“Fea”. Una simple palabra es capaz de subyugarnos ante un ideal de belleza inalcanzable e impuesto. Lejos de permanecer inmutable a lo largo de los siglos, este canon ha ido cambiando con la evolución de las costumbres sociales. En la actualidad, el ideal parece tener distintos rostros, y los estándares de belleza son más diversos y representativos que en el pasado. Sin embargo, los listones se mantienen y excluyen a todo aquel que no consigue alcanzarlos. Nuestras sociedades los moldean y se ajustan a ellos. Esta es su historia.
Un atractivo en constante metamorfosis
La definición de “belleza” es tan diversa como el propio ser humano, pero la obsesión por alcanzarla se ha mantenido constante a lo largo de los siglos. Una de las representaciones corporales más antiguas son las llamadas venus paleolíticas, figuras femeninas con cuerpo voluptuoso, entre las que destaca la famosa Venus de Willendorf, datada alrededor del 25.000 a. C. Pese a que no existe un consenso sobre su función, algunas hipótesis vinculan estas representaciones con la fertilidad y con un modelo de belleza entonces inalcanzable por la limitada disponibilidad de alimento.
Con todo, las curvas no dejaron de ser atractivas tras el Paleolítico. La escultura griega clásica, por ejemplo, demuestra una obsesión por la armonía corporal forjada a través de tratados como El canon, del escultor Policleto y ejemplificada en esculturas como la Venus de Milo o el Doríforo Pese a que los atributos físicos de estas representaciones no eran tan desproporcionados como sus análogas paleolíticas, mantienen una complexión atlética y más voluminosa que la de los estándares actuales. Este ideal se mantuvo con el paso de los siglos y se ha manifestado en múltiples culturas, como demuestran ejemplos como Las tres gracias de Rubens, las mujeres japonesas de la obra de Utamaro, las esculturas del arte dogón maliense.
Las tres gracias, del pintor Pedro Pablo Rubens. Fuente: WikipediaPara ampliar: Arte. Toda la historia, Stephen Farthing, 2015
La primacía de las curvas como estándar de belleza comienza a cambiar en el siglo XIX con la creciente popularidad de las llamadas steel engraving ladies en Estados Unidos (‘mujeres grabadas en planchas de acero’). Estas mujeres de clase alta eran representadas como “frágiles, pálidas, esbeltas’, casi anoréxicas”, sometidas bajo una sociedad patriarcal que las relegaba a la sombra de sus maridos. Su protagonismo comienza a desvanecerse a finales de siglo debido a la aparición de las gibson girls —cuyo nombre proviene del apellido del dibujante que las popularizó—, un ideal de mujer “alta, atlética y patricia”, y con las caderas anchas.
Con el auge de las gibson girls, la sociedad estadounidense dejó de encumbrar los cuerpos lánguidos e impuso las curvas como norma de atractivo en una época con mayor poder femenino. En 1901, la escritora Caroline Ticknor publicaba en The Athlantic Monthly un ensayo en el que una representante de cada ideal reflexiona sobre su imagen: “Hemos progresado en todos los sentidos —explicaba la chica gibson a su antecesora—. Cuando un hombre se acerca, no temblamos y ni bajamos los párpados (…) Nos encontramos con él en perfecto compañerismo”. El nuevo ideal de las gibson girls llevaba impreso una proclama feminista y también dio por primera vez a Estados Unidos la hegemonía sobre los estándares de belleza, reemplazando a Europa; un símbolo de los nuevos tiempos, tanto sociales como geopolíticos.
Para ampliar: “Women’s idealised bodies have changed dramatically over time – but are standards becoming more unattainable?”, Viren Swami en The Conversation, 2016
Belleza made in USA
Sin embargo, la voluptuosidad de las chicas gibson no duraría mucho tiempo, y pronto la sociedad estadounidense comenzó a rechazar las curvas para abrazar de nuevo la flaqueza, iniciando “una batalla contra la grasa corporal”. El nuevo baluarte en la guerra contra el peso fueron las llamadas flapper, que en los años veinte inundaron la cultura popular con el humo de sus largos cigarrillos y sus vestidos sin corsé.
Bajo el ideal flapper, las mujeres se rebelaron contra los cuerpos voluptuosos, que se consideraron un “símbolo de reproducción y fertilidad” y, por lo tanto, de falta de independencia. Por el contrario, el nuevo referente eran las formas aniñadas y escuálidas: la delgadez se volvió revolucionaria, y vino acompañada de nuevas costumbres y estilos con los que celebrar la libertad y la prosperidad económica. Se impusieron los peinados bob, con un corte recto hasta la mandíbula, así como las faldas por encimas de la rodilla, imprescindibles para bailar al son frenético del charlestón. Para la clase media alta estadounidense, la década de 1920 parecía transcurrir en una fiesta permanente sacada de las páginas de El Gran Gatsby, la célebre novela de Francis Scott Fitzgerald. Eran tiempos felices, o al menos trataban de aparentarlo.
Donde hay humo hay fuego, cuadro de Russell Patterson que retrata a una flapper de los años veinte, con su característico vestido corto, peinado bob, larga boquilla y mirada desafiante. Fuente: WikimediaLa delgadez se estandarizó como ideal de belleza internacional gracias al auge de los medios de comunicación de masa estadounidenses, y se popularizaron las básculas de baño y los espejos de cuerpo entero, que hasta entonces eran un producto reservado a las clases más pudientes. Sin embargo, este sueño americano trastocó los ideales de belleza para siempre, convirtiendo la vida de millones de estadounidenses en una verdadera pesadilla. Las mujeres se vieron forzadas a perder peso a través de estrictas dietas y se extendieron los trastornos de conducta alimentaria; de hecho, la década de 1920 fue una de las más graves a este respecto en la historia reciente de Estados Unidos.
Las curvas y la exuberancia volverían pasados unos años, especialmente tras la Segunda Guerra Mundial, de la mano de estrellas como Marilyn Monroe. No obstante, su físico voluptuoso era moldeado a través de una rutina de ejercicios diarios y estaba sometido a una estricta dieta que incluía dos huevos crudos para desayunar y no permitía el almuerzo. Así, pese a su aparente liberación, las icónicas actrices de la época dorada de Hollywood eran férreamente juzgadas por su apariencia.
Y, como ellas, millones de jóvenes estadounidenses de la posguerra, que eran obligadas a adoptar el papel de “perfecta ama de casa”. La mujer de los cincuenta sufría el constante bombardeo de una publicidad machista que las reducía a accesorios de sus exitosos maridos, un producto de consumo más para una sociedad capitalista. Esta anulación de la libertad de la mujer conseguida en los años veinte favoreció el auge de la ansiedad, la depresión o el alcoholismo. Un cóctel mortal sin explicación aparente o, como lo definió la teórica feminista Betty Friedan, “el problema que no tiene nombre”.
Para ampliar: Feminismo para principiantes, Nuria Varela, 2016
Publicidad sexista de 1948 que oferta una crema de hormonas femenina para reavivar el amor marital. El título reza “¿Cuánto tiempo ha pasado desde que él dijo ‘te quiero’?”. Fuente: WikimediaLos años sesenta asentaron definitivamente la delgadez como ideal de belleza a través de la industria publicitaria y cinematográfica. La modelo más característica del momento fue la británica Twiggy, a quien se describió como “tan delgada que era difícil saber siquiera si era una mujer”. Al mismo tiempo, en esa década empezaron a ganar cierta representatividad las minorías raciales: la moda, como la sociedad estadounidense en su conjunto, parecía abrazar tímidamente una mayor diversidad, especialmente tras la aprobación en 1964 de la Ley de Derechos Civiles, que ilegalizó la discriminación racial. La modelo Naomi Sims hizo historia en 1968 al convertirse en la primera mujer afroestadounidense retratada en la portada del popular Ladies Home Journal, augurando un ideal de belleza más diverso e inclusivo. Con todo, la igualdad real aún tardaría en materializarse.
Para ampliar: “La segregación racial, una tarea pendiente en Estados Unidos”, Alex Maroño en El Orden Mundial, 2019
Los orígenes del canon actual
Gracias a los avances de la década anterior, en los setenta la moda comenzó a volverse más representativa: Vogue, probablemente la revista de belleza más influyente del mundo, llevó en su portada a una modelo afroestadounidense, Beverly Johnson, por primera vez en 1974. Sin embargo, la invisibilización de las minorías persistía. Aunque las mujeres negras sufrían las mismas presiones sociales que sus homólogas blancas, carecían de referentes y de productos de belleza adaptados para ellas. En 1977, la cosmética dirigida a mujeres negras solamente representaba un 2,3% del total de ventas en Estados Unidos.
La llegada de las supermodelos en los noventa inauguró una nueva era en la que las maniquíes acaparaban focos y fama mundial, aunque de las seis más famosas de la época, todas eran blancas menos la británica Naomi Campbell. Paralelamente, se normalizó la delgadez extrema a través del espeluznante ideal heroin chic, un estilo andrógino, escuálido y ojeroso, “una oda al consumo de narcóticos”, cuyo mayor exponente fue la antimodelo británica Kate Moss.
Para ampliar: “Las Bellezas”, Concepción de León en The New York Times Style Magazine, 2020
Sin duda, la romantización de la flacura estuvo relacionada con el auge de la anorexia nerviosa, sumado a una publicidad agresiva obsesionada con la pérdida de peso. Se extendieron los artículos sobre dieta y control de peso en las revistas de belleza, y la televisión generalizó la denigración de mujeres con sobrepeso, caracterizándolas como “poco inteligentes, golosas e incapaces de establecer relaciones románticas”. La sociedad estadounidense sufría un constante bombardeo de estigmatización corporal y el ideal de belleza aceptaba cada vez menos cifras en la báscula.
Solo con la llegada del nuevo milenio los cánones se ampliaron para aceptar progresivamente una mayor diversidad. En 1997, la modelo sudanesa Alek Wek hizo historia al representar en la portada de la revista Elle “todo aquello que no era una chica de portada”. Con el auge de internet y de las redes sociales, ganaron popularidad modelos más reales y diversas, erosionando así el tradicional monopolio de la industria cinematográfica y publicitaria en la definición de belleza. Sin embargo, la delgadez extrema continuaba acaparando tanto las pasarelas como la mayoría de las portadas. En palabras de Kirstie Clements, editora jefa de Vogue Australia de 1999 a 2012, “cuanto más trabajaba con modelos, más aparente se hacía la privación de comida. (…) Hemos recibido de Europa vestidos de alta costura tan pequeños que parecen trajes de bautizo”.
La modelo Alek Wek en la portada de la revista Elle en 1997. Fuente: ElleAsí, la concepción de la belleza actual parece más heterogénea que en el pasado. La modelo de tallas grandes Ashley Graham, la modelo trans afroestadounidense Aaron Philip o Winnie Harlow, que sufre vitíligo, abanderan una belleza inclusiva y más representativa impensable en otras épocas. Marcas como Aerie ya han rechazado las alteraciones digitales de sus modelos y plataformas como Instagram han ayudado, en parte, a promover una imagen corporal más constructiva y positiva. Hasta el desfile anual de la marca de lencería femenina Victoria Secret, máximo ejemplo de la delgadez y objetivización de la mujer, ha sido cancelado tras años de críticas constantes. ¿Se dirige la sociedad occidental hacia un ideal de belleza más inclusivo?
Para ampliar: “The idea of beauty is always shifting. Today, it’s more inclusive than ever”, Robin Givhan en National Geographic, 2020
Un futuro atractivo
Pese a la aparente democratización de los estándares de belleza, la realidad está lejos de la utopía. Se ha culpado a las redes sociales de la preocupación de sus usuarios respecto a su apariencia física, y existen investigaciones que demuestran que treinta minutos diarios en Instagram pueden tener un impacto negativo en la visión sobre el propio cuerpo, lo que puede conducir a la depresión y a trastornos de la conducta alimentaria. Además, todavía existen numerosos tabúes físicos, incluido la censura social al vello corporal femenino, especialmente el facial. Cada vez más mujeres se oponen a este canon, pero aún queda un largo camino para normalizar estilos o decisiones sobre la estética personal que están fuera del ideal de belleza establecido.
Al mismo tiempo, el monopolio de la flaqueza ha quedado liquidado gracias, en buena medida, a Kim Kardashian y al resto de su familia, famosas por el reality televisivo que protagonizan, Keeping Up with the Kardashians. El clan Kardashian ha devuelto las curvas al ideal de belleza con su estilo slim thick, de cuerpo delgado pero con pronunciadas curvas. Pese a la aparente mejora, el prototipo Kardashian tampoco resulta un estándar constructivo: su modelo corpulento, tan opresivo como la delgadez, depende de la cirugía estética. Además, las hermanas Kardashian, caucásicas, han adoptado los rasgos de belleza afroestadounidenses, lo que les ha merecido numerosas acusaciones de apropiación cultural y racismo.
Es cierto que el ideal de belleza se ha vuelto más diverso, pero todavía resulta inalcanzable para la mayoría de mujeres, al menos sin la ayuda de un bisturí o una jeringuilla. Como ironizaba la humorista Tina Fey, “ahora se espera que cualquier chica tenga ojos azules caucásicos, gruesos labios latinos, clásica nariz de botón, piel asiática depilada y con bronceado californiano, culo de salón de baile jamaicano, los brazos de Michelle Obama y tetas de muñeca”.
Para ampliar: “Ser mujer y dejarse bigote: el tabú que el feminismo aún no ha conseguido derribar”, Raquel Peláez en SModa 2019
Lejos de resultar anecdótica, la normalización de la cirugía estética por parte de referentes como las hermanas Kardashian tiene profundas consecuencias sociales. Este procedimiento tiene un claro sesgo de género, ya que las mujeres se someten al 87,4% de las operaciones a nivel mundial, según una encuesta de la Sociedad Internacional de la Cirugía Estética (ISAPS, por las siglas en inglés); en Estados Unidos, la Sociedad Estadounidense de Cirujanos Plásticos eleva la cifra al 92%. Así, la cirugía estética puede ser considerada como una herramienta más de subyugación patriarcal en nombre de un ideal de belleza.
Por si fuera poco, las intervenciones de cirugía estética no dejan de aumentar: en 2018 los procedimientos se incrementaron en un 5,4%. Siempre según datos de ISAPS, Estados Unidos es, con diferencia, el país que lidera la lista con más de 4.360.000 prácticas en ese año, seguido de lejos por Brasil con 2.270.000. Además, EE. UU. reúne el mayor número de cirujanos plásticos, y es allí donde se realizan más operaciones no quirúrgicas como la inyección de bótox o ácido hialurónico, tan características del clan Kardashian. Aunque cualquier persona puede convertirse en quien desee a golpe de talonario, la belleza parece compartir un mismo rostro, “la cara Instagram”, como la bautizó la escritora Jia Tolentino. Un ideal tan asfixiante e inalcanzable como los anteriores.
Para ampliar: “Are the Kardashians, millennials seeking to look young causing cosmetic procedures boom?”, Rachel Struagtz en Los Angeles Times, 2017
Mientras las operaciones no quirúrgicas aumentaron en un 10,4% en 2018, las quirúrgicas se redujeron en un 0,6%. Fuente: ISAPSEl ideal de belleza, o más bien los ideales, son más diversos que nunca, gracias a la labor de numerosas activistas que han reivindicado que el atractivo es intrínseco a sus cuerpos. Además, las redes sociales han ayudado a democratizar los cánones, y las marcas y la publicidad no han tenido más remedio que sumarse a esta demanda global a favor de la representatividad. Sin embargo, la mera existencia de unos estándares de belleza resulta excluyente y hasta opresora para muchas personas. No importa que se venere la delgadez enfermiza de Kate Moss o las curvas artificiales de Kim Kardashian si ambas constituyen una fuente de ansiedad para innumerables mujeres. Quizá el futuro depare un mundo sin ideales de belleza. O no. Quizá algún día alguien proclame: “La belleza ha muerto. Larga vida a la belleza”.
La opresión del ideal de belleza, de Venus a las Kardashian fue publicado en El Orden Mundial - EOM.