Capitulo 3
LOS PERSONAJES DE LA CIUDAD
Las lecheras. Don José el de los burros. Afeitagatos. Herrerita. La Torera y su caballo. Don Luis Somoano. La Vieja. DonUrbano y Arturín. Milio el tonto. El Piru. El Hombre del monóculo. Los Chatarreros. Atilano el de los huevos. Pachu La Jaspia. Cuchichi.Nicanor. Afilador y paragüero. Casa Marcela. Marujina el Tetu. La Vuelta a Oviedo. Foto Mely. La tragedia del Limpiabotas. Raqueta y Pelota. El Hongo. Los Vareadores. El Vejete Lolo. La Magina. LaNieve. Miss Fumo. Las Carretonas. Los ladrones de carbón. Don Luciano García-Jove. Los frailes legos.
Hubo una serie de individuos que destacaban entre nosotros por sus características inimitables de unos o por los comentarios que se producían con las anécdotas que protagonizaban los otros. Todos ellos merecen un modesto comentario, de modo que los que convivimos con ellos no los olvidemos y los que no los hayan conocido se asombren con el tipismo histórico de todas estas personas.
Las Lecheras
Constituyen un grupo característico de la época. Había tal vez dos grupos algo diferenciados: las que traían la leche a domicilio y las que la vendían en la plaza de El Fontán.
Las primeras venían desde los pueblos cercanos a la capital, montadas en burros y con su producto también a lomos del pollino. Tenían clientela fija e iban casa por casa, con su inconfundible olor a leche fresca y su medidor metálico. En estas casas eran recibidas cariñosamente y se producían pequeñas charlas que poco a poco finalizaban con amistades, llegando muchas veces a ser invitadas las jovencitas de la casa a la fiesta del pueblo de la suministradora del producto lácteo. Esta leche, recién ordeñada, era de gran calidad, con un contenido graso natural muy abundante, que producía en su tratamiento posterior, lo que conocíamos como “natas”, que untadas en una rebanada de pan y con un poco de azúcar morena, constituían la mayor de las veces una merienda infantil muy socorrida. El tratamiento posterior consistía en hervir la leche para desinfectarla, lo cual se realizaba en un recipiente específico: el hervidor. Éste era una especie de cacerola esmaltada provista de tapadera con grandes agujeros. Como la leche “subía” al hervir y se podía derramar parte de su valioso volumen, se metía dentro del hervidor una pieza triangular y ondulada hecha de cerámica que evitaba una ebullición tumultuosa y así no había riesgos de pérdidas. Una vez producida esta etapa se dejaba enfriar la leche y era en este momento en el que se originaban las natas, que solidificaban en toda la superficie, con un grosor de casi 2 mm, la cual se separaba fácilmente y se guardaba en una taza. La leche hervida y la nata se almacenaban posteriormente en el lugar adecuado llamado “fresquera”, que era un pequeño hueco aireado, bien en un armario o en un tabique de la cocina, que permitía con gran modestia la conservación de los alimentos durante un corto tiempo.
En ocasiones, durante el verano y con atmósfera tormentosa, la leche se agriaba y se producía así la leche cuajada que lógicamente se aprovechaba en su totalidad. Ignoro qué fenómeno electrostático podía producir tal modificación en la estabilidad láctea.
El otro grupo de lecheras, las de El Fontán, estaba constituido por profesionales que no tenían casa fija y por otras intermediarias de éstas. Estas últimas, más desvergonzadas y sin la conciencia profesional de las otras, vendían leche, pero muchas veces aguada y adulterada. Para que no se notase esta dilución, que muchas veces los niños veíamos hacer en el grifo de la fuente-león de esta Plaza, le añadían polvos de un producto llamado “Blanco España”, que servía como limpiador de zapatos de lona blanca y era aprovechada esta particularidad para producir densidad y blancura en la leche, así manipulada. Esto se descubrió al cabo de muchos años de tal delito alimentario y pese a su gravedad, no tuvo mucha importancia ni revuelo informativo.
Don José el de los burros
La gran afluencia de las lecheras con sus burros tenía el problema de qué hacer con éstos mientras ellas se iban a repartir por las casas o a vender en El Fontán. En una parte de la ciudad, el barrio de Santo Domingo, dada su proximidad a la Plaza, había un lugar idóneo donde dejar alojados a estos animales. Existía un portón de madera a la izquierda de la Iglesia, que comunicaba con una explanada en la que estaban situados unos cobertizos, hechos solo con tejado y pesebre, en donde se ataban estos pollinos durante el tiempo en que sus dueñas estaban ausentes y se les suministraba así protección y sustento por un módico precio. Los burros acudían a este lugar muchas veces sin la presencia de las lecheras, acostumbrados ya a su lugar de descanso, por lo cual era muy frecuente ver reatas solas provenientes del barrio de San Lázaro y en ocasiones teníamos espectáculo gratuito pues muchos machos se encelaban con las hembras presentes e intentaban seducirlas, pese a la albarda que todos portaban. Los rebuznos se oían en toda la zona, pues eran muchos los asnos que allí se recogían.
Don José era el dueño de los establos, de la casa y de la finca. Vivía en compañía de dos hermanas mayores, serias y enlutadas, que también revendían la leche que les suministraban sus inquilinas. La mayor de ellas se casó con un criado de la casa y la menor tenía un defecto en la locomoción, lo que motivaba que su caminar fuese con los pies rozando el suelo y en movimientos oscilantes de atrás para adelante.
Afeitagatos
En la misma calle del Arzobispo Guisasola había una modestísima peluquería de hombres, en una casa desvencijada por los años y por las huellas de la reciente guerra. Su propietario era un veterano peluquero, bajo, rechoncho y calvo, al que los chavales denominábamos con este apodo tan humillante para un peluquero. Muchas veces nuestro atrevimiento era tal que nos asomábamos a la decrépita puerta y gritábamos a coro: “afeitagatos, afeitagatos”, lo que motivaba que el viejecillo se pillase un cabreo mayúsculo y dejando su tarea de afeitado, salía corriendo detrás de nosotros con la navaja barbera abierta y gritando como un poseso amenazas de lo que nos haría si nos pillaba. Presos del pánico corríamos acera arriba y llegados al Campillín, bajábamos velozmente la senda pedregosa que comunicaba con la calle de Santo Domingo, todavía perseguidos por el iracundo peluquero, hasta que éste, agotado, cesaba en su empeño y nosotros nos recuperábamos de la carrera todavía con el miedo metido en el cuerpo.
Herrerita
Fue el ídolo infantil por excelencia. En los juegos en que predominaba el fútbol, los chavales elegíamos el nombre del futbolista que más admirábamos y lógicamente el nombre no podía ser repetido por lo cual se echaba a suerte para ver quién era uno u otro. Herrerita era siempre el más disputado y el poseedor del sosias jugaba orgulloso de sentirse nada más y nada menos que el ídolo de toda la afición ovetense. Este magnífico jugador vivía así una doble vida, una en el verdadero campo de Buenavista, con la alineación de Argila, Jugo, Penedo, Sansón, Diestro, Sirio, Antón, Goyín, Cabido, Herrerita y Emilín; este magnífico equipo, de gran capacidad goleadora, creó el mítico “Jorobu”, el número 5 con un abultamiento en el centro. La otra era en el juego del fútbol con la personalidad suplantada en tantos niños que le idolatraban: “yo, Herrerita”.
Le veíamos muchas veces pasear por las calles de Oviedo, con aquel aspecto tan distinguido y elegante, el mismo que manifestaba en el campo de fútbol. Como solía comer, también en soledad, en un restaurante de la calle de Arzobispo Guisasola, íbamos muchas veces a la hora prevista para verle llegar y después, ya en el barrio decíamos orgullosamente: ¡ he visto a Herrerita !
La torera y su caballo
Ubicaba su lugar en pleno Campo de San Francisco y fue durante muchos años la encargada de hacer fotos tanto a niños como a mayores, con la compañía de un caballo de madera y cartón piedra que colaboraba en el lujo de la foto. Allí quedó el recuerdo amoroso de muchos quintos y muchachas de servir que eran los mayores pobladores del Parque tanto a diario como en los festivos. Fue un personaje entrañable y cariñoso que dejó tal recuerdo en la vida de la ciudad que nadie en el día de hoy desconoce la historia de esta inolvidable mujer con su gigantesca máquina de fotografías y su tablero expositor.
Don Luís Somoano
Era un sacerdote elegante, siempre con el manteo bien colocado y la cabeza cubierta con su típico sombrero de clérigo. Fumaba cigarrillos en larga boquilla, tal vez hechos en una clásica máquina Victoria y fue dueño durante muchos años del Colegio Hispania, hasta su venta a Don Félix Prendes. Era típico en su caminar felino pero más que nada era su presencia, al atardecer de orbayu en una pastelería de la calle de La Magdalena, sentado en una mesa con vistas a la calle, con el cigarrillo encendido, una copa de anís y un vaso de agua sobre la mesa de mármol. Las malas lenguas murmuraban sobre esta costumbre y se decía que el contenido de vaso y copa era inverso, es decir el agua en la copa y el anís en el vaso.
La Vieya
Durante muchas fiestas del año salían a la calle los gigantes y cabezudos. Los gigantes eran, entre otros, Telva, Pinón, un rey y una reina blancos y otra pareja real de negros con turbantes, acompañados por varios cabezudos, provistos de un palo delgado, sobre cuyo extremo un cordel sujetaba una vejiga de cerdo, desecada e hinchada con aire. Con este artilugio los cabezudos arremetían contra mayores y pequeños a base de inocentes golpes con dicha vejiga, que sonaban pero no lastimaban. No todos eran así y había un cabezudo vestido de mujer, peinada de moño en la nuca y de cara fea y contraída: La Vieja. Esta malencarada era el terror de los niños, tanto por su aspecto siniestro como con el modo de actuar pues llevaba la vejiga deshinchada, por lo cual sus golpes eran dolorosos y no contenta con ello golpeaba o pinchaba con el mismo palo e incluso pegaba patadas a los que tenían la mala suerte de estar en sus cercanías. Los niños le gritaban a coro ¡ Vieya ! ¡ Vieya ! Y las carreras desenfrenadas se producían durante todo el recorrido previsto, saliendo siempre triunfante esta fea criatura.
Don Urbano y Arturín
Aunque ambos personajes tienen la suficiente categoría para ser independientes, sus anécdotas se entrecruzan en una que fue el regocijo de la época.
Don Urbano era un sacerdote muy especial y conocido en la ciudad por muchas de sus excentricidades, tal como sus paseos en bicicleta, que producía un efecto chocante con sus ropas negras balanceándose al aire.
Arturín era un vendedor ambulante de periódicos, un tanto afeminado, que se le conocía por el sobrenombre de “el de los periódicos”. Era muy típico oírle gritar su mercancía por las aceras de las calles Argüelles, Fruela y Uría, su zona preferida, trajeado con unos pantalones típicos que le quedaban muy cortos.
Fue en una de estas calles donde se produjo un día el encuentro casual entre Don Urbano montado en bicicleta y Arturín el de los periódicos voceando La Nueva España, Carbón y La Voz de Asturias. A media mañana apareció en plena calle Don Urbano a todo pedal y con el manteo desplegado, como las velas de un galeón. Arturín caminaba gritando al aire sus productos yhéteme aquí que Don Urbano dirige su bici justamente a la acera en la que Arturín se encontraba, rodeado de compradores y curiosos. El sacerdote se para en seco y según estaba colocando su bicicleta, Arturín gritó con su voz afeminada: “¡ Meca, nunca vi a un cura montando en bicicleta !” a lo que Don Urbano respondió rápido y con voz aún más potente: “¡ Ni yo a un marica vendiendo periódicos !”. Lógicamente todos los presentes se rieron a carcajadas y la noticia de este duelo verbal corrió como la pólvora por toda la ciudad y su relato duró mucho tiempo en el anecdotario ovetense.
Milio “El Tonto”
Al final de la calle de Travesía Monte de Santo Domingo, después del puente del ferrocarril, había una típica finca asturiana, con ganado vacuno, hórreo y maizal, cuya familia propietaria tenía dos hijas, llamadas Lucina y América, y un hijo retrasado mental llamado Emilio. Este ser inocente, ya entrado en años, era muy querido entre los vecinos y población infantil y rondaba por el barrio de Santo domingo a todas horas. Tenía un vocabulario especial, poco académico, que conocíamos y no precisaba intérprete, tal como “Magüensu” equivalente a “Sinvergüenza” y “santominino” por “Santo Domingo”, que era el primero como nos llamaba cuando le provocábamos. Tenía un inconfundible olor corporal a cucho de las vacas que él cuidaba, y paseaba a diario por todas las calles. Su tendencia religiosa era muy profunda, oyendo misa en Santo Domingo y acudiendo a rezos y procesiones con una vela encendida, lo que le hizo muy popular en nuestro barrio y sus alrededores pero su principal afición era asistir a todos los duelos y velatorios y repetir cansinamente el pésame a todos los familiares presentes, lo que motivó muchas veces que le hicieran salir de la casa mortuoria sin muchas contemplaciones.
El pobre Emilio, Milio para todos, portaba en un bolsillo del pantalón una peseta, doblada al máximo y envuelta en papel de seda y posteriormente otra de metal, una rubia, también primorosamente envuelta y guardada celosamente en el mismo lugar del pantalón. Dicha peseta constituía su riqueza y era frecuente entre nosotros pedir que nos la enseñase pero no había forma humana de que la sacase del bolsillo y menos que la gastase en alguna compra.
Su padre estuvo ausente muchos años, se decía que exiliado, por lo cual el patriarca de la familia era su enérgico abuelo Lucio.
El Piru
Un personaje de lo más entrañable y recordado era este buen hombre, especialista en vender a la gente menuda toda una serie de artículos modestos y apetecibles. Como una de sus especialidades eran los pirulís, que el voceaba como “pirulís de La Habana”, se quedó lógicamente con el apodo simplificado de Pirulero. Vivía detrás de la Iglesia de Santo Domingo y provisto de una amplia bandeja de madera, sujeta con un tirante de cuero a su cuello, salía a vender sus golosinas durante la hora del recreo en los cercanos colegios de Santo Domingo de Guzmán e Hispania. Posteriormente iba al más alejado, Los Maristas, y de allí si aún le quedaba mercancía sin vender, se instalaba en el Campo de San Francisco.
Lógicamente era muy querido por todos nosotros, tanto por sus productos como por su trato bondadoso. La mayor parte de sus especialidades las fabricaba él mismo en su modesta vivienda y eran a base de productos infantiles, tales como los pirulís, caramelos de color rojo en forma cónico-alargada y envueltas en papel de estraza provistos de un palillo en la base para facilitar su degustación, manzanas rebozadas también de caramelo rojo y con un palillo para su manejo, chufas hinchadas en agua, caramelos de distintos precios de 5 a 50 cts por unidad y su mayor golosina: postres se llamaban y eran pequeños barquillos rectangulares con un relleno de dulce. Todos los que fuimos a estos colegios lo recordamos con cariño, rodeado de ávidas miradas pues en aquellos años las perrinas (5 cts) y las perronas (10 cts) eran el máximo capital de que disponíamos la mayoría de los niños para procurarnos algún capricho.
El Hombre del Monóculo
Su presencia fue siempre motivo de respeto mezclado con muchas dosis de miedo. Era un señor vestido de oscuro a la vieja usanza, muchas veces incluso con capa, lo que producía un halo de misterio. Su cara era cetrina y seria, sin asomo de ninguna mueca ni sonrisa, barba de chivo y un objeto que nos causaba el mayor de los misterios: un monóculo. Debido a este, y como le ocultaba uno de sus ojos, era conocido por nosotros como “el del ojo”, nombre que producía el alejamiento rápido cada vez que se le distinguía en la distancia. ¡ Que viene el del ojo ! Ante este aviso, emitido por el primer niño que lo veía, escapábamos todos a la carrera y escondidos en alguna ruina esperábamos su paso circunspecto y grave, con su mano apoyada en un bastón, con la respiración contenida y sin atrevernos a mirar su cara, temerosos del supuesto poder maléfico que emanaba del monóculo. Fue durante mucho tiempo la inquietud en nuestros juegos en plena calle, siempre pendientes y temerosos de su aparición, que debido a lo pausado de su caminar se presentaba siempre de improviso, por lo cual el grito de aviso era siempre una señal de precaución que nos alertaba ante aquel imaginario peligro que nunca fue real, ya que este viejo aristócrata solamente pretendía pasear por la ciudad y sus alrededores. No obstante nosotros le atribuíamos a su mirada, a través del monóculo, dicho poder maléfico que podía paralizarnos e incluso producirnos una grave enfermedad.
Los Chatarreros
En este tema podemos agrupar a los buscadores y a los compradores. En gran cantidad de casas en ruinas, debido al sitio de Oviedo, se escondían restos de materiales estratégicos: cobre, latón, hierro colado, etc. Éstos tenían mucho valor para ser vendidos, ya que la escasez de materias primas motivaba que se recuperase casi todo, incluso las suelas de goma de las zapatillas, las botellas de vidrio y los trapos, que vendidos en ciertas tiendas, chatarrerías, proporcionaban unas pesetas que eran muy necesarias y bien recibidas. Había muchos hombres, tanto jóvenes como mayores, que provistos de una azada y un saco iban desescombrando ruinas y buscando afanosamente restos de estos materiales. En estas excavaciones hubo muchos que perdieron la vida al encontrar algún obús sin explotar pero era un riesgo aceptado y éste no les impedía seguir con su peligroso trabajo. Observando a estos buscadores de chatarra se produjo lógicamente una imitación entre la población infantil ya que así podíamos lograr un modesto pecunio que nos permitía posteriormente disfrutar de algún capricho, más bien satisfacer una pequeña necesidad. De este modo entre varios amigos nos “juntábamos a chatarra”, es decir, creábamos una especie de sociedad limitada en la que sus miembros buscaban productos vendibles, escarbando a mano o simplemente revolviendo los trozos de tabiques en las abundantes ruinas y todo lo encontrado era almacenado y clasificado según su valor para transformarlo en su momento a pesetas reales y repartir después éstas entre los miembros de la sociedad. El precio de estos materiales iba en aumento a su calidad, comenzaba por el más barato, el hierro común y seguía por el hierro colado, plomo, latón (lo llamábamos metal) y cobre. La venta se producía en unos establecimientos especializados, las chatarrerías, donde sus dueños nos timaban en el peso, de modo que siempre recibíamos menos dinero que el esperado. Por nuestro barrio había dos establecimientos llamados Gontán y Garvi a donde íbamos con nuestros productos, deseosos e ilusionados por el modesto ágape de caramelos y cacahuetes que ansiábamos comprar con esta ganancia tan elaborada.
Atilano el de los huevos
Una firma muy famosa por aquellos años era especialista en productos avícolas y se llamaba Atilano San Pedro, nombre por el cual era muy conocido. Tenía varias furgonetas de reparto, con su rótulo en los laterales. En aquellos tiempos la propaganda estaba en sus inicios y tan solo se encontraba en modestos carteles y en anuncios sonoros con altavoces instalados en el capó de alguno de los escasos coches que circulaban por las calles.
Ignoro cuál fue el motivo por el cual indujeron al buen Atilano a redactar una frase publicitaria que decía: “Para huevos, los de Atilano San Pedro”. Se rotuló esta frase en sus camiones y furgonetas peo su aparición en la ciudad tuvo el efecto contrario al deseado ya que la clásica sorna ovetense hizo que ésta se limitase a una presunción de los órganos genitales de Atilano, por lo cual la duración de este anuncio tan original fue fugaz y en pocos días se restablecieron las rotulaciones de siempre en los laterales de sus vehículos.
Pachu “La Jaspia”
Tal como recordamos anteriormente, los talleres del ferrocarril Vasco-Asturiano estaban situados en el barrio de Santo Domingo y el trasiego de obreros era muy abundante en las horas de entrada y salida, anunciados por un toque de sirena, el cual junto al paso de los ferrocarriles de viajeros, nos servían de marcador del horario, ya que pocos niños tenían acceso a un reloj de muñeca. Entre estos obreros destacaba por su simpatía e instinto comercial un hombre que venía a diario nada menos que desde Pola de Siero a trabajar en estos talleres mecánicos. Tocado con su gorra capada y provisto de un cesto cuadrado de mimbre, donde llevaba su comida, venía y volvía Pachu, siempre jovial y alegre y provisto muchas veces de pequeñas golosinas que repartía entre los chavales que le salían al paso. La otra actividad empresarial a la que se dedicaba con esmero era al tráfico y compra-venta de alimentos, al estraperlo vamos, y era muy frecuente verlo acarrear pequeños sacos con harina, azúcar y alubias que eran principalmente los productos más solicitados por su abundante clientela.
Cuchichi
En estos mismos talleres trabajaba este magnífico e histórico cantante, en sus años duros en los que la voz ya no le acompañaba y que también estaba falto de sus compañeros Botón, Miranda y Claverol. Todos los niños de este barrio conocíamos su fama y lo mirábamos respetuosamente durante sus idas y venidas por nuestras calles, pues vivía con su familia en una casa del mismo ferrocarril muy próxima a los Talleres. En esta casa la empresa reunió a los empleados más destacados y uno de ellos era este famoso cantante de tonadas ¿Quién no recuerda aquella de “Soy asturianín, soilo de verdad”?
Nicanor
Al final de la Calle Mon, esquina con la de Santa Ana y frente al entonces Colegio del Santo Ángel tenía este venerable anciano su tienda. En ella vendía principalmente ex–votos de cera que él mismo fabricaba y que por entonces tenían mucha aceptación como pago de las promesas pro curaciones milagrosas, por lo cual el beneficiado ofrecía al santo curador aquella parte de su anatomía que había sido sanada, reproducida en cera. Aparte de estos productos Nicanor tenía unpequeño escaparate en el que exponía otros materiales, esta vez dedicados a los niños. Había allí, a la vista infantil, miniaturas de objetos litúrgicos tales como misales con atril, cálices, candelabros y velas. No es de extrañar la existencia de tales artículos pues en estos años que ahora se evocan era muy frecuente jugar a ser sacerdotes. Además de estos había pequeños juguetes y sobre todo materiales pirotécnicos tales como voladores (cohetes), petardos, restallones, bombas explosivas, etc, en un surtido amplísimo y cuya descripción se verá más adelante. Aquí se trata ahora de rendir el merecido homenaje a este entrañable hombre, que siempre nos despachó sus productos con una bondad personificada. Su recuerdo es muy chocante pues siempre lo evocamos como un anciano de gafas muy pulcro y vestido con una bata verde oscura, por lo cual el imaginarlo como joven es tarea imposible, ya que lo conocimos siempre con ese aspecto de persona muy mayor.
Afilador y Paragüero
En los barrios periféricos de la ciudad era muy frecuente la aparición de unos profesionales que anunciaban su presencia con un sonido peculiar a base de varios silbatos unidos entre sí que al pasar sobre los labios emitían un sonido ondulado e inconfundible que servía para identificarles y requerir así sus servicios. Eran todos gallegos y portaban una caja grande de madera con una rueda que servía para mover la muela de afilar los cuchillos y las tijeras y a la vez para el transporte de sus modestos enseres en dicha caja. Arreglaban también paraguas, sustituyendo las varillas rotas y ponían remaches a las bases de las sartenes y las cacerolas agujereadas por el cotidiano uso en las cocinas de carbón, cuya llama directa erosionaba y corroía estos utensilios y eran estos profesionales los encargados de alargar su vida por un económico precio.
Los sobrantes de las varillas de los paraguas solían dejarlos abandonados en la misma calle y eran aprovechados por nosotros para fabricarnos rústicas ballestas y arcos con flechas.
Casa Marcela
Pese a nuestra educación rígida y moralista, los temas referentes al sexo nos eran conocidos perfectamente desde la edad más temprana y aunque los pecados sobre el sexto mandamiento nos tenían atemorizados, todos sabíamos perfectamente los secretos de la vida y procurábamos aumentarlos con cualquier experiencia que nos transmitían otros niños. De este modo sabíamos de la existencia en la ciudad de las prostitutas, fulanas las llamábamos, comenzando por su localización nada más y nada menos que en la Calle Covadonga, la menos apropiada para albergar todo lo contrario a la virginidad femenina.
Una de las casas de lenocinio de la ciudad más conocida era Casa Marcela, mucho más importante que las de dicha calle, del Café Suizo o de la Granjaen el campo de San Francisco. Dicha Casa estaba a las afueras, en un barrio cercano al Campo de los Patos, llamado Fozaneldi. Allí se veía un edificio de tres plantas que destacaba en la lejanía y que siempre era observado por nosotros con cierta excitación, al conocer las actividades pecaminosas que allí se desarrollaban.
Había también otras profesionales del amor que eran muy conocidas en la ciudad y que ahora recordaremos a continuación.
Marujina “El tetu”
Era una chavala jovencita, cuya fama de frescachona todos los jóvenes conocían y de la que se aprovechaban muchas veces para hacer roces y tocamientos gratuítos en los bailes de las romerías. Vivía por la zona de Buenavista y sus andanzas eran seguidas y comentadas por la chavalería ovetense. Su triste fama y recuerdo se plasmó incluso en una canción de Jerónimo Granda dedicada a ella con su fina ironía.
La Vueltaa Oviedo
Era la decana de las prostitutas ovetenses. Esta pobre mujer caminaba mañana, tarde y noche en completa soledad por las calles de la ciudad, vestida pulcramente e intentando disimular el paso del tiempo a base de gruesas capas de cosméticos baratos. Debido a estos paseos solitarios se le puso el mote de “La Vuelta a Oviedo”, acertadísimo en su fundamento tal vez evocador del ciclismo. Su modestia en esta decrepitud hacía que el precio por sus servicios fuese muy económico. Hubo un dicho popular, muy cruel por cierto, relatando un récord que había establecido durante el día de San Mateo, en que cobrando a perrona (10 cts) cada servicio había recaudado 100 ptas solamente en dicho día.
Foto Mely
Era el especialista en acudir a fiestas familiares para hacer un recuerdo gráfico de acontecimientos tales como bodas y bautizos, incluso desplazándose a lugares alejados de la ciudad. Tenía su estudio en el Monte de Santo Domingo y sus fotos, a base de la ignición de magnesio en polvo, tenían su nombre impreso en la misma base o en el reverso con sello de caucho. Tal vez tenga en su estudio muchas historias archivadas, pues era un magnífico profesional. La utilización del polvo de magnesio para producir un fogonazo era entonces el “flash” necesario para las fotos interiores o con poca luz. Su combustión ocasionaba también una explosión apagada que asustaba a muchos de los retratados.
La tragedia del Limpiabotas
En plena plaza de la Escandalera estaban ubicados un kiosco de revistas y periódicos y unpequeño edificio de limpiabotas, cuyo dueño tenía tres hijos de los cuales el mayor no superaba los 10 años. Fue una aciaga tarde en la que los tres niños estuvieron caminando en sus juegos por las vías del ferrocarril Vasco-Asturiano, que en su recorrido final atravesaba parte de la ciudad. La tragedia surgió en el puente de este ferrocarril sobre la calle Gascona. Allí se encontraban los tres niños cuando llegaba un tren e inconscientemente se subieron en el lateral metálico de dicho puente, lo cual fue su perdición ya que al pasar dicho tren, aspiró hacia el interior de la vía a los ligeros cuerpecitos de los niños y allí acabaron sus vidas, troceados entre las vías y el balasto. La noticia corrió como la pólvora y toda la ciudad sufrió esta gran tragedia cuyo recuerdo aún perdura en los que entonces éramos niños y conocimos la desventura de estos pobres niños y que recordábamos siempre al pasar por la Plazade la Escandaleray mirar hacia el establecimiento de su padre el limpiabotas.
Raqueta y Pelota
Eran dos hermanos gemelos, rubios y con cara de traviesos tipo Zipi y Zape, que caminaban siempre juntos e inseparables, de ahí el doble mote con que eran conocidos. Solían realizar pequeñas travesuras aprovechando su idéntico parecido, una de las más conocidas era el entrar en el cine con una sola entrada. El truco que utilizaban era aprovechar un momento de distracción del portero en que uno de los dos, el poseedor de la entrada, una vez dentro del cine le decía que tenía que salir a la calle por algún motivo figurado y procuraba evadirse de nuevo hacia el interior del cine, llegando poco después su hermano y le decía al portero “he vuelto”, lo que le permitía entrar al cine sin la correspondiente entrada.
El Hongo
La historia del hongo puede incluirse aquí, dado que también era un ser vivo. No sé en qué parte de la península comenzó a cundirse el prodigio curativo de un hongo que se criaba metido en un recipiente de cristal y cubierto de agua. Este vegetal crecía enormemente en el interior de dicho recipiente y un pequeño trozo que se sacara y pusiera en otro contenedor producía en pocos días un nuevo hongo gigantesco de aspecto blanquecino y gelatinoso, similar a una medusa solidificada. La cuestión fue que la gente se bebía el líquido en el cual estaba este vegetal con tal fe que era un curativo de todos los males que aquejaban a la familia en que se criaba, desde dolores de cabeza a reumatismo. Todos bebimos de aquella agua milagrosa y creímos sanarnos de cualquier enfermedad. Lógicamente en casi todas las casas había uno pues dada su capacidad reproductora, se fue extendiendo fácilmente de unas familias a otras. No se recuerdan curaciones prodigiosas pero sí hizo un gran efecto placebo que alivió la vida de muchos de los que creímos a pies juntillas en sus beneficiosas propiedades.
Los Vareadores
Los colchones de la época eran a base de un relleno de lana, para así lograr un fondo de calor en los días duros del crudo invierno. Lógicamente sufrían un deterioro con su uso, consistente en el apelmazamiento de la lana, lo que motivaba la aparición de grumos en el interior y pérdida de solidez y comodidad. La solución a este problema era desarmar el colchón y volver la lana a su original forma esponjosa, a base de azotar ésta para que se soltase de su agrupamiento. Para realizar esta operación solían acudir periódicamente por las viviendas unos profesionales un tanto originales, llamados vareadores debido al útil con el que trabajaban que no era otra cosa que una vara larga de avellano, con la cual golpeaban a los grumos de lana y éstos se iban transformando nuevamente a su aspecto original similar a un plumón de pájaro. Era muy típico ver a estos vareadores en los prados y zonas planas realizar su labor, con sonidos silbantes procedentes de la nerviosa vara. La operación tenía su verbo propio, derivado de la vara a “varear”. De este modo se lograba la rehabilitación de los clásicos colchones, tan típicos de aquellos años.
También había una operación de blanqueado de las sábanas, consistente en disponerlas extendidas sobre la hierba, con lo cual aumentaban su color blanco sin la ayuda del “azulete”, un modesto blanqueador del lavado. Estas operaciones eran muy típicas y con frecuencia podíamos ver parte de los prados ocupados por este tipo de ropa. La explicación científica actual es lógica, se aprovechaba el oxígeno que desprendía la hierba durante su función clorofílica y éste era el productor de tan ingenioso blanqueo.
El Vejete Lolo
Es uno de los personajes más locales, solo conocido por los chavales de nuestro barrio. Este buen anciano, de edad indefinida, vivía en el Monte de Santo Domingo, con toda su familia de hijos y nietos. Con el fin de sentirse útil era el encargado de ir a comprar la leche, tal vez hasta la Plazadel Fontán, y en su diario deambular lo encontrábamos diariamente con su andar cansino, arrastrando los pies al caminar y la colilla en sus labios. Hasta aquí es un recuerdo sin mucho interés pero la anécdota que lo destaca es que descubrimos, que pese a su deterioro físico frecuentaba periódicamente una modesta casa de fulanas de nuestra calle, lo cual nos producía un asombro mayúsculo al comprobar su otra faceta, tal vez con menos deterioro que el de sus piernas.
La Magina
Se paseaba frecuentemente por la zona del barrio de Santo Domingo una anciana enjuta, enlutada, con gafas de cristales muy gruesos y cara cadavérica. Portaba un bolso negro, grande, en el cual traía jabón que ella misma fabricaba y que vendía a sus amistades. Esta visita comercial solía hacerla próxima a la hora de la merienda, con lo cual sacaba doble provecho: la venta y la manduca. Llegaba pues a la casa y una vez aposentada en la cocina o en el cuarto de estar, abría el bolso y sacaba la pastilla de jabón, muy bueno por cierto, de ahí su clientela fija. Una vez fijada la cantidad y precio del producto, la visitada le ofrecía, dada la hora, una taza de café con alguna compañía, tal vez un poco de pan pues las golosinas no abundaban. La Magina, que era éste su apodo, decía siempre “sí” a esta invitación y solía ampliar esta afirmación con la frase de “siempre llego a tiempo”, con una sonrisa fingida que asomaba unos dientes amarillentos. Además de este comercio, muy característico de aquellos años, La Magina se dedicaba a la usura, con préstamos a un interés del 10% mensual, con lo que a ella le parecía que haría una obra de misericordia. Muchas veces en sus conversaciones introducía una frase muy típica: “yo no necesito ir a la iglesia a confesar pues como ni robo ni mato, estoy en gracia de Dios”.
La Nieve
Aunque no se trate de una persona este meteoro, puede considerarse casi un ser vivo, ya que nos acompañó en varias ocasiones todos los años. El frío reinante durante los inviernos de los años cuarenta fue muy duro, durísimo y aún más significativo a causa de la escasez de alimentos y de carbón. Para nosotros los niños, la nevada suponía un espectáculo, con aquellos copos, como trapos los llamábamos debido a su gran tamaño y que cubrían la ciudad de un manto blanco permanente muchas veces más de una semana. Debido a esta dificultad, con nieve de 30 cm o más en todas las calles, se suspendían las clases de los colegios, lógicamente con la alegría de todos nosotros, lo que no nos impedía disfrutar con batallas a bolazos, patinazos y exploraciones en lugares que nadie había pisado. El reflejo condicionado de “nieve=vacaciones” quedó tan metido en nuestro intelecto que ahora, ya abuelos, se nos alegra el ánimo cada vez que caen cuatro copos, pues la verdad la nieve no es lo que era en nuestra infancia.
Miss Fumo
En las ruinas de los bloques de viviendas de la Plaza de Santo Domingo habitaba una pobre mujer viuda, en una habitación de la planta baja, que tenía dos hijos famélicos, y malvivían a base de las escasas limosnas que recibían, procurando incrementar sus ingresos realizando pequeños recados y transportando objetos. La madre era la protagonista principal y deambulaba por las calles del barrio, bien solicitando ayuda o bien cargando con bultos de una parte a otra. Al pasar cerca de ella se desprendía un fuerte olor al humo que se producía en su infravivienda y que se impregnaba en sus harapos. Por tal motivo fue bautizada con el apodo de Miss Fumo, adecuado lógicamente a sus características olorosas.
Las Carretonas
Hubo una humilde profesión muy conocida en aquellos años en los que el reparto de mercancías era prácticamente nulo, respecto a los productos a peequeña escala. Por tal motivo y para suplir tal carencia aparecieron unas personas que se encargaban de transportar cosas entre Oviedo y los pueblos cercanos. Generalmente eran mujeres mayores y del verbo asturiano “carretar” derivó el sustantivo por el que se las conocía: las carretonas. Estas heroicas mujeres , vestidas con ropas oscuras llevaban ocupados de fardos ambos brazos y para aumentar su capacidad de transporte se ponían en la cabeza una rosca de paño llamada “rodete”, gracias a la cual podían cargar más peso con la ayuda de esta parte del cuerpo.
Solían hacer sus trayectos de ida y vuelta tanto en los trenes del Vasco como del Norte y Económicos, pero lo más impresionante era verlas subir fatigadas por aquellas escaleras interminables de la estación del Vasco, características por los anuncios de color amarillo y negro en los bordes, con el nombre de Almacenes AlPelayo.
Una vez entregado su producto en el domicilio del destinatario, allí recibían nuevamente más encargos con el envío de nuevos paquetes que viajaban en sentido inverso.
Con este servicio a domicilio se facilitaba la recepción de productos hortícolas, en especial de las huertas de Grado y Candamo
Los ladrones de carbón
El carbón era un bien no muy abundante y muy necesario tanto en la incipiente industria como en el consumo doméstico, ya que el tipo de cocina que se utilizaba, llamada “vizcaína”, precisaba de este combustible para su funcionamiento cotidiano.
El reparto de este carbón familiar lo realizaban unos profesionales con su carro arrastrado por tracción animal, generalmente un humilde pollino y se medía en “quintales”, que era más o menos medio saco.
El suministro masivo hacia la ciudad se realizaba a través del ferrocarril, tanto del “Norte” como del “Vasco-Asturiano”. En este último era muy frecuente la llegada de largos trenes de mercancías llenos de carbón, con la superficie pintada de blanco, para garantizar su integridad, y con vagones de pequeña garita intercalados a lo largo de ellos, provistos de celosos guardias vigilantes armados de escopetas.
A la salida del túnel, próximo a los talleres, que iniciaba la última parte del recorrido y allí solían apostarse cuadrillas de profesionales del robo, se encaramaban en los vagones y con rápidos movimientos de sus manos arrojaban parte del carbón a las vías. El peligro era inminente pues al ser detectados por los vigilantes, se tiraban del tren y en muchas ocasiones fueron atropellados por éste. Era muy frecuente ver a supervivientes de este proceso montados en carros de ruedas de cojinetes, sin las dos piernas, los cuales engrosaban al otro número de mutilados de guerra.
Lógicamente el carbón derramado era hábilmente recogido y posteriormente vendido por las casas, lo que les procuraba un medio de subsistencia en aquellos años de vida tan dura.
También había grupos de niños y niñas que, provistos de un cubo y sin ninguna protección en sus manos, recogían los pequeños trozos de carbón que solían desprenderse de las locomotoras y con ello ayudaban a la maltrecha economía de sus familias. Se les conocía con el nombre de “carbonerines” debido a su corta estatura y era muy frecuente verlos caminar, con el cuerpo inclinado a lo largo de las vías del tren, en busca de los restos carboníferos.
Don Luciano García-Jove
Este sacerdote que vivía en la calle de La Magdalena, fue muy famoso entre todos los niños ovetenses de muchas generaciones debido a ser el autor de unos magníficos libros de Religión, asignatura que entonces se estudiaba con gran devoción e importancia. La fisonomía de este buen cura era la peculiar de los paisanos asturianos, con unos rasgos faciales muy acentuados, que lo hacían inconfundible cuando nos acercábamos a besarle la mano, costumbre entonces de obligado cumplimiento para niños y niñas.
Los frailes legos
En la Iglesia y Colegio de Santo Domingo había por aquellos años una numerosa congregación de frailes. Los estratos sociales de algunas órdenes religiosas eran muy clasistas, existiendo dos grandes grupos: Sagradas Órdenes y Legos. Los primeros eran la élite de la congregación, oficiantes de misa, predicadores y confesores. Los segundos eran los auxiliares que realizaban las tareas más modestas, tales como la vigilancia de la iglesia, adiestramiento de monaguillos, encendido y apagado de velas, etc y no podían decir misa pero participaban en todos los asuntos sociales de la Orden.
En este modesto grupo hubo dos frailes que fueron muy populares, uno perteneciente al propio convento y otro al colegio.
Fray Cueto, “fray” para los vecinos, poseía una gran humanidad y cariño fraternal para todos y vivió largos años en este clásico convento ovetense, desarrollando sus buenas actividades frente a los necesitados.
Fray Epifanio se dedicó a colaborar en las tareas del colegio como vigilante de estudios. Provenía del Tercio y apareció en Oviedo en 1948. Todos los alumnos recordamos a este nada típico lego pues entre sus especialidades poco ortodoxas realizaba demostraciones de lucha libre durante los recreos. Para ello se subía el hábito hasta la cintura, se lo ataba con el rosario y desafiaba a dos o tres voluntarios, de los más mayores a luchar contra él todos a la vez, lo que producía un espectáculo, ya que siempre fue el ganador de las peleas.