Capitulo 8
LOS FELICES DÍAS DEL VERANO
La libertad. Viaje a la playa. Meriendas campestres. La alimentación extra. La caza de renacuajos. Los esgolancios. El grillo y los métodos de captura. Las mariposas. Las vacalorias. Las luciérnagas. Las palomas. Las romerías y sus aromas. Los voladores. La música. Los globos de papel. Las romerías de los barrios. Fiestas de San Mateo. Las barracas. Las rifas y la rata. Otros festejos. El Otoño cercano. Juegos traviesos.
A primeros días del mes de Junio nos daban las vacaciones, que entonces duraban desde esas fechas hasta primeros de octubre. Esta inmensidad de tiempo libre, unida a la duración de los días infantiles, tan largos y eternos en comparación con nuestros actuales días de mayores (1 día de niño = 3 meses de viejo), nos producía una sensación de libertad y de búsqueda de nuevos juegos y aventuras.
Nuestro hábitat asturiano, tan húmedo, era el principal impedimento, ya que en aquellos años la meteorología veraniega solía ser muy adversa y se cumplía con creces el famoso dicho de que “cuando no llueve, orbaya para variar”. Debido a ello, las escasas escapadas a las playas suponía estar mirando al cielo desde una semana antes del proyectado viaje; ir a la playa era todo un acontecimiento familiar, con la preparación en la víspera de la tortilla y las empanadas y también de un buen lavado previo para que te vieran limpio y resplandeciente cuando te pusieras el traje de baño. Las playas más frecuentadas en estas excursiones eran aquellas que no presentaban excesivas aglomeraciones. Si nos llevaban a Gijón íbamos en el tranvía hasta el Musel y cruzando un túnel aparecíamos en la playa de Aboño. Si por el contrario era Avilés el lugar elegido, el destino final podía ser San Juan de Nieva o una playa de la misma ría, llamada San Balandrán, que añadía su encanto a tener que hacer la travesía de cruzar la ría en una pequeña lancha.
Para ir a estos lugares el viaje era largo, pese a la distancia tan corta a recorrer, ya que se hacía en unos trenes de cercanías muy arcaicos, con locomotoras de vapor de poca potencia y vagones de madera, en cuyas plataformas nos permitían contemplar el paisaje. Si al salir de Oviedo hacía buen día íbamos muy animados pero al atravesar el túnel de Villabona nos encontrábamos con un cambio radical y la niebla con orbayu podía ser nuestra compañera. Era triste jugar en la playa en estas condiciones, incluso vestidos y con jersey puesto pero la ilusión infantil suplía estos inconvenientes y disfrutábamos con cierta alegría esta maravilloso día. Si había suerte con un buen día de sol la cosa era mejor, con gran divertimento tanto en la arena como en el agua, siempre muy fría. Lo peor venía esa misma noche y en días sucesivos pues nuestra blanca piel corporal sufría una buena quemadura, quedando colorados como una “patarroxia” y aguantando este fuerte resquemor durante casi una semana.
Otra actividad lúdica de la familia eran las meriendas campestres en las tardes de los días festivos. En este caso éstas eran más abundantes que los viajes a la playa, ya que los desplazamientos eran cortos, bien en paseos o bien en tranvías. Aquellos veteranos y amarillos vehículos tenían durante el verano la particularidad de remolcar a un complemento móvil llamado “jardinera”, que era menos ruidoso y no por ello más cómodo, pero que aumentaba la capacidad de viajeros.
Esas tardes, tras un viaje que parecía no acabar, llegábamos al lugar elegido, Lugones, Buenavista, Colloto...y allí, tras un paseo, nos sentábamos en algún merendero, lugar en el que había mesas alargadas y bancos sin respaldo para acomodarse. En Colloto era muy famoso el llamado “Casa Periquín”, cuyos dueños tenían unas orejas sumamente grandes y alargadas características de toda la familia. En estos merenderos se permitía llevar la propia comida, lo cual era lo más frecuente, tan solo con el consumo obligatorio de las bebidas, que normalmente eran únicamente a base de vino y gaseosa “media y media” se llamaba a esta típica consumición.
Después de la merienda-cena, tan apetitosa y fuera del menú semanal, nosotros, la gente menuda, tenía más libertad para establecer nuevas amistades y jugar a algún entretenimiento compartido tal como batallas con los corchos de las botellas de sidra del merendero hasta el momento de regresar a la ciudad propiamente dicha.
En nuestras andanzas veraniegas aprovechábamos cualquier ocasión para procurarnos algún alimento extra, tan necesario en estas edades. Total, que en alguna de las huertas que había muy cercanas al casco urbano, siempre había la posibilidad de ingerir pequeños frutos en ausencia de los dueños. Nuestra preferencia eran los arbejos en formación, ya que al abrir su vaina quedaban casi en leche y su sabor era bastante aceptable. En los maizales también surgía la ocasión de coger alguna panoya tierna, que tostada en una hoguera constituía un manjar muy apetecible. Lo que sí era sabroso de verdad se producía durante la recolección de la patata. Los amos de estas huertas, sacaban las patatas primeras en esta estación veraniega y muchas veces hacían una pequeña hoguera y en ella asaban unas cuantas. Sabedores de ello nos acercábamos muchas veces a tal labor y ante nuestras inocentes miradas, el propietario de este primitivo festín solía darnos una de esas patatas, con su piel medio carbonizada y cuyo interior tenía un sabor inmejorable, implementado con el ahumado de la hoguera.
Otras actividades nutritivas, con frugales banquetes, nos las buscábamos en las sebes, que en esta época nos ofrecían gratis unos sabrosos racimos de zarzamoras, que incluso con nuestra impaciencia comíamos antes de madurar. Las zarzamoras, “moras” como las llamábamos, eran sabrosísimas cuando estaban en sazón, sirviendo incluso para fabricarnos una bebida refrescante al exprimirlas y mezclar su jugo con agua azucarada. En muchas ocasiones, tras evitar la presencia de sus dueños, aprovechábamos la abundancia de avellanos que separaban las lindes, cogíamos los “garapiellos” y tras pelar su envoltura verde, partíamos con nuestras propias muelas aquellos frutos tan naturales y asturianos, paladeando con placer la rica “ablana” todavía tierna y jugosa.
En estos recorridos campestres, además de posibles alimentos también imaginábamos extraordinarias aventuras, en las que éramos exploradores o soldados de élite alemanes y americanos , aprovechando también pequeños arroyos para hacer presas y echar a flotar rudimentarias embarcaciones. Como en estos arroyos había abundancia de renacuajos de rana, “cabezones” los llamábamos, procurábamos hacer una buena captura y sobre todo cuando al edificar la presa se desecaba parte del reguerín. Aunque los llevábamos después en un cubo con agua no sobrevivían demasiado en nuestras angelicales manos.
Durante nuestros campestres paseos, al cruzar los prados, tan verdes y olorosos, la hierba aún sin segar era alta y tupida, lo que escondía muchas veces a unos inocentes habitantes, los “esgolancios” o “esculibierzos”. Eran unas serpientes plateadas totalmente inofensivas pero que no eran de nuestro agrado, tal vez por ese ancestral terror humano a los reptiles.
Con el buen tiempo venía también la posibilidad de tener una nueva mascota doméstica: el grillo. Este simpático insecto era muy codiciado por nosotros debido a su escasez y sonoridad. La escasez venía propiciada por la época de lluvias generalizadas de final de la primavera, que inundaba sus cuevas y acababa con muchos de ellos. Los que sobrevivían a este diluvio eran motivo de caza y captura con el ánimo de conservarlos vivos, bien en una pequeña jaula o en una simple caja de cartón con una tapa transparente. Los más valorados era un especimen que tenía una “P” mayúscula en sus élitros, lo que motivaba que les llamásemos “príncipes” y que se distinguían también por la sonoridad de su “cri-cri”. Su captura no era fácil debido a lo ya referido de que hacían una cueva profunda para resguardarse. Por tal motivo desarrollábamos diversas técnicas, la más típica era meter una paja larga por el interior de la cueva y moverla de modo que el grillo al notar el pinchazo sobre su abdomen se salía de ella. Otra muy utilizada era una buena meada sobre el agujero para obligarlo a salir so pena de morir ahogado. Hubo también un desarrollo científico para este atrapamiento, del cual tengo el honor de ser su inventor y que era a base de utilizar hormigas cabreadas. La cosa consistía en que una vez localizada la cueva, se buscaba en su cercanía el típico hormiguero de prado, un cono de arena con su población de hormigas. Se escarbaba con la mano la arena de esta construcción y rápidamente salían hormigas enfurecidas para vengar tal estropicio; éste era el momento óptimo para tomar un puñado de tierra lleno de estos insectos y ponerlo a la entrada de la cueva del pobre grillo. Las hormigas se introducían velozmente por ella y atacaban fieramente al grillo, que al sentirse mordido salía a escape de su escondite y pasaba así fácilmente a nuestro poder.
El cuidado del grillo cantor, que incluso se vendían alguna vez en la misma Plaza de El Fontán, era muy delicado para que éste estuviera todo lo confortable posible en su encierro. Para su alimentación le proporcionábamos hojas de lechuga, que no sé por qué motivo siempre se imaginó que era su alimento preferido pero que yo sepa en el prado donde vivían no tenían este vegetal. La cuestión es que la lechuga les soltaba la tripa, al igual que a los gusanos de seda y padecían con esta dieta una fuerte diarrea casi crónica.
No eran éstos los únicos insectos que caían en nuestro poder. La abundancia de este tipo de fauna era muy grande, por lo cual muchos niños hacían colecciones de ellos a gran escala. Una de las más frecuentes era la de mariposas. Este lepidóptero, además de embellecer los prados y jardines con su vuelo multicolor, tenía el inconveniente personal de su propia belleza, lo cual propiciaba su captura y martirio posterior. Para lograr una perfecta colección, la pobre mariposa era clavada con alfileres, alas y cuerpo, en un cartón y así se mantenía en lenta agonía hasta su muerte, con lo cual quedaba en posición adecuada para su destino final de coleccionismo.
Otros insectos también eran capturados para diversos fines. Por ejemplo los “ciervos volantes”, que llamábamos “vacalorias”. Éste tenía un tamaño gigantesco y aparecía volando a baja altura al anochecer, produciendo un ruido característico en su pesado vuelo pues su envergadura superaba muchas veces los 15 cm. Los preferidos eran los machos, con sus enormes cuernos, similares a los ciervos, de ahí su nombre, que eran cazados fácilmente a manotazos. El primer entretenimiento era disfrutar de su potencia de agarre para levantar piedras y objetos similares y cuando finalizaba éste, también finalizaba su vida pues se le arrancaba la cabeza para guardarla como trofeo.
Aprovechando la oscuridad buscábamos otro insecto muy solicitado para las noches: las luciérnagas. También eran muy abundantes durante el verano y su fácil captura propiciaba una luminosa colección.
Era también en esta estación cuando los propietarios de palomas hacíamos demostración de sus modestas hazañas de vuelo de regreso al palomar. Puede parecer en la fecha actual un tanto chocante que esta ave, tan exageradamente numerosa ahora en las ciudades, fuese entonces motivo de orgullo la posesión de una o dos parejas de ellas. Hay que recordar que muchas fincas tenían su propio palomar con fines alimenticios ya que por entonces las crías próximas a emprender el primer vuelo, llamadas “pichones”, eran un plato muy apreciado, especialmente para las personas convalecientes de alguna enfermedad. Pues bien, el tener una pareja y sentirte responsable de ella era todo un acontecimiento y si eran de raza mensajera, tanto mejor, mientras que las que no lo eran, se llamaban “pelurcias” y eran poco apreciadas.
El plato fuerte del verano lo constituían las típicas “romerías”, que se celebraban prácticamente durante toda la estación, de un modo consecutivo para evitar coincidencias y en todos los barrios periféricos y pueblos de los alrededores. La llamada a la fiesta, debido a la escasa información reinante, era a base de tirar cohetes desde la primera hora del día señalado. Estos cohetes, conocidos por “voladores”, portaban una vara larga y fina que era muy apreciada por nosotros para su utilización como espada, tipo florete de esgrima, lo que suponía carreras y empujones para conseguir este modesto tesoro cuando caía en tierra.
Estas romerías se celebraban en un prado que fuese lo suficientemente llano y cuya hierba había sido segada con antelación. Todo ello propiciaba un aroma característico que se desprendía de este lugar, mezcla de olores peculiares procedentes de la propia hierba, de las típicas avellanas tostadas, de la sidra y de la pólvora de los “voladores”.
La música era de dos tipos: la clásica de gaita y tambor y la de melodías y canciones de moda. Esta última se emitía mediante altavoces que se colocaban en los árboles y postes de la luz y desde ellos se inundaba la zona de suaves melodías contadas por Bonet de San Pedro, Jorge Sepúlveda y Antonio Machín. Había una empresa que tenía la exclusiva musical de casi todas las romerías y portaba el pomposo nombre de “Gramolas El Topu”.
Para los niños había alguna cucaña y puestos con bidones de barquillos, pero lo más ansiado era la recuperación del globo festivo. En casi todas las romerías se soltaba un globo de papel multicolor como un aditamento más de la festividad. La duración de éste era limitada ya que la mezcla que calentaba el aire tenía poco combustible y por lo tanto el globo iba perdiendo altura hasta aterrizar en algún lugar próximo. Para nosotros era un verdadero acontecimiento atrapar uno de estos aerostatos, aunque la verdad pocas veces lo conseguíamos pues solían incendiarse al tropezar con algún obstáculo en su caída.
Había también competiciones entre distintos barrios de la capital para lograr la supremacía festera, especialmente de los “fuegos artificiales” en la noche de la clausura de los festejos. De esta manera, eran muy conocidos los duelos entre las fiestas de los barrios de San Lázaro y de Santa Ana de Abuli. Como la de Santa Ana se celebraba en Julio, procuraban superar a la del año anterior de San Lázaro, que estaba a caballo entre finales de Agosto y primeros de Septiembre. Con esta ventaja era San Lázaro la que solía ganar en el año en curso, en el que coincidían ambas fiestas veraniegas. Al estar ya próximas a las Fiestas de San Mateo, eran las de San Lázaro una especie de adelanto en los puestos y tiovivos, (“las barracas”). Había incluso un servicio especial de tranvías de la línea 3, con mayor frecuencia de viajes y con jardinera incluida para aumentar la capacidad de pasajeros.
El inicio de las fiestas mateínas era muy esperado por la gente menuda, pues suponía un divertimento extraordinario, tanto en los conciertos musicales en el paseo del Bombé como la densa maraña de las “barracas” en el Campo de Maniobras. Allí, cercano a la calle Marqués de Santa Cruz se instalaba un arco de entrada y según se subía la zona estrecha se situaban los puestos en los que se vendían frutos secos, caramelos, garrapiñadas, churros y patatas fritas, sin olvidar al eterno algodón de azúcar. Ya en la parte ancha se colocaban las propiamente “barracas” con los típicos tiovivos de “los caballitos”, “la ola”, “las cadenas”, “la mariposa”, “el tren de la muerte”, “el laberinto”, “el teatro de marionetas”, “la noria”, “rifas”, “circos”, “el maño” con su vino dulzón, “el tiro al premio” con unas escopetas descalibradas, “horóscopos”... y para los mayores las atracciones del famoso “Teatro Argentino”, único sitio “gravemente peligroso” para la moral en que se podían ver muslos de mujer y que nosotros admirábamos en los dibujos de sus carteles. Este teatro sobrevivió muchos años y cambió de nombre y propietaria, con el nuevo anagrama de “Teatro Chino de Manolita Chen”.
Existía en ocasiones, en uno de los puestos de rifas, uno muy modesto a base de una serie circular de pequeñas casetas con un número cada una de ellas que indicaba el correspondiente regalo de la exposición. En el centro de este círculo había una lata de hojalata con una cuerda que la levantaba y en su interior estaba ¡ una rata ! Para animar a la gente que comprase los boletos de la rifa el dueño gritaba y gritaba: “ya está la rata debajo de la lata”. Cuando vendía la totalidad de las papeletas, se levantaba la lata y la rata, asustada, se metía en una de las cajas numeradas, cuyo número era el premiado. La cuestión es que la rata elegía siempre una de las cajas cuyo número correspondía a regalos insignificantes, lo cual era debido a que su dueño la tenía hambrienta y era en esas cajas donde había depositado un poco de comida. Total, que la gente admitía este truco con tal de ver el espectáculo de la pobre rata. En uno de los sorteos le tocó a un “quinto” (como eran conocidos los soldados en la mili) dos veces seguidas el premio y el dueño del tenderete gritó orgullosamente: “qué suerte la del militar, le ha vuelto a tocar otra botella de lejía”.
Era tradicional la colocación de unos puestos de venta especializados en melones, cuyo olor de esta fruta inundaba los alrededores ya que se vendían en rodajas para su ingestión directa en el mismo lugar. Este fruto era entonces escaso en Asturias y su degustación popular se limitaba casi a estos días festivos.
El día solemne de San Mateo traía consigo la afluencia en masa de los habitantes cercanos a Oviedo, incluso de la Cuenca Minera, pero los más característicos eran de las pequeñas aldeas, con su boina calada y vestidos con sus mejores trajes. Todo ello daba a los festejos una mayor densidad de población y llenaban por completo tanto el centro de la ciudad como el recinto de las barracas. Estos asistentes foráneos recibían el cariñoso nombre de “mateínos”, derivado lógicamente del Patrón San Mateo.
También las fiestas nos traían otros festejos tales como la salida de los Gigantes y Cabezudos, con la Vieja dando golpes y carreras y una competición motociclista, en la que nuestro favorito era un corredor de Oviedo apellidado Parugues, en un circuito por las calles de la ciudad.
Finalizadas estos festejos tan esperadas, se vislumbraba ya el otoño cercano, con la vuelta al colegio y la consiguiente pérdida de libertad. Aún nos quedaba tiempo para hacer alguna travesura de mal gusto, tal como echar por la espalda de algún incauto una parte pilosa de unos frutos rojos que crecían entre las sebes y que producían un fuerte picor, bastante duradero. Otras eran la preparación de pequeñas trampas en el suelo, tanto pde la calle como en la zona de juegos, consistente en cavar un pequeño hoyo, en el que introducíamos una buena caca humana, se tapaba con palos y se disimulaba su presencia con arena o hierba. Aquel que tenía la mala fortuna de pisar esta trampa, metía su pierna en el hueco, se daba un traspiés y para colmo salía con el pie perfumado y maloliente.
Otro juego poco recomendable era llenar de orines un bote vacío de conserva, apoyarlo inclinado en la puerta de una vivienda y llamar en ella, de tal manera que al abrir ésta, el contenido del bote se desparramaba en el interior, con el consiguiente cabreo del propietario. Lógicamente no presenciábamos en primera fila tal prodigio de nuestra invectiva pero nos conformábamos con oír los improperios que nos dirigía el afectado.
Una variación de éste era menos cochina y para ello solo se precisaba un cordel lo suficientemente largo para atarlo en los pomos de dos puertas antagónicas de sendas viviendas. Al atar de esta guisa y suficientemente tensa la cuerda, llamábamos simultáneamente en ambas viviendas y lógicamente en ninguna podía abrirse la puerta, con gran jolgorio por nuestra parte.