, con la ayuda del líquido mágico, los transformé en cubiertos nuevos y plateados. Mi madre, asombrada por mi éxito, los volvió a colocar en la cubertera y ese mismo día comimos con ellos toda la familia. El famoso plateado duró varios días hasta que con el uso se eliminó tal prodigio. Pues bien, este producto era una disolución de una sal de mercurio en ácido nítrico diluido, de tal manera que con el latón del cubierto se producía una reacción química y se depositaba mercurio metálico, de típico color plateado en toda la superficie tratada del cubierto. Lógicamente el mercurio es sumamente tóxico, produce enfermedades y alteraciones en nuestro organismo, pero mi familia tal vez por desconocerlo salió incólume de tal atrocidad realizada por este aprendiz de brujo.

Otra diversión asegurada eran los cantantes de coplas basadas en dramas y crímenes, a los que se les ponía música de canciones conocidas o bien se relataban con una melodía cíclica y constante en la que iban rimando las palabras que describían dichos acontecimientos. Muchos de estos cantantes eran inválidos de guerra, tal vez republicanos, que a su desgracia de miembros destrozados, añadían una voz desagradable y poco melodiosa que hacía aún más triste el relato que pregonaban. No obstante había algún otro, éstos los más buscados y exitosos, que cantaban mejor e incluso tenían un modesto acompañamiento de bombo y platillos y en ocasiones incluso de acordeón. Entre ellos se destacaba uno que llamábamos “El Chino” por su aspecto de oriental y su vestimenta de color negro.

Allí había también unos puestecitos muy modestos en los que por un módico precio se podían cambiar novelas (clásicas de Rodeo, Hombres Audaces, FBI, Pueyo, etc) y los tebeos que tanto nos gustaban (Jaimito, Chispa, El Campeón, Pulgarcito, SuperPulgarcito, Juan Centella, El Guerrero del Antifaz, Roberto Alcázar, etc). Los tebeos nuevos solían aparecer todas las semanas en días fijos y como nuestro escaso poder adquisitivo no permitía su compra, ya que valían una peseta y eso era mucho para todos nosotros, en estos mismos puestos podíamos leer estas novedades por el módico precio de 10 cts, una perrona, y así era muy frecuente ver a muchos niños y niñas de pie, leyendo ávidamente aquella delicia momentáneamente alquilada. Finalmente hay que destacar una librería ambulante provista de ruedas de cojinetes y hecha de madera pintada de color verde. La tenían dos hermanos jóvenes y en ella se exponían todas las novedades semanales, tanto de novelas como tebeos y cromos, siendo un lugar muy frecuentado en el que nuestra vista recorría ávidamente todo lo bueno que para nosotros existía en aquellos expositores.

Las casas semiderruídas

En todos los barrios periféricos de Oviedo se mantuvieron durante muchos años las casas parcialmente destruidas, testigos de la guerra civil, en las que había una población de indigentes que las habitaban. Muchas de éstas tenían las entrañas abiertas y a la vista, las escaleras y habitaciones, casi al aire. De ellas salía un humo acre, que los pobres inquilinos producían al quemar todo tipo de combustible en especial la madera del propio edificio. Se distinguían así los habitantes de tales infraviviendas por su característico olor a humo, que los acompañaba en todas sus andanzas por la ciudad. En esta época permaneció durante muchos años una antigua fábrica de cerillas, al final de la calle de Caño del Águila, que sirvió de refugio familiar, aprovechando sus amplias naves, tabicadas por los moradores y transformada así en una especie de gueto para una población fija. Debido a su origen se le conocía por el apodo de “El Cerillero”. También de la época era otro edificio menos ruinoso, éste ubicado en la zona de El Postigo y calle Ecce Homo que debido a su modestia se le puso el mote de “Hotel Faba”. Ambos, Cerillero y Faba, sobrevivieron hasta casi 1960, de modo que constituyen un testigo veraz y trágico de las penurias y necesidades soportadas por muchos ovetenses en estos duros años.

Casa Piñera

Teníamos entonces establecimientos específicos, unos pequeños y otros más grandes, en los que la grey infantil nos surtíamos de juguetes y objetos adecuados a nosotros, muy accesibles en el precio y por lo tanto de aspecto y tamaños mínimos.

Estaba esta pequeña tienda frente a la Universidad y próxima al “Río de la Plata”. En su modesto escaparate se exponían un surtido durante todo el año, de infinidad de pequeños juguetes de hojalata, tales como coches de bomberos, camionetas, turismos, carros con caballos, aviones…con precios siempre también pequeños entre 1 y 2 pesetas. En ocasiones se exponía algún que otro juguete de mayor precio y calidad, que era entonces más admirado que adquirido por los muchachos que desfilábamos por esta tienda.

La Boalesa

Recordar a esta tienda en la calle de Santa Susana es volver de nuevo al mundo de los tesoros infantiles. Allí se podía comprar de todo, desde chufas hidratadas hasta bengalas de colores, pasando por recortables, cromos, caramelos, miniescopetas que disparaban granos de arroz, cigarrillos de manzanilla, regaliz…Estos últimos venían en pequeños racimos de 6 u 8 y con papel de diferentes colores, siendo su relleno a base de dicha planta. La adquisición de tal producto nos permitía fumar en plena calle, sintiéndonos unos verdaderos hombrecitos.

Bazar Uría

Era el más importante en juguetes inalcanzables. Allí mirábamos, embelesados, en sus escaparates unos productos que nos asombraban, tales como patinetes de colores vivos, bicicletas auténticas para niños y niñas, muñecas con movimientos, incluso ¡ coche de pedales ! Lógicamente era el más visitado en época de Reyes Magos.

Bazar Elías

Cerca del cine Principado estaba este otro establecimiento, también abundante en juguetes inaccesibles, con preferencia a magníficas cajas de soldados de plomo, juegos reunidos, balones y casas de muñecas. Era también un lugar muy visitado por nosotros para recrear nuestra vista y agrandar nuestra imaginación con la posible pertenencia de alguno de los tesoros que allí se exponían, si los Reyes Magos nos traían nuestros verdaderos pedidos.

La Panoya

Magníficos almacenes que se situaban en la calle Fruela. Lógicamente no era un bazar de juguetes pero aparece aquí con todo merecimiento por ser el lugar más idóneo para la instalación durante las navidades de unos magníficos trenes eléctricos, el juguete rey por excelencia de todos los niños de entonces. Sus escaparates eran enormes, de ahí que albergasen en muchas ocasiones a estos juguetes tan maravillosos, incluso los podíamos ver circular, lo que era para nosotros un verdadero acontecimiento.

El Precio Fijo

Estaba en la Plaza del Ayuntamiento y esquina a la calle Magdalena. En ella se exponían infinidad de artículos al mismo precio, entre los que había siempre juguetes modestos y figuras de barro para el Nacimiento. Con el tiempo cambió su oferta y en lugar de un único precio apareció el 5 Precios, aprovechando los muchos escaparates de que disponía y en este caso la oferta era muy variada y con precios de 5 niveles, pudiendo así encontrar alguna ocasión de compra de algún juguete o similar con nuestro escaso pecunio.

Los cines

La cartelera de cines era también modesta, con sus sesiones fijas de 5, 7½ y 10½ y otras especiales, algunas de ellos a las 3 de la tarde de los festivos y domingos en programación infantil y que era nuestra única posibilidad de asistencia asegurada. En el atrio de todas las iglesias se ponía la clasificación moral de cada película, con valoraciones morales “tolerada”, “jóvenes”, “mayores”, “mayores con reparos” y “gravemente peligrosa”, con un color específico para cada caso. Muchas de las películas clasificadas como “gravemente peligrosa” son ahora toleradas para menores cuando se reponen en la televisión.

Teníamos por lo tanto una serie de cines, no muy abundante, pero que cumplieron su cometido de llevarnos a aquel mundo imaginario tan irreal al compararlo con la dura realidad que soportábamos. La publicidad de las películas se hacía por radio y periódico pero existía también una modalidad de entrega en mano de un bello anuncio llamado “Programa”, alguno de ellos verdadera obra de arte en plan tríptico y que muchos de nosotros y otros menos niños coleccionábamos.

El Real Cinema era entonces un cine incómodo y algo deteriorado pero que con la calidad de las películas que allí se proyectaban siempre estaba lleno. Se estrenó en él la primera película en relieve: Los Crímenes del Museo de Cera. A la entrada unas enfermeras nos daban las gafas y ya dentro, con el efecto de relieve, nos asombrábamos con el movimiento de una pelota que uno de los protagonistas arrojaba contra el público. El patio de butacas tenía un apéndice lateral con una serie de ellas separadas de las otras, al tener entre éstas unas columnas que soportaban otra planta superior. Los que iban a aquellas butacas, que eran de menor precio, tenían que hacer un doble esfuerzo para ver la película: eludir la presencia de una columna y girar el cuello para ver la pantalla. Por tal motivo estas butacas fueron bautizadas con el nombre irónico de “pescuezu”.

El Teatro Principado era muy amplio, con dos pisos para entresuelo y principal (general se llamaba al último) y era en este gallinero donde estaba un acomodador muy malhumorado y geniudo tal vez debido a su fealdad, que nosotros apodábamos como “Drácula”. En este teatro actuó muchas veces La Compañía Asturiana “Los Mariñanes” con puesta en escena de pequeñas obras de ambiente y costumbres asturianas y acompañadas éstas con la actuación de cantantes como La Busdonga y El Presi. Otro tanto podemos recordar del Teatro Filarmónica en cuanto a este tipo de actuaciones.

El cine Santa Cruz solamente tenía patio de butacas, con pendiente muy pronunciada, lo que le hacía un cine muy confortable y con vista perfecta a la pantalla.

El cine Aramo, Palacio del Cine como indicaba la propaganda, era el más clasista y escogido de la ciudad, por lo cual la gente menuda no lo frecuentábamos en exceso. Verdaderamente nos producía su interior una gran impresión, que nos impedía hasta hablar en voz alta.

El Teatro Campoamor, reconstruido en los años 40, fue también cine y teatro simultáneamente y su enorme aforo nos permitía adquirir localidades muy baratas situadas en el tercer piso.

El cine Argañosa era quizás el más modesto, ya que tenía un aspecto desvencijado y poco limpio, lo que no era motivo para que la gente menuda lo frecuentase asiduamente.

El cine Asturias se inauguró a bombo y platillo a finales de la década de 1940, con la película “Las aguas bajan negras” de ambiente asturiano. Sus precios eran sumamente bajos, butaca 3 ptas, entresuelo 2 ptas y general 1 pta. Esta última localidad no tenía butacas individuales y estaba constituida simplemente por bancos de madera. Eran frecuentes, después del estreno, sesiones de dobles películas, que en aquellos tiempos fueron una novedad. No obstante esa doble sesión era un tanto extraña respecto a su duración. Como ejemplo baste recordar un programa de tarde que empezaba a las 5 con el NO-DO, Imágenes (un documental), un corto de dibujos animados,  Película 1ª, Descanso y Película 2ª. Harto de cine salías a la calle y resulta que solo eran las 6½ . Todo un récord. Como no teníamos reloj nos daba la impresión de una duración muy prolongada.

La Catedral

Estuvo muchos años con su torre llena de andamios de madera, pintados de negro, lo cual producía una imagen impactante de tristeza y duelo, que evocaba cada día los recuerdos de la guerra civil. Esta obra de restauración fue muy lenta, lo que motivó que su imagen fue casi el símbolo de la ciudad. Incluso un año, por Navidades, La Nueva España publicó el día de los inocentes que se había retirado el andamiaje y que la obra estaba finalizada, cosa que mucha gente creyó hasta que su vista alcanzó de nuevo la clásica estructura de los maderos renegridos.

Los tranvías

Aquellos vetustos y entrañables vehículos de color amarillo fueron muchos años el modesto medio de transporte de la ciudad. Había 3 líneas que comunicaban los extrarradios y pasaban por el mismo centro de la ciudad. La línea Nº 1 iba desde la Plaza del Ayuntamiento a Lugones, la línea Nº2 iba desde Buenavista a Colloto y la línea número 3 de San Lázaroo a La Argañosa. Recuerdo que era maravilloso viajar en su interior, sentado sobre sus asientos de láminas de madera barnizada. El conductor estaba en la plataforma, que no tenía puertas y solo una cadena como medida de seguridad. El cobrador llevaba una caja con bordes rectangulares, de hojalata, en cuyo interior iban fijados los tacos de los billetes multicolores en función del precio de cada recorrido. El sobrante de esos tacos eran muy codiciados por nosotros y cuando el cobrador agotaba alguno de ellos, lo tiraba al suelo, donde lo recogíamos como un verdadero tesoro. Lógicamente no tenían calefacción y durante el invierno eran sumamente fríos, con el suelo encharcado de agua, de ahí la disposición de éste con tiras de madera que sobresalían ampliamente y dejaban así un hueco para que el agua se depositase. El gélido ambiente motivaba que ambos empleados, cobrador y conductor, llevasen unos gruesos gabanes de color azul marino y para combatir el frío se calzaban nada más y nada menos que con las típicas madreñas, lo que les producía un aspecto muy original.

En los tranvías había una serie de recomendaciones escritas con letras que aparecían destacadas en negro sobre fondo blanco y de tamaño estrecho y rectangular. Así se describía su capacidad del interior “Diez y ocho asientos” y del exterior “Plataforma posterior 17 viajeros””Plataforma anterior 15”. Otros anuncios eran más concretos: “Se prohíbe hablar con el conductor” “Prohibido fumar” “Consérvense los billetes” y “Prohibido subir y apearse en marcha”.

Este ruidoso y lento medio de transporte ocupa en nuestros recuerdos un lugar muy importante y así como la infancia se fueron también los tranvías y con ellos se quedó un vacío silencioso con evocaciones de aquellos viajes familiares hasta algún merendero de las afueras de la ciudad.

El Hogar del Frente de Juventudes

En aquellos años era muy frecuente encontrar en nuestras casas camisas azules con el emblema del Yugo y las Flechas, pertenecientes a alguno de nuestros hermanos mayores. Lógicamente sería lo más cómodo hacer aquí un comentario despectivo de lo que significaba la Falange y sus actividades juveniles pero creo sinceramente que faltaría a la verdad. Pese a quien le moleste el Frente de Juventudes hizo unas actividades en las que nos enseñaban, además de querer a la Patria, cosa hoy en declive, hasta aprender a tener disciplina y respetar a los mayores.

No se puede tampoco obviar las estancias en los Campamentos Juveniles, en los que vestidos de “flechas” además de lo ya indicado nos alimentaban a base de bien y volvíamos a nuestras casas morenos y rebosantes de salud. Pese a todo no eran muchos los muchachos que participaban de esto, lo que demuestra que no había ninguna obligación de pertenecer a esta asociación.

Como punto de encuentro teníamos el llamado “Hogar”, un local situado en la calle de San Vicente cercano a la Iglesia de La Corte. En este Hogar teníamos la ocasión de participar en rondallas, excursiones a la montaña, biblioteca con títulos seleccionados y sobre todo ¡ bocadillos riquísimos y muy baratos !, sin olvidar también que durante las frías y lluviosas tardes del invierno había incluso calefacción.

Teníamos una oración, clásica falangista que rezábamos al iniciar alguna de las actividades escolares y también en las clases mensuales de “educación política” que se impartían por parte de la Delegación en los mismos colegios. Decía así: “Señor y Dios nuestro, José Antonio esté contigo, nosotros queremos lograr aquí, la España difícil y erecta, que él ambicionó, Señor, nos guía el Caudillo, protege su vida, hasta que alcancemos este destino supremo”.

Los talleres del Vasco-Asturiano

Este ferrocarril de vía estrecha constituía una verdadera atracción ya que contemplar los trenes que pasaban tenía una doble faceta: por una parte nos servía de espectáculo el ver a las locomotoras, rebosantes de ruido y humo, contar el número de vagones que arrastraban… y por otra nos servía de reloj ya que conocíamos de memoria el horario de todos los trenes diarios.

Eran típicas en aquellos años las caravanas de carros y carreteros que pasaban por la calle de Travesía Monte Santo Domingo, procedentes de los talleres del Vasco cargados de carbón. Había un carretero particularmente delgado que parecía un cadáver, tal vez de la necesidad que pasaba. Nosotros lo conocíamos debido a que hacía el camino de ida y vuelta varias veces al día y nos daba pena el burrín que acarreaba la carga, también triste y esmirriado como su dueño. Cercana a estos talleres estaba la vía principal  de los trenes, tanto de mercancías como de pasajeros, con sus vagones de madera. Muchas veces íbamos a aspirar el humo acre y blanco de las locomotoras cuando el tren salía de debajo del puente y en nuestra ingenuidad nos decíamos que era bueno para el catarro y la tosferina.

En un lateral de estos talleres había una vía muerta en la que reposaron durante muchos años varios vagones de un tren blindado que fue utilizado por los milicianos durante el cerco de Oviedo. Nosotros los observábamos con cierto recelo y respeto, ya que constituían un ejemplo viviente de las hazañas bélicas que muchas veces realizábamos durante nuestras imaginarias travesuras.

Gaseosas “El Canelu”

Esta modesta empresa de bebidas refrescantes tenía su sede en la calle Azcárraga y sus productos eran fundamentalmente gaseosas, en botellas de cristal verdoso con una bola del mismo material en su interior que servía como tapón auxiliar y sifones rellenables. Posteriormente fabricaba también un refresco similar a la gaseosa, de color y sabor anaranjado.

Era muy característico el carro con la mula en que repartía sus envases llenos y recogía los vacíos, con una tabla en los laterales que anunciaba pomposamente “Gaseosas El Canelu” y que recorría cansinamente las calles ovetenses. Esta entrañable industria perduró varios años hasta que la competencia de otras marcas la hicieron desaparecer. La primera competidora seria fue “La Panera” y ésta también fue eliminada posteriormente por la ya archiconocida de “La Casera”.

En el declive de “El Canelu” nos dio mucha tristeza ver su lucha desesperada por sobrevivir, con su ancianidad y modestia frente a sus modernos y más fuertes competidores. El famoso carro de reparto iba ya medio lleno y con los sifones casi vacíos, perdiendo líquido burbujeante debido a su decrepitud. Al contemplar aquel deterioro muchos de nosotros sentimos en nuestro interior que una etapa y forma de vida se nos iba irremisiblemente.

El colegio y sus castigos

No voy a entrar aquí en discutir y criticar aspectos de la educación que recibimos en nuestros años de estudiantes; nos tocó esa época y ese modo de actuación de los profesores y punto. En su defensa podría decir que esta manera de enseñar era común también en el resto de países civilizados, en los cuales predominaba el dicho certero de que “la letra con la sangre entra”.

La fuerte impresión que nos producían los primeros días de asistencia al parvulario era la de la pérdida de libertad. Pasar de una vida al aire libre y de juegos en plena calle o en prados y maizales a una habitación lóbrega y silenciosa, en la que había que pedir permiso para todo, era demasiado cambio en nosotros. Para colmo aparecía bruscamente el castigo, al que no estábamos acostumbrados y aunque fuese ligero, tal como estar de pie mirando a la pared o quedando más tiempo después de la hora de la salida, ese cambio nos afectó profundamente, mucho más que los acontecimientos de años posteriores.

Total, con nuestra pizarra y cuadernos de palotes pasábamos las horas eternas, con el añadido de actividades didácticas tales como despegar sellos de correos y entonar cánticos piadosos compuestos por la monja de turno. La presencia de las monjas en los años de parvulario era de lo mas común, bien porque en el colegio femenino tenían esa opción para niños o incluso en los mismos colegios masculinos preferían que fuesen las mujeres, por aquello del instinto maternal, quienes atendiesen a los pequeños hombrecitos que comenzaban esta nueva andadura.

La tarea de despegar sellos venía de la fiesta del Domund, en que además de las modestas contribuciones económicas se recogían sellos de correo usados. Se decía que “eran para los chinos” cosa un tanto chocante pues no creo que los orientales manifestasen un interés filatélico por un país tan alejado de ellos. La verdad del asunto es que los sellos usados y despegados de su sobre se vendían a los establecimientos del ramo y de esta manera se suplementaba la colecta del Domund. Así pasaban los primeros años de encierro, sin aprender gran cosa hasta que bruscamente pasábamos al preparatorio de ingreso en el Bachillerato. Aquí sí que comenzaba el verdadero suplicio ya que en nuestro caso aparecía el hombre-profesor, que generalmente portaba una regla larga con la que golpeaba nuestras manos cuando consideraba que habíamos hecho un acto de indisciplina. En ocasiones nos metían en la sala de “estudio” donde estaban los mayores y allí presenciábamos aterrorizados las bofetadas que el vigilante propinaba a diestro y siniestro  y que en ocasiones los alumnos mayores respondían, ya que hay que tener en cuenta que en aquellos años muchos de los estudiantes de los cursos superiores eran nada menos que excombatientes de la guerra civil.

El examen de ingreso era escrito y oral ¡ a los 10 años de edad ! Para ello, provistos del palillero, plumines y tintero, hacíamos el primer examen de nuestra vida, consistente en varias cuentas de aritmética (incluidos decimales) y un dictado. Tras esta prueba pasábamos a la siguiente, totalmente acongojados por la seria presencia de un tribunal, que nos hacía unas cortas preguntas sobre declinaciones de verbos y cultura general. De este modo desembocábamos en el primer curso del bachillerato, en el cual ya teníamos un profesor para cada asignatura y el calendario horroroso de comenzar todos los lunes con las odiadas clases de latín y matemáticas. La relación de cursos posteriores y materias estudiadas no tienen demasiado protagonismo pero sí hay que dejar constancia de los castigos físicos que sufríamos estoicamente y con la mayor naturalidad, a lo largo de nuestro recorrido en busca de cultura.

Las bofetadas eran muy comunes y había en mi caso un profesor expertísimo en suministrarlas pues era boxeador profesional, lo que suponía acierto pleno en la cara por mucho que la tapases con las manos.

Los capones también ocupaban un lugar preferente y sirvieron para introducir en nuestras pobres cabecitas las declinaciones latinas (¿quién ha olvidado el “bonus, bona, bonum” y “rosa, rosae”?). Otro sistema de aprendizaje era levantarte del asiento del pupitre agarrado por la oreja o por el pelo de la patilla y cuando estabas de pie, propinarte un fuerte capón con el puño cerrado, que daba con nuestros huesos nuevamente sobre el asiento.

Además de estos castigos “básicos”, a los que el golpe de regla también acompañaba, había otros más rebuscados y de tortura creciente, que comenzaba por ponerse de rodillas en el suelo y si esto no modificaba el motivo del castigo, se suplementaba con un garbanzo puesto entre la rodilla y el suelo, los brazos en cruz, los brazos en cruz cargados con libros y finalmente para los persistentes, un par de fuertes bofetadas si los libros se caían de las manos extendidas que los soportaban. Parece mentira, pero este tipo de correctivos físicos los hemos padecido en silencio, sin decir nada en nuestras casas pues corríamos el riesgo de ver aumentado el castigo debido a nuestro mal comportamiento escolar.

Otro tipo de castigos era el quedar encerrado en el colegio un par de horas después del horario, acudir al colegio las mañanas de sábados y domingos, visitar al director para acusarnos de nuestro mal comportamiento y escribir frases como “Debo portarme bien en clase” de 100 a1000 veces. En este caso había un verdadero proceso de solidaridad y éramos muchos los escribanos que ayudábamos con nuestra contribución al pobre castigado.

Finalmente no faltaban epítetos y frases que nos dirigían, con las que se completaban la serie de castigos que hemos recordado, tales como “pollino”, “animal”, “Haz carrera y golpea tu dura cabeza contra un muro”, “dedícate a carpintero mecánico”, “acabarás con la cabeza en un pesebre”, etc., etc.

Los productos farmacéuticos

Hay una gran similitud entre la modestia de los juguetes y de los juegos con las medicinas de uso corriente aplicadas al mundo infantil. De tarde en tarde, ante la aparición de algún dolor significativo era la modesta tableta de Aspirina la encargada de solucionarlo. Este medicamento se despachaba en sobres con dos pastillas y en tubos de cristal con tapón de corcho, que era de vacío un premio para juguete del enfermo. Si al tomar la temperatura el termómetro se rompía, teníamos a nuestra disposición un nuevo entretenimiento, con las bolas del mercurio realizando divisiones y agrupamientos hasta su pérdida por derrame en el suelo o en la misma cama. Como competidor de la Aspirina también apareció la tableta Okal.

Para solucionar las enfermedades que nos aquejaban había un remedio infalible para todos los males: la purga. El lavado de tripas, que no era precisamente de indigestión por exceso de comida, estaba a la orden del día y era a base de aceite de ricino y agua de carabaña ¿quién no recuerda el terrible sabor de estos dos asquerosos productos? Uno aceitoso que te impregnaba con su olor todo el cuerpo durante horas y el otro como si bebieses agua del mar. Si te escapabas de estos manjares, tenías que soportar otra cosa más humillante: la lavativa. Era una jarra de porcelana esmaltada con una goma provista de un grifo de baquelita negra y su correspondiente llave de paso. Esta última pieza tenía un alargamiento para facilitar la introducción del líquido vía anal. En uno y otros casos los efectos sobre el desdichado enfermito eran de una súbita evacuación intestinal que te dejaba hecho unos zorros.

Como suplemento alimenticio era frecuente la ingestión de un producto difícil de deglutir llamado “aceite de hígado de bacalao” con unas propiedades reconstituyentes sobradamente probadas pero con un sabor horrible, incluso en su versión posterior como “Emulsión Scott”. De mejor tolerancia bucal era el Fósforo Ferrero, también utilizado como reconstituyente pero al ser en comprimidos era de muy fácil tragadera.

Cuando alguno de nosotros enfermaba con algo más serio, tal como pleuresía y ganglios pulmonares se sometía al enfermo a largos periodos de reposo y a una agradable sobrealimentación que producía una ganancia de peso muy destacada, lo cual se manifestaba a simple vista cuando el ya curado enfermo se incorporaba a su pandilla de amigos de calle y colegio.

Como ejemplo de nuestros conocimientos eróticos se puede recordar la compra en las farmacias de un producto excitante sexualmente, llamado Yohimbina, cuyo efecto alguno de nosotros intentó producir en alguna de nuestras compañeras de juegos pero sin el menor éxito, ya que éstas no se fiaban de nuestros interesados presentes.

Finalmente, evocar con tristeza, la utilización de la Sacarina, no como dietético de régimen alimenticio, más bien como sustitutivo del sabor dulce de la poco abundante azúcar, racionada y escasa incluso de estraperlo, con la cual fingíamos el sabor de tan indispensable alimento.

Los vecinos y nuestros alimentos básicos

En los tiempos de penuria y necesidades comunes a toda una población, se engrandecen nuestros corazones y se establece una solidaridad y afecto increíbles, lo que produce una sensación de protección en bloque que abarca más allá de la propia familia.

En los duros años de 1940 a 1950 esta etapa estaba en todo su apogeo. El feroz racionamiento de alimentos, los largos apagones del suministro eléctrico y la carencia económica eran un mal común para la mayoría de las familias ovetenses y esto propiciaba que las casas con vecinos tuviesen las puertas siempre abiertas a todo tipo de cooperación y reparto de los escasos bienes de cada uno, tal como sucedía con aquellas entrañables visitas de una a otra vivienda para pedir prestado algún producto, tal como un huevo, un pocillo de harina, leche o aceite y que generosamente era compartido sin ningún egoísmo. Con todo ello los vecinos de la casa eran para nosotros los niños, la continuidad de nuestras propias familias, entrando y saliendo en sus pisos con toda libertad y muchas veces con la merienda en la mano. Con esta familiaridad y comunicación vecinal se establecieron unos fuertes lazos de amistad y cariño derivados de aquella intensa convivencia, que aún permanecen y recordamos en nuestra actual situación, tan diferente por cierto en este aspecto a la ahora evocada, en que sucede todo lo contrario: incluso nos produce dificultad decir “buenos días” a nuestros desconocidos vecinos.

Los pisos en esta década estaban abarrotados, con familias enteras formadas por abuelos, padres, hijos y nietos. Algunas de ellas se estrechaban aún más y alquilaban una de sus habitaciones a otra familia todavía más necesitada, “con derecho a cocina”, gracias a lo cual se obtenía una pequeña ayuda económica.

Al igual que en los años posteriores a la revolución rusa en que la alimentación generalizada de la población era a base de papilla de mijo cocido, en los años de nuestra posguerra, con el conflicto mundial desatado y el bloqueo internacional subsiguiente fue el maíz el protagonista y soporte alimenticio familiar, tanto en forma de la típica “boroña” como en las “papas” o “fariñas”. La primera tenía una textura y sabor áspero y al poco rato de comerla producía una sequedad de boca muy grande debido a su capacidad de absorber saliva, lo que hacía un tanto difícil su deglución. La segunda se solía comer como una papilla cocida con agua y sal, se servía en un plato sopero y así se ingerían. En ocasiones se complementaban con leche azucarada, que al ir mezclándolas con ella se producía un sabor más aceptable.

Los niños no disponíamos de una alimentación específica y reforzada. Comíamos como los adultos, es decir, deficientemente, sin las golosinas y la variedad de alimentos básicos precisos. Cuando estábamos enfermos o si venía algún familiar a nustra casa, solían premiarnos con un pequeño paquete cilíndrico de galletas “María”, que nos sabían a gloria bendita y que comíamos lentamente con verdadero deleite, trocito a trocito desde el exterior al interior de cada galleta, en movimientos circulares.

La mantequilla, pese a su típica producción en nuestras aldeas, era un bien escaso y por lo tanto no abundaba en nuestra dieta.

¿Y qué podemos recordar de lo que llamábamos pan? Además de su racionamiento se elaboraba con una mezcla variada de harinas de baja calidad, entre las que la del trigo era la menos participativa. Esto motivaba un producto amarillento y heterogéneo en aspecto y sabor, predominantemente agrio. Con un trozo de este mal llamado pan y una onza de chocolate, también de textura áspera y mala mezcla, merendábamos ávidamente y asombrosamente esta frugal pitanza nos sabía a verdadero manjar.

De mayor calidad era el pan que se amasaba para los militares del Cuartel del Milán y la vecindad de alguno de ellos propiciaba la venta de alguno de estos panes, que se conocían con el nombre de “chuscos”.

Sin entrar en comparaciones, un menú infantil de tipo medio podía consistir en un desayuno a base de un trozo de pan y una taza de lecha con infusión de “malta y achicoria”, que era el sustitutivo del café; en la comida del mediodía un buen plato de potaje con no muy abundante acompañamiento de carne ya que ni el cocido disponía de tal complemento. Merienda ya mencionada y finalmente la cena con “fariñas” o alguna tortilla de pocos huevos repartida sabiamente entre toda la familia.

Total, que con estos “refuerzos alimenticios” no era de extrañar la delgadez de muchos de nosotros, entre los cuales nunca hubo un niño obeso. Esto motivaba que aprovechásemos cualquier ocasión para buscar en nuestros juegos algún producto nutritivo, tal como veremos en los capítulos posteriores. Como anticipo de ello podemos recordar que en la compra esporádica de los cacahuetes de Casa Floro, solíamos comerlos con la cáscara incluida para que nos llenasen un poco más nuestros vacíos estómagos y a la vez tardasen más en consumirse.

Los lavaderos

   Debido a la dificultad existente por la carencia de agua corriente en muchas casas de los extrarradios de la ciudad, el municipio suplía tal necesidad mediante la construcción de unos edificios públicos muy característicos, redondeados y con el techo en forma de paraguas.

   En su interior había pilas de lavado de la ropa, dispuestas en círculo y en cuyas bases onduladas circulaba el agua. Era muy frecuente ver en sus cercanías grupos de mujeres provistas de recipientes con ropa sucia y la correspondiente pastilla de jabón. Allí se hablaba de todo en voz alta, con el típico parloteo incesante de las mujeres, todas a la vez y criticando o comentando las novedades del barrio que protagonizaban alguno de los vecinos.

La “perrona” radiactiva

   La moneda de diez céntimos de curso legal, era conocida por el apodo de “perrona” y estaba fabricada en aluminio endurecido. Por una cara tenía el escudo nacional y por la otra un jinete a caballo portando lanza.

   Esta moneda fue nuestra más leal compañera y motivo de compras modestas en nuestro pequeño mundo. También nos servía en muchas ocasiones como entretenimiento durante las largas y tediosas horas de estudio en el colegio, consistente en dibujar el grabado de sus caras, colocando un papel sobre ella y pasando suavemente el lápiz con movimientos tales que reproducían las figuras de la moneda.

   Debido a su desgaste, por la blandura de su material de construcción, se deterioraba rápidamente y por tal motivo casi todos los años se realizaba una nueva emisión. Estas emisiones se diferenciaban únicamente por el año de su fabricación, que se localizaba debajo de la base del caballo.

   Lo más anecdótico de esta sencilla moneda sucedió al ponerse en circulación la correspondiente al año 1945, ya que coincidió con la explosión de las bombas atómicas sobre Japón. Pues bien, debido a esta particularidad corrió de boca en boca el comentario de que estas monedas tenían uranio en su composición, por lo cual hubo muchas personas que al creer este bulo las atesoraron durante algún tiempo con la creencia de que su valor iba a ser elevado, cosa que lógicamente no se produjo.


Los entierros

La ceremonia de los entierros era entonces un verdadero acontecimiento que incluso alteraba el discurrir de la vida ciudadana. Producido el fallecimiento, en el portal de la casa se instalaba una mesita para las firmas de pésame, ya que no todo el mundo disponía de tarjeta de visita; para éstas había una bandeja en la que se colocaban dobladas con el pico inferior derecho, en señal de duelo, según el lenguaje de dichas tarjetas, que ahora ya no se estila. El entierro propiamente dicho partía de la casa donde se había velado al difunto y estaba presidido por una cruz y dos ciriales decorados en negro, portados por monaguillos enlutados, después caminaban solemnes los sacerdotes, con bonetes, estolas y capas negras con bordes plateados, variando su número según la categoría social del finado. Seguía el coche-carroza fúnebre, impresionante de aspecto, negro en su totalidad y con la parte posterior en dosel abierto con flecos, donde se alojaba el ataúd. Venían después los familiares masculinos, de riguroso luto e incluso niños pero las mujeres generalmente no acudían a esta ceremonia. Finalmente iban los amigos y conocidos, caminando en apretadas filas que ocupaban el ancho de las calles. Todo ello constituía un espectáculo gratuito para nosotros los niños, que procurábamos presenciar cuando en nuestras incursiones por la ciudad nos encontrábamos con este ceremonial. El recorrido finalizaba en la calle de Arzobispo Guisasola, donde se despedía el duelo y concluía así este espectáculo, tan impresionante para nosotros, pues nos llenaba de pavor el imaginar que cualquier día podía ser nuestra propia familia la protagonista de tan triste situación.



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