Una de las cosas que más se le ha reprochado al próximo inquilino de la Casa Blanca es su amor incondicional (nótese la ironía y el recochineo) a los inmigrantes, justamente en un país en que, excepto cuatro indios desperdigados, todos sus habitantes son inmigrantes o descendientes de inmigrantes. Sea como sea, y a pesar de que de los 10 u 11 millones de inmigrantes que ha prometido expulsar, al final se quedarán en 50 o 60 siempre que no estén constipados, la verdad es que Trump simplemente es heredero de una cultura que ha creído que Europa (y por derivación, los Estados Unidos) eran el ombligo del mundo por el hecho de ser los más desarrollados del planeta. Esta realidad ha hecho que los países occidentales, durante siglos hayan hecho servir su particular derecho de pernada con el resto de pueblos del planeta, considerándolos poco menos que seres inferiores, cuando no directamente animales, sin ni tan solo reconocerles el derecho a vivir en su propia tierra (ver El desconocido (y británico) genocidio de aborígenes de Tasmania). Posiblemente, los días más duros del esclavismo y del racismo hayan pasado, pero donde fuego hubo, cenizas quedan (cuando no rescoldos encendidos) y sólo desde esta perspectiva se puede entender la esperpéntica peripecia que hace unos años pasó el bosquimano disecado del Museu Darder, más conocido como " El Negro de Banyoles ".
Cómo es posible que el cuerpo disecado de un negro africano esté dando vueltas por Europa durante más de siglo y medio, sólo se explica dentro de un contexto colonial, en que las potencias económicas europeas se habían repartido el mundo como quien se reparte un pastel. A parte quedaba el respeto hacia los indígenas, los cuales, además de raros, lo único que hacían era molestar a los nuevos amos de las tierras. Amos que, como si fueran alimañas, si no los podían utilizar para trabajar en sus haciendas o venderlos para los de otros, los eliminaban directamente. África, en ese sentido, fue una auténtica mina de "seres inferiores" (ver El triste origen de la palabra "quilombo"), perfectamente aptos para trabajar como mano de obra esclava, sin reconocerles la más mínima humanidad ni dignidad. De derechos, ya mejor ni hablar.
En este ambiente, donde todo lo no europeo era digno de poner en un museo, los taxidermistas hermanos Verreaux decidieron ganarse la vida importando todo tipo de animales de África y el Sudeste Asiático, que se enviaban enrollados cual alfombras y se montaban convenientemente una vez llegados a su tienda/museo en París. Evidentemente, entre los animales no faltaban los especímenes humanos.
Justamente, uno de esos ejemplares que podían ser de interés para la sociedad europea de aquel entonces, fue un negro bosquimano del desierto del Kalahari que había sido obtenido por los hermanos Verreaux en 1830 y que se había montado con su lanza, su taparrabos y sus adornos ceremoniales. Bueno... a decir verdad, más que "obtenerse" los taxidermistas lo habían " mangado ", al sacarlo, con nocturnidad y alevosía, de la tumba donde su tribu lo había enterrado. Y es que, si los llegan a haber pillado, a los que hubiesen tenido que enviar enrollados hubieran sido a ellos.
No fue hasta mediados del siglo XIX, que el medico y veterinario barcelonés Francesc Dauder i Llimona, el cual solía ir a París a visitar la tienda de los Verreaux, compró entre otras curiosidades naturales la figura disecada del negro para su colección particular. La figura, de este modo, quedó en posesión de Dauder, el cual, en 1887, lo expone durante un año en lo que hoy es el Museo de Geología del Parque de la Ciutadella, siendo instalado al año siguiente en un pabellón del Paseo de Gracia junto con todo el resto de su colección de Historia Natural y aprovechando la Exposición Universal de Barcelona de 1888 (ver Barcelona 1888, la torre que quería competir con la Torre Eiffel).
En 1916, poco antes de morir, Dauder hace donación de toda su extensa colección de animales disecados -negro incluido, faltaría más- al ayuntamiento de Banyoles (Gerona), el cual monta con ella el Museo Darder, donde quedará depositado durante los siguientes decenios sin que el bosquimano llamara demasiado la atención. No obstante, la llegada de las Olimpiadas a la villa gerundense iba a dar un giro dramático a la situación del, hasta entonces, invisible negro de Banyoles.
En 1991, un periodista cotilla lee una carta perdida en una mesa de las oficinas consistoriales que había sido enviada al ayuntamiento de Banyoles por un médico haitiano afincado en Cambrils llamado Alphonse Arcelin. En ella, el médico -y, posteriormente, regidor del PSC- solicitaba que, en mor de la dignidad de las personas de color y de la del propio bosquimano disecado, la vitrina con el negro fuera retirada del Museu Darder so pena de recurrir a instancias mayores. La noticia saltó a las primeras planas de los diarios en vísperas de las Olimpiadas de Barcelona, armando un revuelo a nivel internacional de unas dimensiones que rizó el pelo a todos los responsables políticos locales, autonómicos y estatales.
Debido a la negativa del museo de retirar la figura (normal, dado que era su principal fuente de visitas -ergo ingresos), Arcelin se metió en pleitos con el Ayuntamiento. Pleitos que llegaron a los medios de comunicación levantando una gran polvareda mediática que hizo sudar tinta a la diplomacia española, al llegar al pleno de la Organización de Estados Africanos e incluso a la de las Naciones Unidas, debido al interés público del mismísimo Kofi Annan -por entonces secretario general de la ONU- en que la figura del negro se retirara. Finalmente, y dada la brutal presión internacional, la figura fue retirada del museo de Banyoles en 1997. Sin embargo, no terminó la peripecia aquí.
El ofrecimiento del gobierno de Botswana para enterrar los restos del bosquimano disecado (ancestro de los que viven en el país, aunque no está muy claro ni que fuera bosquimano, ni de Botswana), hizo que " el negro" se tuviera que preparar para el viaje. El inconveniente es que, en una especie de remake del "si no es para mi, no será para nadie", el gobierno español hizo desmontar el cuerpo, separando el bastidor de madera que hacía de columna vertebral, la paja que hacía de carne y los alambres que le daban rigidez, para enviar única y exclusivamente el cráneo y los huesos de las piernas y brazos originales. La piel, que estaba embetunada para darle el color negro que tenía y todo el resto de adminículos quedaron depositados en el Museo Antropológico de Madrid, siendo los pocos huesos restantes trasladados a Botswana en un ataúd (aunque podía haber sido enviado en una caja de galletas, visto lo visto), donde el 5 de octubre de 2000 fueron enterrados en loor de multitud en medio del parque público Tsholofelo de Gaborone, la capital del país.
Con el entierro de El Negre de Banyoles, acabó la polémica. Alphonse Arcelin se salió con la suya aunque se arruinó por el camino (perdió el pleito y fue condenado a pagar 17 millones de pesetas de costas), el gobierno africano enterró cuatro huesos como símbolo de la dignidad africana recuperada, el gobierno español se quitó de encima un conflicto diplomático de primer orden y el ayuntamiento de Banyoles un dolor de cabeza. Fue el fin de un rocambolesco episodio en el que más perdió fue el museo Darder que se quedó sin su principal atracción, y acabó pasando de 40.000 visitas anuales durante el cenit de la polémica a tan solo 8.000, a pesar de conseguir arrancar del gobierno español una remodelación que llegó en el 2007, pero que no ha servido para hacerle remontar el vuelo.
Eso si, del negro no se acuerda nadie.
Nadie.