El cabo Nieweg, de la 4ª batería antiaérea, golpeó en la bota del hombre que estaba tendido delante de él. No recibió respuesta. Nieweg, incorporándose, lo observó detenidamente. Aquel hombre no podría responderle nunca; su boca estaba llena de nieve y su cuerpo comenzaba a hundirse en ella. Nieweg hizo un gesto y miró a su alrededor. Realmente no valía la pena ocuparse de él; muchos más estaban así, inmóviles, cubiertos de nieve, en paz, al fin…
Nieweg encendió su pipa pero la apartó de su boca, asqueado. La falta de tabaco lo había obligado a rellenarla con el contenido de su colchoneta de campaña. El humo irrespirable era nauseabundo.
Uno a uno, los hombres comenzaron a incorporarse. Estaba allí dos artilleros, dos soldados del servicio postal, un subteniente de la 71 división de Infantería, unos veinte soldados de diversas divisiones y algunos hombres más de distintas unidades. Eran en total unos cincuenta hombres. Entre ellos había inclusive dos pilotos de la Luftwaffe. Tras una breve reunión, decidieron permanecer juntos. Unidos podrían intentar la aventura de huir de Stalingrado y llegar a las líneas alemanas. Era una probabilidad entre mil, pero valía la pena intentarlo. Nieweg hizo un inventario de sus pertenencias y decidió deshacerse de lo que pudiera estorbarle en su marcha, como por ejemplo la marmita del rancho, el casco, la mochila o la ametralladora sucia y oxidada. Nieweg y sus compañeros tomaron sus botas, los capotes destrozados, las mantas y algunas cartas y fotografías, y partieron.
La larga marcha hacia las líneas alemanas es un interminable camino jalonado de cuerpos exhaustos. Uno a uno, vencidos por el hambre y el frío, fueron cayendo sobre la nieve. Otros, alcanzados por disparos aislados de soldados rusos quedaron allí para siempre.
El día 28 de enero de 1943, desde un avión alemán de reconocimiento, la tripulación avistó a un pequeño grupo de hombres que avanzaba sobre la helada estepa. Descendiendo hasta unos doscientos metros del suelo, el observador pudo distinguir las señales frenéticas de los fugitivos. Inmediatamente comunicó la novedad a su base. El Mariscal Milch decidió tratar de auxiliar al grupo. Al día siguiente les fueron arrojados mapas y alimentos. Era el 29 de enero y los hombres se encontraban a casi 20 kilómetros al oeste de Kalasch. El grupo había menguado al número de 25 hombres.
El 30 de enero, la Luftwaffe pierde contacto con los fugitivos. El 31, los pilotos encargados de tratar de localizarlos comunican “Sin rastro de la unidad”. Una orden de Milch, dispone que continúe la búsqueda hasta el 2 de febrero, pero todo es en vano porque no hay rastro de los hombres.
¿Qué ha ocurrido con aquellos hombres? Nadie lo sabrá hasta un mes después. El día 3 de marzo, un hombre agotado por la fatiga y el hambre, extenuado por el frío y el sueño, casi enloquecido por la soledad y el silencio de la estepa, arrastrándose llega hasta un puesto avanzado alemán. Es el cabo Nieweg, único superviviente del grupo que inició la aventura de escapar de Stalingrado. Solo él ha llegado. Ciento veinte kilómetros después, cruzando las líneas rusas, ocultándose, enterrándose en la nieve, finalmente, estaba allí.
El comandante alemán decide enviarle a retaguardia inmediatamente para que pudiera recuperarse. Al día siguiente partirá a un hospital. Desgraciadamente para Nieweg, el día siguiente no llegará nunca. Horas después de su llegada al puesto avanzado, el disparo de un francotirador ruso le atraviesa la cabeza.
La odisea del cabo Nieweg, ha terminado para siempre.