Revista Política
Mi primer coche fue un Seat 127 y, cuando levantabas el capó, había espacio suficiente como para tumbar un caballo percherón. No era difícil cambiar una bombilla fundida de algún faro y la mecánica del motor era más simple que el mecanismo de un chupete. Sin tener idea de motores, recuerdo como desmontaba el carburador para que le entrara más aire y acelerarlo. Decían que los coches de entonces se arreglaban con un destornillador y cinta aislante. Probablemente no fuera así, como tampoco lo fue el hecho de que yo fuera capaz de arreglar aquel carburador, pero sí que era todo mucho menos complejo que ahora. Por aquellos años si tenías un problema con el coche lo primero que hacías era abrir el capó y mirar con cara de interesante el motor, como si una comunión de perfecta sincronía se pudiera establecer entre aquel montón de hierros y el conocimiento mecánico que se suponía casi instintivo. Naturalmente todo era una farsa y aquella cara de póker sólo significaba que no se tenía ni idea, recurriendo al clásico empujón, que en no pocas ocasiones te sacaba del apuro.
Ahora la cosa es muy distinta. Si abres el capó de un coche nuevo lo verás lleno de cables, tubos y otros componentes mecánicos y electrónicos. Se parece más a la nave Nostromo que a un utilitario. Apenas hay lugar ni para meter un alfiler, así que es inútil solventar alguna avería salvo que seas un mecánico experto. Otra cosa distinta es cambiar una bombilla fundida del faro delantero. Parece algo rutinario, que el orgullo y el no querer engordar la cuenta corriente de los concesionarios te obligaría a realizar tu mismo. Ignoro cómo estará actualmente la ley al respecto, pero antes, si llevabas un faro sin luz, la Guardia Civil te podía exigir que la cambiaras tu mismo antes de seguir la marcha. Lo primero que observas, cuando te armas con tu bombilla dispuesto a la operación cual cirujano avezado, es que no hay espacio, apenas para meter la mano sin poder ver absolutamente nada del mecanismo de extracción. Comienzas a palpar a duras penas y tu mano pronto sufre los primeros arañazos. Antes has leído el manual de instrucciones, breves muy breves instrucciones, y la cosa no parecía tan difícil. Agarrar el alambre del mecanismo, soltarlo y cambiar la bombilla. Coser y cantar. Llevas más de una hora hurgando con tu mano amoratada que comienza a sangrar entre maldiciones, tacos y blasfemias, te acuerdas de la madre del ingeniero que diseñó el motor.
Utilizas un pequeño espejo de esos que llevan las mujeres en el bolso para retocarse el maquillaje. Es muy mono, dorado y con incrustaciones de falsas piedras preciosas, y esperas poder ver algo de ese mecanismo infernal que libere la maldita bombilla. Es inútil, en un momento de la maniobra, el espejo se te escapa y es engullido por el motor. Algún día aparecerá y los científicos del futuro intentarán adivinar qué función ejercía tan monísimo espejito en aquel motor del demonio. Tu mano empieza a descarnarse y podrías rendirte, pero ahora estás muy cabreado, lo suficiente para no humillarte en la puerta de un concesionario. Llevas más de dos horas luchando a muerte en tan reducido espacio, tus dedos, que ya parecen un par de chorizos de Cantimpalos, intentan soltar el mecanismo de alambre. Sólo hay que apretarlo para liberarlo. Es sólo eso, un miserable alambre, pero no cede, debe de estar compuesto de ultra aleación Z. Intentas abordar el problema desde otro punto de vista y, como quien no quiere la cosa, te dispones a desmontar el faro, ya puestos a liar el barullo, pues que sea a lo grande, con medio motor en el regazo. Lo primero que notas es que los tornillos no son de este mundo, no por lo menos del que tu dominas de toda la vida, para fastidiar no son ni los habituales ni los de estrella, son de los denominados Torx, tócate los... Acudes raudo y veloz a la ferretería y con vagas descripciones consigues la ansiada herramienta. Una vez extraídos los dichosos tornillos observas que la realidad permanece inmutable. Esto es, el faro se mantiene fijo, como por arte de magia. Lo zarandeas, le insultas, le empujas, haces palanca y nada, ni caso, ni se mueve un milímetro. ¿Para qué demonios servían entonces los tornillos?, ¿qué sujetan, la nada? Maldición, ahora lo entiendo, debe ser una conspiración de los ferreteros, para deshacerse de los condenados destornilladores Torx.
Con una frustración del quince vuelves a meter la mano en aquella micro cámara de tortura, en busca del estoico alambre. Cuando extenuado y casi derrotado lo consigues, la pieza salta por los aires y caen armoniosamente por una alcantarilla situada de forma estratégica debajo del coche. Son unos momentos tensos, mezcla de un esporádico triunfo y una frustración colérica. El destino se burla de tu odisea, no deja que ganes de ninguna manera. Cambias la bombilla sin el alambre de marras y, meses después, te comunican en la ITV que el faro apunta alto. Hay que arreglarlo. La venganza se sirve en plato bien frío. Claro que ya me gustaría ver a la Guardia Civil ayudándote a cambiar una bombilla en plena noche y lloviendo. ¿Alguno de ustedes cree en los milagros?