Decía Ortega que “la vida es por lo pronto un caos donde uno está perdido”. De modo que si, al entrar en ella, pudiera el bebé poner palabras a su recién estrenada perplejidad, lo haría, más o menos, preguntando: ¿dónde estoy?, e inaugurando de esa manera la primera de sus necesidades que es capaz de superponer a las más estrictamente fisiológicas: la necesidad de orientarse. La manera más inmediata que tenemos de orientarnos es, como la misma palabra indica, la de buscar la referencia de la salida del sol, como si la noche fuera el correlativo lugar de procedencia de todos nuestros extravíos; el rostro de la madre sería, por su parte, para el bebé, el primer representante, aquí en la tierra, de ese sol orientador, antes de que consigamos para nuestra sensación de pérdida una perspectiva más amplia.
Cuando el sujeto mismo entra en escena (el "yo", incluso como vocablo, tarda un tiempo en aparecer en la ontogénesis del individuo), sobre ese primer y más rudimentario modo de orientarse a través del sol irrumpen las referencias que tienen el propio cuerpo como punto de partida: aparecen así conceptos como el de izquierda y derecha, delante y detrás, arriba y abajo que, sublimados y sofisticados, constituyen la materia prima o el sustrato desde el que arrancan la geometría, la medida y el cálculo. Pero descubiertos y aplicados todos estos recursos orientativos que oponemos a la primordial sensación de pérdida, aún quedaría por aparecer la más profunda e importante modalidad de la orientación, cuya elaboración filosófica tuvo que esperar a la llegada de Immanuel Kant para definitivamente conseguir hacerse un sitio: la que nos sitúa a nosotros y a las cosas dentro del trayecto que discurre entre el principio y el fin, el por qué y el para qué, lo que fuimos y lo que estamos llamados a ser. En suma: el modo más cabal de orientarse en la vida, de intentar resolver el caos en el que hemos caído, aquél que ha de recibir como afluentes suyos los otros modos de orientarse (la geometría, el cálculo, la taxonomía, la ciencia natural o, meramente, la geografía y la topografía), resulta ser la historia, ese vector que transcurre entre el menos y el más, el ser y el deber ser, lo que nos hace sentir que progresamos ("evolucionamos" sería una palabra con mayor carga significativa para los que vivimos cerca de Atapuerca), que las cosas van en busca de lo que ha de darles sentido.
Reflexión ésta cuyo trazado puede servirnos de marco con el que acotar y desde el que abordar el sentimiento de extravío que hoy tenemos los españoles a la hora de plantearnos nuestro ser como nación, tan desdeñado por unos y tan cuestionado por otros. Para aquéllos, perdidos pero parece que contentos, éste sería un asunto en el que no nos jugamos nada importante: ¿qué más da sentirse castellano, catalán, español o ciudadano del mundo? Y respecto de estos otros, sin ir más lejos, me conformo con traer a colación las palabras que Artur Mas, presidente de Convergència i Unió, una autoridad en esto de confundirnos y enredar en la convivencia entre los españoles, dijo después de la reciente y nefanda sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut catalán: "si España quiere ser una sola nación tendrá muchos problemas".
Desde aquella inicial manera de instalarse en el mundo que es la de sentirse perdidos, parece que una buena parte de los españoles han renunciado, pues, a servirse del (o, en los términos de desarrollo personal a los que al principio nos referíamos, no han alcanzado a comprender el) papel orientador que la historia debería de jugar y, por tanto, a alcanzar a saber cuáles han sido los impulsos más radicales, las últimas intenciones que han conducido a nuestra nación a través del tiempo hasta lo que colectivamente somos hoy, así como a progresar en la mejor dirección, si es que no torcemos definitivamente la trayectoria del vector histórico que nos envuelve.
Podemos escoger como punto inicial del que nace ese vector histórico a lo largo del cual se fue formando España el modo de vida tribal y autárquico que encontraron las legiones romanas en buena parte de nuestra Península cuando entraron en ella por primera vez en el 218 a. de C. Ésa es, precisamente, la frontera histórica que nuestros nacionalismos, cuando muestran su faz más atávica, no hubieran querido traspasar. Los nacionalistas vascos se sienten herederos de los vascones, tribu prerromana que habitaba en el norte de la actual provincia de Navarra, y que, a la caída del Imperio romano, invadieron los territorios de várdulos, caristios y autrigones, habitantes de la actual Comunidad Autónoma Vasca, a los que vasconizaron (de ahí lo de provincias vascongadas o vasconizadas). Los nacionalistas gallegos añoran lo que consideran sus orígenes celtas. E incluso el fundador del nacionalismo catalán, Prat de la Riva, reivindicaba para la identidad catalana una ascendencia también prerromana, ibera en este caso.
Pero a partir de Roma, la consanguinidad dejó de ser un factor de identidad colectiva y pasó a serlo la ciudadanía, en la que sangres y razas quedaban mezcladas y la endogamia superada. Por si esto fuera poco, la invasión islámica provocó una intensa migración de la población del Sur de la Península hacia el norte, y la Reconquista, por el contrario, llevó a muchos habitantes de las zonas del norte a repoblar los territorios que se iban reconquistando en el sur, con lo que el ascendiente tribal, carente de sentido identitario desde hacía tiempo, quedó definitivamente diluido.
La Edad Media, cayendo de unas cotas, las del Imperio romano, en las que se había alcanzado una alta integración territorial, política, jurídica, social y lingüística, se caracterizó, por el contrario, por la extrema fragmentación en todos esos ámbitos. Los reinos o regiones, los condados y señoríos, los nobles y sus feudos, las villas, los gremios, las hermandades, las órdenes militares, la Iglesia en cuanto que administradora de bienes terrenales… constituían núcleos de poder que bloqueaban o impedían la constitución de sociedades integradas y unitarias, las que a la larga la historia ha ido favoreciendo. Por encima de todos esos fragmentos en los que se atomizaba el poder iba peraltándose la figura del monarca, y aun, en la España medieval, la del Emperador o "Rey de todas las Españas" (como se tituló a sí mismo el rey de Pamplona Sancho III el Mayor, que reinó entre 1004 y 1032, y, también autoproclamado Emperador, Alfonso VII de León –1105-1157), que representaba el poder virtual de una futura España unida. Los trayectos de la historia recogían, pues, el pasado visigodo, cuyos reyes llegaron a extender su dominio sobre el conjunto de España, y lo proyectaban hacia un futuro que se hizo realidad con los Reyes Católicos, los cuales volvieron a reinar sobre una España unida (unida en modo incipiente, pero prometedor).
Fue a partir del último tercio del siglo XV, cuando la corriente de la historia empujó decididamente hacia la concentración del poder bajo la exclusiva égida del monarca, aunque hasta el siglo XVIII los privilegios de la nobleza y el clero siguieron siendo efectivos. Los estados, por entonces, se acabaron de asentar al consolidarse los respectivos ejércitos, las burocracias administrativas, las diplomacias, las haciendas y los idiomas comunes. Las mismas monarquías, tras la Ilustración, acabaron dando finalmente paso a las repúblicas o relegando en la práctica el papel de aquellas al de ser mero símbolo de la unidad estatal.
Este es el contexto en el que hay que situar el origen de Cataluña, que en principio no fue sino un conjunto de condados originalmente dependientes del Imperio carolingio y finalmente incorporados a la Corona de Aragón. Núcleos, en suma, de un poder medieval centrifugado que, como en el resto de Europa, acabaría confluyendo hacia los modos de integración territorial característicos de la Modernidad y, en su caso, formando parte del estado moderno más antiguo de todos ellos: el español. Las vicisitudes que tuvieron lugar bajo la dinastía de los Austrias retrasaron la configuración cabal del estado en España, que sólo en el siglo XVIII, ya con los Borbones, tomó un decidido impulso hacia su modernización.
En definitiva, analizados a la luz de los trayectos que impulsan la historia, nuestros nacionalismos centrífugos, cuando llegan a ser algo más que construcciones míticas, no son sino hitos de un camino que hace mucho tiempo que dejó de discurrir por donde ellos pretenden que siga haciéndolo. Defender España exige comprender que es el resultado de ese proceso histórico que ha llegado hasta la actualidad. Defender, por el contrario, que el País Vasco, Galicia, Cataluña o cualquier otra de nuestras regiones son naciones es tratar de que la historia rebobine su transcurso para anclarla en donde la distorsión de quien pretende este tipo de cosas les hace suponer que debió interrumpirse.
En sus intentos reaccionarios de romper España, estos nacionalismos deberían de contar con el freno que supone la Constitución. Y para que este freno fuese efectivo, el Código Penal habría de contener, sin duda, figuras suficientes que determinen penas de cárcel para los gobernantes que, contraviniendo lo estipulado en la Constitución, ayuden a los nacionalistas a saltarse ese freno. Pero este nuestro es un peculiar "estado de derecho" en el que no parece que esas garantías estén aseguradas. Con lo que, correlativamente, si que parece que tenemos garantizada la persistencia en el extravío.