Él trabajaba en el tatoo shop del barrio, en donde ella vivía, y ella pasaba largos ratos mirando por los cristales las plantillas de los tatuajes, las hermosas filigranas de guerreros, princesas, serpientes y un mar de imágenes todas ellas sorprendentes. Al fondo, en una mesa de masaje, el tatuador, un joven estudiante de Bellas Artes que pistola en mano dibujaba con primor la piel de los clientes como si de un caballete se tratase. Quiero uno aquí, en la pantorrilla le decían, yo quiero otro cerca del ombligo, yo quiero uno que sólo mi pareja pueda verlo y lo quiero tatuado justo aquí mientras se señalaba la ingle con cierto rubor y sonrisa pícara. Y la clientela llenaba el negocio y salían encantados con su marca indeleble, como un estigma artístico gravado bajo la piel.
Una tarde entró ella, tímida, discreta, decidida a tatuarse una mariposa justo en el cuello, para así tapársela con el pelo, venido el caso. El artista la miró como reconociendo el rostro de la muchacha del escaparate, prerrafaelista, bellísimo, evanescente entre las brumas de la tarde. Le preguntó, que te pinto. Le contestó lo que quieras. Por donde empiezo. Me da igual, conozco bien lo que haces y me gusta todo. Desde ese momento no pudieron apartarse la mirada, mientras hablaban de cine y de pintura el comenzó a dibujar desde el tobillo de ella el fruto de su arrebato viajando por todo su cuerpo nacarado de formas mórbidas y redondeadas. Y así pasaron los minutos que se hicieron horas, mientras hablaban y hablaban y el cuerpo de ella se fue tatuando de mariposas de sueños, de amor, de formas.
Texto e ilustración: Carlos de Castro.