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La Onda

Publicado el 25 mayo 2011 por Alma2061




La OndaNarrador crítico de los mitos juveniles, José Agustín es el representante por excelencia de la literatura de la Onda, un movimiento que surgió en México con el culto a los estupefacientes y la devoción por las grandes figuras del rock. El lenguaje utilizado se alimenta de las jergas de los ambientes más marginales, reflejando nuevas experiencias y aires de renovación dentro de la narrativa mexicana. En este fragmento de Cerca del fuego, el protagonista de la novela se cruza con una mujer en una estación del Metro de la ciudad de México.
Fragmento de Cerca del fuego.De José Agustín.La reina del metro. Bajé en la estación Bellas Artes y dejé que por los túneles se fueran los rojos vagones cargados de... ¡símbolos! El metro se había descargado para esas alturas y yo deambulé por los andenes, bajé las escaleras y pasé al otro lado. Seguía habiendo mucha gente pero no se comparaba a lo de una hora antes. De cualquier manera, me estimulaba el movimiento, el entrechocar de ruidos techados por la interminable música de los altavoces, en ese momento Poeta y campesino, qué fea sincronicidad, pensé, gancho al ego, crítica abajo del cinturón, cuando vi a la Reina del Metro.¡Qué imagen portentosa! Era una chava de rostro horripilante, picoteado por años de barros y remedios para combatirlos; pobrecita: narizona, bocona, de dientes chuecos, ojos pequeñitos, pestañas ralas, orejas de duende y pelos parados como dobles signos de interrogación. Lo maravilloso era que ese horror, la máscara seiscientos sesenta y seis de la Bestia (esto es, la bestia de la Bestia), no intentaba cubrir su fealdad; de hecho, la ostentaba: si la cara la tiraba la buenez la levantaba. El cuerpo alto de la nena era, para soltarle las riendas a von Suppé, sublime, irreprochable, monumental, alucinante pero, sobre todas las cosas: cachondísimo, esa muchacha estaba que se caía de buena y lo sabía muy bien, la tajante perfección del cuerpo le daba una dignidad insospechada, altivez natural, la fineza de la aristocracia de la sensualidad que no puede pasar desapercibida y que, como supe después, era capaz de ocasionar catástrofes y de traer graves peligros. Por supuesto desde un principio vi que era una genuina soberana: se desplazaba con altivez natural, consciente de las miradas colectivas y del poder ambiguo que así obtenía. Y sigo siendo la cuin.Era obvio que los metroúntes tampoco habían contemplado portento semejante; todos gritaban para seguir ávidos el andar erguido y majestuoso de la Reina del Metrónomo, de frente o de espalda. Por eso los sabios de antes erigieron las imágenes para expresar sus ideas y pensamientos a fondo. Hombres y mujeres la veíamos navegar sobre el aire, rostro de Coatlicue agorgonada y kaliesca.En cuanto a mí, poeta desmemoriado, antifunes del subterráneo, seguí caminando y pronto estuve cerca de ella, en el andén dirección Zaragoza, goza goza Zaragoza, vaya vaya Tacubaya; constataba que nadie dejaba de verla con miradas lúbricas, picarescas o con reprobación lesteriana: cabecitas blancas o delantales caminantes que caían en la provocación de esas rotundas tetas sin brasier, las aureolas de cada pezón ricamente definidas en la blusita. A muchas mujeres les ofendía la ropa-no-ropa de la barrosa; las chavas sonreían complacidas al advertir que el Monumento tenía tal cara espantazopilotes o espantacuches; los hombres en cambio no nos fijábamos en pequeñeces y apreciábamos las ondulaciones mansas, marítimas, de la nalguita juvenil que avanzaba muy derecha, segura de sí misma, dueña del territorio, levemente satisfecha de que la miraran, acostumbrada a la admiración y al escarnio. Incluso vi a un viejito de corte porfiriano, chaleco de rayas, leontina y toda la cosa, que, salomónicamente, contemplaba ese signo de los tiempos: los dones nonsanctos, nostalgias del rechinido del colchón, el hombre está capacitado para tener erecciones aún a los ochenta años.La reina desfilaba despacio. No se inquietó, como todos los demás, cuando los vagones entraron resonando y se detuvieron pesadamente con sus chillidos exasperantes. Ella (gran dignidad) los dejó pasar, no hay prisa, no hay prisa, no voy a salir corriendo como toda la bola de idiotas, ¿verdad? Un impulso irresistible me hizo seguirla. ¿A dónde iría?, me pregunté. Quién sabe de dónde llegó un cuarteto de torvos galanes, de alarmante facha de porros, tropas de choque para acabar huelgas, manifestaciones, fiestas y primeras comuniones. Iban los cuatro con pantalones de mezclilla y camisetas que dibujaban las musculaturas y los letreros Cama Blanda, Coma Caca, Sexi Cola y Vote por el Diputado Avilés en el VIII Distrito-PRI. A ver esa rorra, quihubo mi leidi, estás cayéndote de buena pinche vieja puta, a ver a dónde vas, te acompañamos, te invitamos unos tacos, unas cheves, unos condones, unos consoladores de carne y sin hueso, mira nomás mi reina el filetote que te vas a llevar gratis para que te agasajes, decía Cama Blanda, con la mano en el bulto sexual.Fuente: Agustín, José. Cerca del fuego. México: Plaza y Valdés, 1994.




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