Revista Cultura y Ocio

La oración de los grandes iconoclastas

Por Calvodemora

   

La oración de los grandes iconoclastas

                                          Fotografía: Dieter Demme, Parque infantil, 1982

Nada más terminar el poema, saqué la ropa a tender. El aire tenía una inconsciencia de párvulo, las nubes eran catedrales sobre un fiordo de metáforas y de cisnes sin propósito. A lo lejos el río, a lo lejos las últimas voluntades de un pastor de almas. Era el tiempo de los mármoles rotos. Una multitud pedía pan y salmos. A uno que se le ocurrió intervenir desde una atalaya que improvisó en un risco le increparon en un idioma que no entendía. Otro danzaba como los hombres cuando arden. Mi hija parecía una virgen en un paisaje lombardo del siglo VII. A Leonard Cohen le conmueven los fuegos de la infancia, la lúbrica compostura de la carne cuando la colman todos los ángeles de los cien cielos. He viajado al origen, he visto la semilla, soy un elegido. La alegría se ha posado en mi corazón como un pájaro milagroso. Todos los pájaros cruzan el mundo en el instante en que un verso los reclama y confía la verdadera naturaleza de los dioses. Vi hombres de fe comidos por una fiebre del tamaño de un corazón devastado por el desquicio de la sangre. Vi tinieblas, vi naranjas enfermas. He pasado toda la noche soñando con las novias que no tuve. Una era la viva imagen de Patti Smith cuando torcía la boca y cantaba como un ángel ebrio. Otra me cogió de la mano y paseamos las calles de una ciudad en llamas. Las cenizas de la misericordia. Las babas del diablo. Antes de que despertara, supe que la lavadora había acabado su programa. Es japonesa, costó cara. Tiene un martillo nórdico con el que desorienta el vuelo de las horas. Hay mañanas de sábado en que lo único que cuenta es tender la ropa y sentarse después en una silla cómoda para ver cómo el viento levanta las sábanas y el sol pequeño perla con un sudor sin matices el blanco perfecto de su paisaje. Tengo conmigo las grandes palabras. Las pronuncio con pudor adolescente. Unas convidan a otras para que sobrevenga un hijo de sintaxis y de futuro. Los poetas son santos de una pureza huidiza. Los mejores poetas son pecadores de una pureza sin pulir. Lo hermoso es un fluir o un tumulto. Yo vago la ciudad con los ojos de algún poeta menor. Yo soy esa vaga contención de lo inefable. Mi patria es la ceniza que cierne los abrazos y los besos. Voy incesantemente hacia la última orilla. He dejado atrás el peso de los metales, he comprendido la sustancia misma de la mecánica de los astros. Mi voz se desploma en un alarde de palmeras y viejas radios alemanas. Un niño la mira en el suelo. La iza con esmero, se la come con mesura. Es antigua la imagen. Está representada en los lienzos antológicos. No hay pintor que no se haya sentido íntimamente consternado cuando no ha logrado plasmar el momento en que la voz medra en la boca y de pronto se descompone y acaba en el suelo. Ninguno que no haya buscado a ese niño al que sobrecoge el sacrificio vertical de las palabras. Una palabra es un milagro. Voy de mi tristeza hacia mis caprichos. El campo por el que avanzo se ha crecido en arrogancia. Se sabe limpio, se cree inmortal. Libélula de óxido roto, el aire está en plena ocupación del aire. 


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